¿Por qué cuesta tanto entender el éxito de Milei?

Actualidad08 de diciembre de 2024
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Las dificultades para entender el proceso político se han duplicado respecto del año pasado. Cada vez cuesta más entender el éxito de Milei. La consolidación del gobierno, del que en el comienzo se esperaba sólo debilidad, no hace más que espejar, con un aumento que se queda corto, la desorientación histórica de la oposición y aledaños.

En este juego cruzado de miradas, se advierte que Milei tiene más argumentos a su favor que cuando recién ganó las elecciones: puso orden en las calles, desaceleró la inflación y metió la motosierra que muchos querían. En cambio, la oposición no hace más que evidenciar cada día las razones por las que era mejor no votarla. Cada vez que irrumpe en el espacio público aparece un pasado oscuro que para muchos explica las penurias del presente. 

Los analistas opositores que, midiendo el minuto a minuto de las encuestas, respiran con las bajas y se sofocan con las alzas de Milei omiten dos cuestiones. La primera, es que la sociedad ha votado un reseteo: la mayoría que votó a Milei –e incluso muchos de quienes no lo hicieron– repudian el pasado y hasta disciernen en los dolores que viven hoy, dolores de parto. Pero hay otra razón que podría ser fundamental y que es necesario explorar: un cambio profundo de los supuestos de la política contemporánea. Esto último es algo más estructural, independiente de los shocks que pueden ocurrir o no, por ejemplo que un trauma cambiario haga estallar por los aires lo fundamental del modelo como consecuencia del evidente atraso cambiario. Nada dura mil años, pero siempre es importante saber por qué dura y por qué, eventualmente, fracasa.

Los políticos, los profesores, buena parte de los consultores y periodistas, ni que decir los twitteros progres, y también una porción de las élites sociales y económicas han encarado la política desde un régimen de divisiones y conflictos que oponía a cuatro grupos a partir de dos oposiciones combinadas.

En el eje horizontal se ubicaban los conservadores y los progresistas. Estos se oponen en cuestiones relativas a los derechos de las mal llamadas minorías que algunos entienden como “culturales” –y que son, obviamente, derechos políticos: la inmigración, la inscripción institucional de la diversidad sexual, los derechos de las mujeres, los temas ambientales–. Este enfrentamiento, constante en la modernidad, se fue agudizando en los últimos treinta años, impulsado por los desafíos de las transformaciones técnicas, culturales, demográficas, así como por la irrupción de perspectivas multiculturales cada vez más eficaces y aguerridas.

El eje vertical, en tanto, oponía liberales a estatistas, en torno a cuestiones relativas al peso que deben tener el Estado, el mercado y el poder económico, y la necesidad de garantizar socialmente el ejercicio de la ciudadanía en sus dimensiones civiles y políticas.

Este esquema, inventado hace algún tiempo, distribuía las opiniones políticas en cuatro opciones que resultaban de cruzar los dos ejes: conservadores estatistas, conservadores liberales, progresistas estatistas y progresistas liberales. Esto permitía determinar la posición de las personas en un eje general que iba de la izquierda a la derecha, de progresistas estatistas a conservadores liberales. 

Un nuevo esquema

Sin embargo, los sucesos electorales en Estados Unidos, en distintos países de Europa e incluso en Asia y obviamente en Argentina y Brasil (donde la popularidad de Jair Bolsonaro se mantiene alta), muestran que la opinión de la gente común se distribuye bajo otros parámetros, configurando un régimen que resulta difícil de descifrar si mantenemos intacto el viejo prisma (algunos integrantes del círculo rojo ya perciben esta nueva realidad).

El esquema que proponemos utiliza otros ejes, pero apunta al mismo nivel analítico y al mismo objeto: ¿qué supuestos de la representación de la vida política institucionalizada están invisibilizados por el viejo esquema y explican las crisis de representaciones de la sociedad y la política que viven los especialistas y los profesionales de la política?. Dicho más directamente: ¿qué prisma podemos ofrecer para entender mejor la resiliencia de Milei y el fracaso de quienes se le oponen?

El anti-igualitarismo salió del closet. Se lo ve a diario en reivindicaciones abiertas de racismos, machismos, esencialismos territoriales y supremacismos religiosos, nacionales o genéticos…

El eje que antes oponía progresistas contra conservadores puede redefinirse a partir del enfrentamiento entre igualitarios y jerárquicos. Aunque los contenidos son similares, los extremos se han distanciado aún más. Los viejos progresismo y conservadurismo se han desplazado hacia niveles más fundamentales y extremos: si por la vía del multiculturalismo o de la revisión de los universalismos sesgados se planteaban todo tipo de cuestiones de igualdad y equidad, no es menos cierto que florecen planteos anti-igualitarios que intentan reponer diversas jerarquías en la vida pública. Cuando se habla de construir muros entre poblaciones, de seleccionar la migración, de subrayar, de la forma que sea, las diferencias que produce el mérito (sea cual sea), lo que se intenta instituir es una positividad de las jerarquías. Lo mismo cuando diversas fuerzas políticas –no sólo de derecha– declaman, sin conciencia de las raíces y consecuencias sociológicas de sus posiciones, su supuesta “superioridad política, intelectual y estética”. Es interesante, en este sentido, esta exposición del ex presidente Rafael Correa echándole la culpa del subdesarrollo al “pueblo” y a la “tropicalidad” (1).

