2001/2024: limites de la representación politica

Actualidad21 de diciembre de 2024
politica-partidos-fuerte-Movimiento-Democracia_PLYIMA20140318_0012_4

No será un dato riguroso, pero este texto tampoco intenta colmar el dictum walshiano de la precisión o la rigurosidad. Hay quienes rememoran las referencias al 19 y 20 de diciembre de 2001 como las fechas del Argentinazo, quizá para dotar a ese trágico calendario de una resonancia de sentidos que lo acerque a hitos de mucha potencia insurreccional como lo fueron el Cordobazo, el Rosariazo y el Tucumanazo.

Hay algo que inquieta, que perturba, más allá del recurso lingüístico y la recordación. Es la pregunta por esa potencia que supuso un límite al ciclo de endeudamiento, pobreza, hambre, represión y muerte que la dictadura cívico militar de 1976 inició a través del esta­blecimiento del Consenso de Washington –el Estado mínimo y asesino– y que el neo­liberalismo del menemismo y la Alianza continuaron como el signo trágico de la Argentina que culminó en la crisis del 2001. Quizá ese estallido haya expresado que la multitud en las calles se rebelaba ante la decisión del presidente que nunca se asomó al ventanal de la Casa Rosada, de dictar el Estado de Sitio. Hecho vital que contrasta con la realidad en sentido fuerte: Fernando de la Rúa es responsable de las 39 vidas sesgadas por esa decisión tomada como un último y cruel intento de sostener una gobernabilidad ya evaporada. La imagen final de palacio es la huida y el helicóptero; la de la calle, los gases lacrimógenos, la caba­llería de la policía federal embistiendo a la Madres, las Itakas y los disparos; la angustia, el dolor y la muerte. 39 vidas arrancadas por los verdugos del poder.

La pueblada de diciembre rompió los límites de la representación política, de la democracia representativa, pero, y tomando como referencia los eventos de insurrección popular que antes citábamos, los cuales tuvieron su clivaje en una alter­nativa política programática, en la rebelión de 2001 la diferencia sustancial pasó por la negación de lo político sin alternativa alguna, hecho que quedó plasmado en la consigna de esos días: “Que se vayan todos”. Un fraseo capaz de expresar intereses y deseos llevados a la acción, que al quedar en la encerrona de una dialéc­tica trunca condujo a la disolución de ese acontecimiento, como quedó revelado en la extinción de formas asamblearias de gobierno que se desarrollaron al menos por dos años. Es decir, el sentido fuerte de realidad de aquel 2001, o la realidad en ese sentido, se redujo a la noción de destruc­ción, a una primera y única negación de ese perverso sistema de relaciones económi­cas, sociales, culturales y subjetivas que el neoliberalismo impuso.

El proyecto alternativo al neolibera­lismo debía ser, precisamente, un proyecto político que implicara una nueva organi­zación de ese conjunto de relaciones y deseos del entramado social, hecho que no ocurrió porque en esa consigna, y en el propio desarrollo interno de los movi­mientos asamblearios, se condensó un profundo rechazo a los políticos como conjunto granítico –digamos, también, que ese visceral rechazo era comprensible–. La idea de Toni Negri sobrevolando ese deve­nir asambleario que depositó el protago­nismo ya no en la clase o el pueblo, sino en la “multitud”, aquella que expresaba el “Que se vayan todos”. Una utopía propia de los momentos de excepcionalidad como lo es una pueblada y que conlleva el peligro de, como pasó con las asambleas, romper todos los límites sin fijarse otros nuevos o posibles encarnados en proyectos concre­tos y de concreción real, factible.

El 2001, entonces, evidenció en la prác­tica política de la rebelión, una carencia para autoimponerse un límite que diera lugar a un nuevo proyecto de organización social. El resultado fue que ese límite fue impuesto desde el espacio político rechazado, con lo cual podemos suponer que el germen de este límite aparentemente externo, estaba contenido en el “Que se vayan todos”, en la utopía coja, en la negación sin proceso dialéctico. La fugacidad de esta reacción popular se vio plasmada en otra consigna, que fue una veloz ilusión de comunión ecuménica entre clases o capas sociales: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. La levedad efímera del ahorrista uniendo su suerte a las clases populares duró lo que puede durar el tiempo en que las capas medias estafadas por los bancos volvieron a posar su mirada en el espejo que siem­pre les devuelve, como efigie a desear, la imagen del amo. Nicolás Casullo me dijo en una entrevista que le realicé para La Tecl@ Eñe: “Con el uno a uno, la clase media se sintió la reina de la creación; alma cavallista revi­talizada por el uno a uno”.

79705b8c-0a16-43bd-b463-aaa4bb0f0320_16-9-aspect-ratio_default_0  25 de mayo de 2003. Néstor Kirchner recibe el bastón de mando de manos del presidente saliente Eduardo Duhalde. 
 
