(contra) la resistencia

Actualidad16 de noviembre de 2024
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Con el paso del tiempo nos hemos acostumbrado a situar la estrategia política de izquierdas a un discurso atado a la idea de resistencia. El miedo a recaer en viejos universalismos, totalitarismos, fascismos, anula la orientación efectiva y asedia al pensamiento político, empujando la imaginación cada vez más lejos de un horizonte utópico vivible. En caso de haber una utopía, el sectarismo y la clausura en identidades políticas particulares diluyen las fuerzas sociales empujando el activismo y la militancia a actividades de queja, denuncia, y clientelismo. El individualismo crece también en los espacios políticos que se piensan como colectivos, sistemas comunitarios, organizaciones, aumentando las dificultades. En medio de todo este derrotero, quienes tienen que poder visualizar un mejor posicionamiento con claras orientaciones se ven invadidos por este clima de época. Bajo esta lectura se vuelve notoria la recaída constante de posicionar la resistencia como única estrategia adecuada, como si solamente pudiéramos recibir golpes sin nunca devolverlos. Es momento de pasar a otro posicionamiento. Pues nos lo debemos. 

¿Será que los tiempos del trabajo y la continua carrera curricular nos agotan, nos encierran en un individualismo alienante, sin tiempo ni energía para salir al encuentro contra las mismas fuerzas que nos oprimen? Hay una pasividad propia de cierto nihilismo contemporáneo, que reivindica como experiencia política ejemplar un espíritu apático en los sectores nacionales y populares. De forma paradójica, la ultraderecha nacional “avanza” y se envalentona. 

La pérdida de credibilidad de los discursos de progreso, la inflación del individualismo como medida ética, las promesas de ilustración y modernidad, el imperativo del desarrollo económico como una teología que acelera el horizonte apocalíptico son todos factores transversales en nuestras vidas y tienen incidencia negativa tanto en el pensamiento como en la acción política. Esta lectura clava sus raíces en nuestra época, preguntándose por el origen de estos asuntos: ¿podríamos pensar que el sesgo individualista de la época es el problema? En la disputa por una salida, ¿cuáles serían nuestros contrincantes? Me pregunto, también, por el discurso que estoy tejiendo: ¿debo responder a todas estas preguntas? Y si quisiera hacerlo, si pudiera, ¿tendría que mantener el semblante filosófico? Pienso que no, si lo que buscamos es justamente dar una respuesta, un pase a la ofensiva: avanzar casilleros en el terreno de juego. 

Para iniciar este camino, encuentro la necesidad de rastrillar en el lenguaje político contemporáneo cierta funcionalidad asumida del término resistencia. Pensando en torno a la resistencia, me interesa más que nada indagar en cierta forma cómoda de ocupar el terreno de juego, por no decir el campo de batalla. Mi intuición está en que el resistir pareciera ser un “espacio” de militancia o activismo político común, pasivo y cómodo, al menos para gran sector de los progresismos, izquierdas. Por lo que uno mismo corre riesgo de caer en la misma emocionalidad. 

A modo de incentivar el acercamiento a nuestras preocupaciones tal vez solo tengamos que dejar en claro una advertencia: frente a esta pasividad e inocencia política, seamos conscientes de que los fascistas, negacionistas, conspiranoicos y reaccionarios contemporáneos a nosotros ya están organizados, ya pasaron de la resistencia a la ofensiva en plena democracia. Probablemente también mejor financiados. Si no re-actualizamos nuestras técnicas y herramientas -lo que incluye al vocabulario político-, sólo podremos mantener vivo un pesimismo generalizado, y con ello una comodidad clasista y adolescente. 

En nuestro rastrillaje inicial elegimos dos términos usuales para el lenguaje táctico en la política. Se trata de la rebelión y la resistencia, a modo de ilustrar ciertas tensiones “espaciales” sobre la capacidad de dominar un posicionamiento; el pensamiento estratégico supone un saber territorializado y territorial.  Esto resulta interesante, porque encontramos que ambas palabras provienen de un lenguaje bélico, del orden técnico dominado por la estrategia militar. Hay que decirlo claro: hablan de oposiciones, de guerra, de conflictos. A su vez “resistencia” y “rebelión” comparten también la matriz etimológica. “Resistir” es “padecer un sufrimiento sin dejarse vencer por él”, o bien “oponerse a la acción de una fuerza”. A fin de cuentas, lo que aparece es cierta quietud y pasividad, siendo que a la vez la palabra implica siempre formar parte de un léxico para hablar del movimiento y el conflicto. Lo que nos lleva al terreno de lo político. Incluso la etimología de la palabra lo advierte: ‘sistere’ (del latin ‘resistire’) implica tomar posiciones, detenerse, quedarse en un lugar, mientras que el ‘re’ implica reiteración, un “de nuevo” o peor, un “hacia atrás”. 

