El camello, el león y el niño
El discurso inicial de Zaratustra, según Nietzsche, presenta las tres transformaciones del espíritu. Primero aparece el camello: un animal fuerte, sufrido, reverente, a quien le apetece cargar cosas pesadas. Cuando se interna en el desierto, acontece la segunda mutación. El dromedario deviene león, ansioso por conquistar su libertad y reinar. Para conseguirlo, precisa derrotar al gran dragón, que es su último amo. “¡Debes! Le grita el gran dragón. ¡Quiero! Responde el espíritu del león”.
La fábula recobra su vigencia cada vez que un proyecto colectivista fracasa, se degrada y termina oprimiendo a sus propios beneficiarios. El combustible de ese fuego felino es el odio, una forma específica de manifestar el malestar. Quien logra politizar la rabia, direccionar el rencor contra el statu quo y lo políticamente correcto se torna imbatible.
Quizás haya una única forma de salir del lugar de la víctima al que nos condena hoy la ultraderecha: convertirse en combatiente. Y solo participa de la batalla quien asume al enemigo. Esta fórmula muy básica es el abecé de la hegemonía libertaria. Y de cualquier populismo que se precie. Para no hablar de la vieja hipótesis emancipatoria.
Ellos primero se sintieron agredidos en su condición de propietarios, machos alfa, genocidas, winners. Luego eligieron antagónicos: el Estado, las feministas, los derechos humanos, los planeros. Finalmente nos declararon la guerra. Y la van ganando.
Su principal ventaja consiste en nuestra incapacidad de aceptar el reto. No estamos aún a la altura del desafío. Seguimos jugando a la democracia y nos indignamos porque ellos hacen trampa. Nos domaron, porque somos mansos. La única chance es reconocer que tienen un punto y cantar retruco. Donde cabe un enemigo, caben dos.
Que nos vamos
Pero el león, dice Nietzsche, no es capaz de crear nuevos valores. Su fuerza surge de la “santa negativa” respecto del vetusto deber ser. Descubrir lo que hay de engaño y arbitrariedad incluso en lo más sagrado le otorga el poder de la demolición. Fin.
Para afirmar algo inédito, hace falta ser niño. Es la tercera mutación que menciona Zaratustra. “El niño es inocencia, olvido, un nuevo principio, un juego… un santo decir sí”. Hay otra manera, entonces, de enfrentar la arremetida violenta de la extrema derecha: sustraerse de la matrix. O al menos resetearla. Volver a empezar.
Cuesta, porque nos apegamos a los ídolos. ¿Qué sería de nosotros, cuando la angustia carcome, sin las viejas melodías de la infancia? Es difícil imaginar la ciudad futura en medio de la guerra. Recobrar la lucidez justo cuando la desesperación cunde. Pero en cierto modo siempre fue así: hay que tocar fondo, para conectar con lo esencial. Hay que irse bien lejos, para volver a mirar el horizonte. Y toda verdad surge de una formidable crisis.
Por Colectivo Editorial Crisis