El fantasma rojo que acecha a Milei
— Argentina no podrá establecer relaciones comerciales con China porque es un país comunista.
Lo anticipó Javier Milei durante la campaña presidencial. Que fuera la segunda potencia mundial y que la Argentina estuviera desesperada por obtener divisas no eran argumentos válidos para el actual presidente. El problema de China no era la falta de democracia, sino que estaba gobernada por el Partido Comunista.
Milei no oculta la intensidad y virulencia de sus posiciones contrarias a cualquier atisbo de izquierda, o tan siquiera de reformismo favorable a la intervención estatal. Es sistemático en sus diatribas contra los jefes de gobierno de Brasil, Colombia, Chile, España, México y Venezuela como parte de la promoción de la libertad y contra los “zurdos empobrecedores” y “keynesianos” entre los que ubicaba a muchos economistas universalmente reconocidos como neoliberales.
El presidente no está solo en su anticomunismo. La vicepresidenta Victoria Villarruel no le va a la zaga, decidida a promover una reapertura de las causas judiciales contra el “terrorismo” de los años setenta. Ella también participa de las cumbres de la extrema derecha que se aprestan a combatir el “narco-comunismo” que supuestamente asola el mundo.
Y la serie podría seguir con el ascenso y caída de la estrella libertaria Iñaki Gutiérrez, quien se define como una persona de “Derecha anticomunista. 22 años. Orgulloso de ser argentino”. O con el vocero Manuel Adorni quien hace poco felicitó a todos los grandes deportistas zurdos “que en estos casos sí aportaron a la grandeza de la Argentina” excluyendo explícitamente a Diego Maradona.
¿Por qué reaparece el anticomunismo 35 años después de la caída del bloque soviético? ¿Se trata de un corpus ideológico revivido, de una reacción emocional y trasnochada o de una estrategia político-electoral? ¿o es una supervivencia de la Guerra fría que se actualizó por la pandemia?
Este anticomunismo demodé en pleno siglo XXI es una más de las olas anticomunistas que han asolado y azotado a este país durante más de un siglo.
Este anticomunismo demodé en pleno siglo XXI no es tan risible como a priori podríamos pensar. Tiene detrás una larga historia de defensa del orden conservador y es una más de las olas de anticomunismo que han asolado y azotado a este país durante más de un siglo. Sobre todo, el mecanismo que agita sigue siendo tan peligroso como hace cien años. Por muy trasnochado que parezca, entender cómo funciona ese mecanismo es un desafío político de primer orden.
Mientras miro las nuevas olas
Como reconstruye Fantasmas rojos, el anticomunismo fue una tradición y una ideología política central del siglo XX en Argentina. Entre otras cosas, fue el fundamento -explícito o implícito- de la mayor parte de la legislación y las prácticas represivas desde la “Semana Trágica” de 1919 a la última dictadura. Más aún, el anticomunismo local -en sus múltiples versiones como la tan recordada “lucha contra la subversión”- dio legitimidad a las formas más extremas de violencia estatal y paraestatal y brindó cemento ideológico a las Fuerzas Armadas, a la Iglesia católica, a numerosos y muy importantes partidos políticos, e incluso a una porción de los trabajadores sindicalizados.
Aunque haya quedado parcialmente oculto tras otros fenómenos, el temor al comunismo, por ejemplo, alimentó algunos momentos cruciales de nuestra historia, como la persecución a los peronistas después de 1955. También fue un argumento importante para poner en marcha leyes e iniciativas estatales y eclesiásticas destinadas a mejorar la situación de la población trabajadora a fin de sustraerla de los efluvios seductores del Partido Comunista.
Esta omnipresencia podría desgranarse en cuatro períodos. El primero abarca las tres décadas iniciales del siglo XX. Incluye la persecución al anarquismo primero y al Partido Comunista después, desde los años veinte. Superpuesto con xenofobia y antisemitismo, el anticomunismo se expresó en legislación coactiva y en prácticas de vigilancia y reiterados episodios represivos amparados en la existencia de “miedo rojo”, especialmente centrado en trabajadores, sectores populares y activistas políticos obreros e inmigrantes.
Esta permanencia y recurrencia en el tiempo del anticomunismo está reñida con un dato histórico que es el limitado peso político del Partido Comunista en la Argentina.
El segundo período se inicia con la creación de la Sección Especial de Represión al Comunismo de la Policía de la Capital federal en 1932, destinado a espiar y, sobre todo, a desactivar los núcleos de militancia sindical y partidaria del Partido Comunista, así como todas otras formas de oposición política, incluyendo el mismo radicalismo. Poco después, el anticomunismo explícito estuvo detrás de la convocatoria del coronel Perón para ampliar la legislación laboral y construir un Estado benefactor, una convocatoria lo suficientemente exitosa como para desairar en poco tiempo las expectativas del Partido Comunista sobre los trabajadores argentinos. Tan solo una década después, el anticomunismo fusionado con el antiperonismo más rabioso, fue el principal sustrato ideológico de la persecución de los peronistas.
El tercer momento se inició con el gobierno de Frondizi en 1958. Desde entonces y por más de veinte años, la obsesión sobre la “seguridad nacional” se instaló en las Fuerzas Armadas y la inteligencia bajo la hipótesis de que el “enemigo interno” estaba extendido en el territorio nacional. Y desde allí, con matices y modulaciones, permeó a muchos civiles y partidos políticos temerosos del avance marxista en América Latina.
