Refundando con alambre
Las brechas, “resquicios por donde algo empieza a perder su seguridad”, según una de las acepciones del diccionario de la RAE, preocupan justamente por eso: muestran que lo que debía estar unido se separa, debilitando el vínculo, la materia o el argumento. Uno de los sinónimos de esta palabra es “fisura”, un término que no necesita definición. Resulta muy concreto: donde hay una fisura habrá un accidente; se trata de una lesión en la estructura que la debilita hasta romperla si no media una reparación. Que ocurra o no la desgracia depende de no subestimar o negar el problema y, si se lo reconoce, de la pericia y la solidez de las herramientas para repararlo. Ahora bien, las fisuras poseen diversos grados de densidad, sobre todo en política y sociología, que son disciplinas más complejas que las finanzas, donde únicamente importan las magnitudes.
Queremos analizar una brecha distinta a la que separa el dólar oficial de los financieros y el blue, que ocupa el foco mediático y las discusiones entre el Gobierno y los economistas, incluidos algunos muy próximos al oficialismo. Para entender la brecha a la que nos referimos es necesario considerar dimensiones que, si no se toman en cuenta, impiden ver la profundidad del problema y, eventualmente, subsanarlo. Retomaremos para eso una distinción de niveles, a los que nos referimos en una columna anterior. El primero es “la opinión pública”, concepto histórico complejo reducido hoy a las diversas formas de cuantificar las adhesiones en las redes y, sobre todo, al resultado de los sondeos, instrumentos basados en la agregación estadística de las respuestas de la población, obtenidas mediante una metodología estandarizada que tuvo memorables errores en los últimos tiempos.
La segunda esfera es mucho más difícil de describir y capturar. La llamaremos “sociedad”, considerando, dentro de ese término omnicomprensivo, los sentimientos más profundos, las historias de vida, los vínculos entre las personas, la evolución de las prácticas y las costumbres, las frustraciones, los logros, las expectativas y las creencias. La investigación social muestra que la capacidad predictiva de estos aspectos es asombrosa. Tiempo atrás, cuando Milei apenas asomaba a la vida pública y casi no se lo conocía, empezaron a verse en la sociedad los síntomas que años después explicarían su consagración como un líder justiciero. Esos indicios expresaban diversos niveles de orfandad. Empezando por la que experimentaba la clase media baja suburbana, desatendida por el peronismo, que se había especializado en planes sociales a cambio de apoyo político, mientras los laburantes eran testigos de corruptelas y complicidades a cielo abierto.
Hay una brecha entre la aprobación acuosa de las encuestas y la confianza de las élites, en especial el mercado
Pero tal vez el grupo que definió lo que vendría fueron los menores de 30 años. Tanto los estudios cuantitativos como los cualitativos venían detectando, desde hacía tiempo, que miles de ellos trabajaban o estudiaban con el objetivo de emigrar, proyecto que concretaron muchos y permanece en los sueños de los que no se pudieron ir. Estos jóvenes, hayan partido o no, se sienten expulsados de un país que les ofrece cada vez menos oportunidades. Los de sectores populares expresaron un sentimiento aún más dramático: el rechazo masivo a la democracia. Un sondeo realizado por Poliarquia en 2023 arrojó que a siete de cada diez no les importaba que gobernara una dictadura si ese régimen les resolvía sus problemas. Como sostuvimos, los jóvenes emprendieron una fuga masiva: los de clase media alta, del país; los de clase media baja, de la democracia. En ese tránsito, y al revés que otras veces, los adultos les preguntaron a ellos cómo debían votar.
Completa nuestra descripción el estamento de los tomadores de decisiones, que determinan el bienestar o el malestar de la sociedad. En primer lugar, el gobierno y luego los que integran la clase dominante, que el sociólogo Charles Wright Mills llamó “la élite del poder”. En una época en que el capital financiero impone férreas reglas de juego a las naciones subalternas, lo que los medios llaman “el mercado” constituye uno de los protagonistas principales del estrato superior. Los gobiernos de esos países están encorsetados por parámetros de desempeño que fijan su confiablidad y su crédito, medidos por estrictos índices cuantitativos, como el célebre “riesgo país”, una pesadilla ineludible de nuestros gobernantes. En esos indicadores se basan los inversores y prestamistas internacionales para ver dónde conviene acrecentar la rentabilidad. Como sabemos, la Argentina es un mal alumno en la era del capitalismo financiero: históricamente no cumple las metas y se ha vuelto uno de los menos confiables del aula. El chico que no estudia y, si te distraés, te roba la mochila.
Nuestra hipótesis es que una mayoría, que se hartó de la democracia sin oportunidades, sigue sosteniendo al Presidente y creyendo que vencerá para siempre a los culpables de su frustración. Pero ese soporte es meramente cuantitativo, se trata del porcentaje de conformidad, sin que se sepa cabalmente cuál es su profundidad y consistencia. Es apenas el resultado de una suma de opiniones organizadas a partir de una disyunción impuesta al respondente: aprueba o desaprueba. A eso se suma la percepción de que bajó la inflación y la condena a la oposición. No mucho más. El Gobierno, que es el de menor volumen político desde 1983, basa su poder en esta estadística, que exhibe a sus adversarios o a eventuales socios como si fuera una verdad grabada en piedra cuando, en realidad, está trazada en el agua. Las encuestas, precisamente, son una herramienta estratégica de la sociedad líquida, el best seller conceptual de Zygmunt Bauman.
Creemos que mientras los designios de la sociedad permanecen insondables, se abrió una brecha entre la aprobación acuosa que al Gobierno le proveen los sondeos de opinión y la confianza que le dispensan las élites, en especial el mercado. Para este, la ideología es secundaria; importa el rigor con que se cumplen las reglas fiscales, pero también las cambiarias. Para constatarlo basta recordar la tragedia del gobierno de Macri: cuando los brokers le bajaron el pulgar ya no hubo nada que hacer.
Los mercaderes financieros empiezan a impacientarse y a recelar de un deudor que dilapida en lugar de ahorrar para pagar las acreencias, apartándose de lo acordado e improvisando, al más puro estilo argentino. Quizá tengan razón. Pareciera que los que vinieron a refundar una nueva nación sobre sólidos cimientos han recaído en un falaz recurso de la antigua: las fisuras las arreglamos con alambre.
Por Eduardo Fidanza * Sociólogo. / Perfil