La rebelión es lo que ahora no moviliza, de modo que nos resulta accesible resistir. Esta palabra también viene del latín, específicamente del término “rebellio” que significa “acción y efecto de hacer la guerra contra la autoridad”. “Rebellio” se compone con el prefijo “re”, que la hermana al resistir, pero introduce ‘bellum’: guerra, con el sufijo “–ión”, señalando una acción y sus efectos. Vale recalcar que los romanos le dedicaron bastante estudio a estos temas de la guerra y la política como un continuo. También vale destacar El Arte de la Guerra de Sun Tzu. Esta misma idea puede verse en autores un tanto más contemporáneos, como Von Clausewitz o Carl Schmitt. 

¿Por qué me concentro tanto en las palabras? Porque es una buena forma de empezar a poner en común los instrumentos que utilizamos cuando nombramos las formas de acción política. Proponer la resistencia antes que la rebelión porque se está cómodo es perfectamente entendible. Rebelarse supone cierta actividad bélica, un pase a la ofensiva que cuesta lograr producir. La rebelión implica cierto grado de organización, que supone movilizar personas, ordenarlas, conocerlas, administrar el conflicto interno, poder convivir con estas personas, poner el cuerpo entre los cuerpos, etcétera. 

Antes que nada, quiero desmarcarme de la idea de rebelión. Aunque no estoy seguro de que sea el movimiento más efectivo, tengo claro que hay que moverse y no sobre uno mismo. Pasar a la ofensiva supone al menos volver a ponerse al frente, en contra de, pero buscando conducir un movimiento hacia determinado efecto. Precisamente hablamos de efectos políticos, y es en ese sentido que, aunque rebelarse no sea exactamente el mejor recurso para coordinar las políticas más efectivas, al menos invita a avanzar en conjunto. Es algo que no puede reducirse a una llana experiencia individual “que se comparte”. 

Con estos compromisos en la mira, la estrategia (de existir) debería ser conjunta. Efectivamente, resistir es una parte nodal, pero para articularla a la rebelión, pasar a la ofensiva, es necesario realizar movimientos conjuntos, ensamblando sobre la bio-maquinaria colectiva todos los insumos que sean posibles. ¿Nos enfrentamos al neoliberalismo como un sistema externo, algo que está afuera? ¿O, al final, también luchamos contra nosotros mismos? Es decir, nos enfrentamos a eso que llevamos en nosotros, pero que fue previamente instalado sobre nosotros, como si fuésemos plataformas. Creo que justamente aquí radica gran parte del poder e inteligencia neoliberal: han logrado mediar nuestros deseos. Un sinfín de experiencias semio-info-somáticas están reconstruidas a su imagen y semejanza (semio: el dispositivo lingüístico; info: el dispositivo digital; somático: la afectación material/corporal).  

Si elegimos entrar en un combate, entonces tenemos que organizarnos, organizar las formas, diseñar los roles, coordinar las acciones, poner en común las técnicas, etcétera. Quizá ese derrotero nos vuelva a encontrar, a nuestra generación cansada y en constante resistencia, con la militancia. Una militancia que pueda ejercitarse no como una resistencia, sino como una insistencia: una insistencia en seguir enfrentando el desastre de cara, responsabilizados, de frente, y no todos contra todos, sino todos contra nosotros mismos. Porque si justamente el poder al que nos enfrentamos se radica de forma “invisible” configurando nuestro yo, sobre nuestra ficción de identidad y los deseos que lo constituyen, lo que nos queda es asegurar una “tenencia compartida”: hay un yo que no me pertenece, que parece pertenecer “al sistema” y los hilos con lo que teje mis deseos; pero tengo, junto a ese yo fuera de sí, un otro rebelde, y unos otros rebeldes, que pueden vincularse, porque podemos pertenecernos los unos a los otros, en alguna forma de militancia o activismo organizado que nos ensambla. Este, quizá, pueda ser el acto de responsabilidad compartida que nos permita renunciar a la inocencia política.

Por Nicolás Pohl / Revista Urbe

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