Dentro de esta larga historia de la Guerra Fría, un cuarto momento abarca el tercer gobierno peronista y la última dictadura y se cierra con la restauración del sistema democrático en 1983. En esos años, el anticomunismo tomó forma como política de exterminio: primero con organizaciones paraestatales como la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A) y, luego, con la más violenta y sistemática represión que registra nuestra historia en manos de las fuerzas del Estado.
Pero esta permanencia y recurrencia en el tiempo del anticomunismo está reñida con un dato histórico que es el limitado peso político del Partido Comunista en la Argentina. Esta paradoja fue posible porque el “comunismo” de los anticomunistas fue (y es) otra cosa: funcionó como un significante vacío, un espantapájaros intimidante que se usó para estigmatizar, perseguir y castigar a una pluralidad de identidades políticas o sociales y a una diversidad de desafíos sociales y culturales al orden dado.
Reales o imaginarias, graves o no, el anticomunismo tendía a suponer que estas amenazas eran una estrategia del comunismo para controlar al país. Es decir, el anticomunismo reaccionaba frente a lo que suponía desafíos a la dominación política y el orden social y moral. Obreros combativos, hippies, peronistas, funcionarios estatales, usuarias de pastillas anticonceptivas, guerrilleros, curas tercermundistas, psicoanalistas o artistas comprometidos pudieron ser denunciados como agentes o servidores del comunismo en distintos momentos de nuestra historia.
Ahora bien, que el anticomunismo construyera una representación fantasmagórica o alucinatoria del “comunismo” no significa que esas amenazas al orden social fueran totalmente inexistentes. El Partido Comunista, fundado en 1918, tuvo gran influjo sobre varios sindicatos en los años treinta y cuarenta y sobre la cultura y el mundo universitario e intelectual en los cincuenta y sesenta. También fueron centrales en nuestra historia las organizaciones políticas armadas, el sindicalismo combativo y las grandes revueltas populares de los años sesenta y setenta y los artistas que cuestionaron la hipocresía moral. En todas las décadas, el anticomunismo se peleó tanto con el Partido Comunista realmente existente como –más significativamente- con su idea del comunismo: grupos tan peligrosos que no tenían derecho a la existencia social.
El anticomunismo no fue sólo un instrumento de los sectores dominantes, transitó por distintas clases y grupos sociales, porque fue (y es), ante todo, una manera de entender, temer y enfrentar el conflicto social.
La resurrección de los fantasmas
El anticomunismo de Milei resulta extemporáneo porque en los últimos cuarenta años de democracia ese tipo de discurso casi había desaparecido de la contienda ideológica. La Argentina posterior al “Pacto del Nunca Más” hizo de la democracia liberal el horizonte deseado, donde el anticomunismo pasó a ser un leproso al que había que evitar dada su ligazón directa con el arsenal ideológico de la condenada dictadura. Especialmente luego de la desaparición de las amenazas izquierdistas o insurreccionales, la última de las cuales se extinguió en los cuarteles de La Tablada en 1989.
El “comunismo” de los anticomunistas funcionó como un significante vacío, un espantapájaros intimidante que se usó para estigmatizar, perseguir y castigar a una pluralidad de identidades políticas o sociales y a una diversidad de desafíos sociales y culturales al orden dado.
Con esa languidez y casi dilución del anticomunismo, estos cuarenta años de vida política argentina trajeron algo aún más importante: el abandono de esa tradición criolla de pensar que la Argentina tiene un enemigo acechante y voraz, que sólo se deja ver como un fantasma, que siempre se reactualiza, pero que nunca puede asirse completamente. De ahí su peligrosidad.
¿Qué cambió esto en 2023? ¿Cuán creíble resulta para el grueso de la sociedad argentina actual la idea de un enemigo peligroso que conduce el país hacia el descalabro político y la sumisión a los organismos internacionales? Los votantes de Milei en el ballotage pasado ¿pusieron su boleta en la urna debido a su anticomunismo old fashioned y un poco conspirativo o pese a ello?
Probablemente, el anticomunismo actual sea la expresión vieja de un fenómeno con nombre nuevo: el antiprogresismo. Un antiprogresismo que parece menos trasnochado y genera menos risa. De hecho, ocupa un lugar central en la retórica del actual gobierno y de muchos de sus votantes. Así, se entiende mejor que el “comunismo” actual, como significante vacío, sea ocupado por las feministas, los estudiantes universitarios, las diversidades sexuales, los veganos, las ONG ecologistas, el pueblo mapuche, quienes promueven la enseñanza de educación sexual integral, el lenguaje inclusivo o denuncian la falta de abastecimiento a los comedores populares.
En cualquiera de sus formas, el discurso anticomunista de Milei, llenado con sus nuevos fantasmas, actualiza y convoca un dispositivo central de la vida política argentina del siglo XX: la construcción de enemigos absolutos sin lugar ni derechos en la vida social. Hoy, en boca de los libertarios, ese dispositivo se utiliza como acto de rebeldía, como si el nuevo orden progresista, políticamente correcto, y la economía keynesiana fueran dominantes. No lo son, qué duda cabe, pero las derechas no cejan en su espíritu de combate y para ello recurren a las más viejas figuras de nuestra historia. Con ello convocan, una vez más, a la exclusión política y la violencia simbólica y material.
Por Marina Franco y Arte Francesca Cantore / Revista Anfibia