El anti-igualitarismo salió del closet. Se lo ve a diario en reivindicaciones abiertas de racismos, machismos, esencialismos territoriales y supremacismos religiosos, nacionales o genéticos que se efectúan en el lenguaje cotidiano (de donde en realidad nunca estuvo tan en retirada, como suponen erróneamente las legiones de “observatorios” de género, democracia, medios, etc.). Pero el anti-igualitarismo se ve también en el idioma teórico de usinas de pensamiento e incluso academias, pasando por las mediaciones materiales y formales de líderes sociales en todos los soportes posibles. Esta visión jerárquica no es la de todos los libertarios que se oponen con justicia al igualitarismo segmentado de los que consideran privilegiados. La perspectiva no deja de ser jerárquica: quieren una cancha equilibrada para poder mostrar “lo que valen”. Más en general, y como analizó el antropólogo Louis Dumont, el aplanamiento igualitario muchas veces da lugar a manifestaciones oblicuas, indirectas y monstruosas del anhelo de un orden basado en gradaciones. La jerarquía es, finalmente, un significante vacío que puede convocar tanto como la libertad. El pueblo común contra los que se narcotizaban con “common people”.

En la línea vertical de este nuevo esquema para entender la política, en la que antes se oponían estatistas contra liberales, hoy vemos una nueva oposición: democracia contra autoritarismo. El autoritarismo ya no es un antivalor. Así como retorna el anti-igualitarismo abierto, vemos que los cuestionamientos a la democracia y al liberalismo son al mismo tiempo prácticos y teóricos. Viktor Orbán se reclama i-liberal, Donald Trump desea ser temporalmente un dictador y Milei se abstiene de valorar la democracia positivamente (a la luz de su versión del teorema de Arrow). Tampoco faltan líderes nacional populares que se ponen aguardentosos para para hablar de la democracia haciendo cosplay de una especie de moreno-putinismo, así como cientistas políticos y radicales (¿no son lo mismo?) que procuran “actualizar” la democracia o encarar reformas radicales de la mano de políticos antidemocráticos a través de leyes ómnibus y restricciones a la participación y la protesta (el radicalismo cordobés nunca se divorció de la Peña el Ombú en la que coqueteaba con Luciano Benjamín Menéndez).

En el cuestionamiento de las democracias vive ya no sólo el deseo de una democracia a la medida de la velocidad de lo digital. En sociedades en las que el input estatal es menor que su output, en las que el Estado te quita más de lo que te da, en sociedades en las que dominan procesos acelerados de cambio y reclasificación de los sujetos, en las que incluso varían las unidades de referencia espacial y simbólica (porque se forman bloques más allá de la escala nacional y reviven separatismos por debajo de esa misma escala), en democracias en las que, finalmente, traumas como los que indujo la pandemia insinúan que puede pasar cualquier cosa, la preferencia por el orden, y por el poder que lo engendre, es la expresión de una necesidad casi existencial y primaria.

En este esquema, la tensión entre arquía y anarquía vehiculiza el valor que gana o pierde en la consideración social el poder, la capacidad de suscitar obediencia, de imponerse y generar comportamientos en el nivel que sea. A todos les gusta algo de La Jefa (Cristina) o La Boss (Karina).

De este nuevo esquema emergen cuatro áreas desigualmente pobladas: los igualitarios democráticos en una esquina y, en la opuesta, los jerárquicos autoritarios, mientras que en las dos restantes se ubican los igualitarios autoritarios y los jerárquicos democráticos.

El sistema que describimos quizás simplifica demasiado: las líneas de fuerza y de conflicto obligarían a incluir más variables y transformar el plano en un cuerpo, de modo de ensayar comparaciones destinadas más a iluminar por contraste cada caso que a establecer esas leyes generales con las que la sociología no deja de soñar, como si pudiera ser física o química. Pero este esquema basta para darle sustento a una afirmación: la primera diagonal –que va de los igualitarios democráticos a los jerárquicos autoritarios– constituye el suelo de las dinámicas políticas contemporáneas. Los partidos no las venían expresando, o las expresaban mal; o peor aún, las expresaban y luego defraudaban, alimentando la distancia y la hostilidad que los políticos llaman, equivocadamente, anti-política.

Hoy este suelo se expresa sin filtros, cada vez más canalizado por las formaciones de las extremas derechas radicales, que en América Latina y Estados Unidos se vuelven mayoritarias y logran imponer programas revolucionarios. Lo que se manifestó en Estados Unidos, Brasil, Argentina, El Salvador y Chile en la segunda década del siglo XXI se hace visible ahora con mayor intensidad en esos mismos países, no sólo en los períodos electorales, sino en cualquier medición de la opinión pública.

La política anormal

Los supuestos de la “política normal” de los últimos treinta años han caído. La política contemporánea incluye ahora a políticos que desprecian aspectos de la democracia, el liberalismo, la república y la igualdad, y que ascienden democráticamente al poder expresando un vuelco autoritario (y también antielitista) de las multitudes. Existen explicaciones y controversias sobre las razones de este giro, pero no deben quedar dudas acerca del hecho de que el mapa político se reconstruyó –en parte desde abajo–. El subsuelo de la “política normal” se ha sublevado. Todavía me acuerdo del sociólogo que me dijo “insensato” cuando, luego del triunfo de Milei en las PASO, osé afirmar que podría ganar en segunda vuelta. Mientras las ideas y las prácticas se apoltronen a la espera de cordones sanitarios que ya no funcionan ni en su tierra de bautismo o se mantengan a la expectativa de apocalipsis devaluatorios, esta noche no termina.

 

1. https://www.youtube.com/results?search_query=correa+iheal+sorbona).

Por Pablo Semán * Licenciado y Doctor en Antropología Social. Profesor en la UNSAM. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

 
 

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