La ceguera economicista
El capitalismo de mercado puede, a la vez, favorecer y dañar a la democracia. Este aparente oxímoron deja de serlo en cuanto se analizan los argumentos de su autor, Robert Dahl (1915-2014), pensador político fundamental en nuestro tiempo. Profesor de ciencia política en la Universidad de Yale, presidente de la Asociación Americana de Ciencia Política, a Dahl se debe la teoría pluralista de la democracia, con la cual se opuso a su contemporáneo Charles Wright Mills (1916-1962), quien, en su obra La elite del poder desarrollaba la idea de que el poder en la sociedad es propiedad de un pequeño conglomerado compuesto por líderes militares, corporativos y políticos. Dahl sostenía, en cambio, que la verdadera democracia es poliárquica (el término griego poliarquía define al gobierno en que están presentes todos los sectores de la sociedad), y que tiene al menos tres condiciones fundamentales: 1) la posibilidad de expresar con libertad y sin presiones las propias preferencias; 2) la libertad de expresar esas preferencias ante otros, ya sea que estos piensen igual o de modo diferente; 3) el derecho a recibir de parte del gobierno igual trato, se piense de la misma manera o de manera opuesta a él. Todo esto tanto en el orden individual como en el grupal o en el colectivo.
El libro de Dahl titulado La democracia es una impecable (se diría que imprescindible) exposición, ampliación y fundamentación de estas ideas hecha con un estilo elegante y un apreciable espíritu didáctico. De hecho, su edición en castellano lleva el subtítulo “una guía para los ciudadanos”. En él Dahl sostiene que el capitalismo de mercado favorece a la democracia porque genera crecimiento económico, sin el cual los recursos disponibles son escasos y suelen apropiarse de ellos los individuos y grupos más poderosos, los más interesados en el interés propio y menos atentos al bien común. El crecimiento requiere libertad y posibilidades de que empresas e individuos tomen decisiones en pos de su propio beneficio, muchas de las cuales repercutirán favorablemente en el conjunto. Pero, recuerda Dahl, aun cuando este sistema produce bienes y servicios de modo más eficiente que cualquier otro, no puede operar sin leyes y regulaciones que ordenen y coordinen el funcionamiento y la coexistencia de intereses diferentes en la sociedad. Esto genera una inevitable tensión entre autonomía y control que, según él, es inherente al juego democrático.
Por otro lado, advierte este pensador, sin un grado de intervención y regulación estatal la economía de mercado produce inevitablemente daños a grupos de personas y al medio ambiente, además de generar y profundizar desigualdades dado que, según sus palabras, “los actores económicos movidos por el interés propio tienen pocos incentivos para tomar en en cuenta el bienestar de otros y tienen, por el contrario, poderosos incentivos para ignorar el bienestar de los demás si al hacerlo se ven beneficiados”.
Cuando se desprecia y no se ve el delicado y esencial equilibrio que Dahl describe entre las potencialidades del capitalismo de mercado y sus peligros puede aparecer un libertarismo simplificador, de brocha gorda, reduccionista, como el que se propone hoy desde el gobierno en nuestro país. Porque si bien el capitalismo sigue siendo un sistema que no ha sido superado a pesar de sus falencias (y mucho menos por el estatismo autoritario), las que plantea no son, como muy bien lo explica Dahl, “meras cuestiones económicas, sino que son también cuestiones morales y políticas”. Dos materias en las que el modelo patotero hoy en curso, carente de empatía, de aceptación de la diversidad y de capacidad de debate, muestra un déficit peligroso para la sociedad.
Por Sergio Sinay * Escritor y periodista. / Perfil