La respuesta a la sublevación vino desde las estructuras políticas rechazadas, luego de que en cinco días se sucedieran tres presidentes y dos representantes del Poder Ejecutivo. El nombre del límite: Eduardo Duhalde, el candidato que mordió el polvo en 1999, el senador de 2001 que asumió la presidencia interina. Devaluación, re direccionamiento de ingresos y Plan Jefes y Jefas; todo ello conviviendo con la dolorosa reali­dad del hambre recorriendo la geografía del país. Una tragedia nacional. Para muchos de nosotros, el fastidio por la hipocresía de tantos que de pronto descubrieron que existían en Argentina millones de pobres. Duhalde, el presidente que vio acelerada su salida por la matanza de Avellaneda. Terrible paradoja para el poder: desocupados orga­nizados con el objetivo de defender su derecho a existir y vivir. Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, sus nombres.

El emergente del “Que se vayan todos” y el presidente interino fue, de nuevo, un político muy poco conocido: Néstor Kirchner, quien irrumpió en la vida política nacional como una flecha anómala que hizo centro en el corazón de una Argentina desmembrada. Una aparición que el des­tino nos arrojó sin certezas, como suele hacer siempre el destino, en el momento exacto en el que el infierno nacional no era para nada encantador. A Néstor Kirchner el destino le ofreció como única herramienta el hacer de las convicciones una práctica. Un martillo de constructor. Alrededor de él, las contingencias de un país abrumado por una sucesión de fracasos y traiciones políticas. Afrontó el destino y comenzó a construir, con aciertos y errores, pero comenzó. Y no paró más, pensando que el futuro era el presente. Y como acción real y símbolo incontrastable del camino que recorrería queda la orden dada al jefe del Ejército, General Bendini, para que descol­gase los cuadros de los genocidas Videla y Bignone del Colegio Militar. Un camino contrario al consenso internacional en torno a las economías de corte neoliberal. Resumamos la senda elegida por Néstor Kirchner: Producción en lugar de especu­lación financiera; inclusión social frente a la exclusión que aconsejaban los reyes del mercado; generación de empleo en lugar de flexibilización laboral. Raros tiempos de incipiente esperanza. El kirchnerismo fue la alternativa política, la síntesis superadora al “Que se vayan todos”; la posibilidad de un futuro invitándonos a alcanzarlo.

 
El Kirchnerismo: Derrota y ¿esperanza?

Los años kirchneristas religaron la dirección territorial de la práctica política, ese paisaje que torna en memoria y praxis al ordenar el universo simbólico y sen­sorial para darle sentido a la experiencia colectiva de la sociedad. Esa es la pesada herencia que el kirchnerismo ha dejado. Compleja, torva, inconclusa. Herencia que interpela, molesta, incomoda. Derechos recuperados y ampliados. Lenguaje que reinició una conversación social talada. La lengua de la tensión y el conflicto como dinamizador de la conciencia colectiva. Paritarias y mesa de diálogo social para evitar el estallido en momentos en que la crisis económica arreciaba. La memoria de la furia y el desencanto expresados en el “Que se vayan todos”. Otra vez, el límite, esta vez interno y como proyecto político. Queda para la discusión sobre la derrota y el advenimiento de la derecha ganando elecciones, la idea de proyecto como el tiempo épico del “hasta aquí lo realizado, desde aquí vamos por todo lo que falta”.

Profundización de un rumbo que nunca debió darse por cerrado, como si se tratase de una totalidad o cer­teza alcanzadas que asegurarían futuros triunfos, y en ellos continuidades. Horacio González narró la década en su Derrota y Esperanza, un folletín argentino, el balance de la experiencia de los 12 años del kirch­nerismo en el gobierno que contiene, como lo escribió María Pía López, una revisión crítica de la experiencia kirchnerista junto a la tarea de dejar una suerte de programa político para el provenir al filo de la asun­ción del macrismo al poder.

3FY42GQXA5CHRKEG4AIPPR4ZB4 Foto: Luis ROBAYO/AFP.
 

Coda

Hay una pregunta más que hacerse: ¿Qué reverbera de aquel 2001 en el presente? Una aproximación como respuesta al interrogante es esa alarma encendida en torno al resquebra­jamiento entre lo común, la comunidad, y sus representantes políticos. Un clima de hastío frente a ciertos privilegios que ante la irrupción del acontecimiento pandémico tornaron irritantes. Nuevamente, clima de fastidio y bronca, también de desencanto y despolitización que parece ser capitalizado por la irrupción de las derechas fascistas antisistema que, sin embargo, y como paradoja espectral, han ingresado a la arena política; esto es novedoso, porque desde lo político, en su expresión más brutal, se elabora un plan de destrucción de nues­tro pacto civilizatorio y democrático, y romper todos los lazos que unen la práctica política con el bienestar común.

El correlato social, hasta hoy, parece indicar que no hay rebelión popular, ni estallido, ni cacerolazo sino una preocupante pen­diente anti humanista donde el “otro” diferente no es un adversario político sino un enemigo a destruir. La anomia social es síntoma de una democracia que viene fallando a la hora de hacer realidad la promesa alfonsinista del “Con la democracia no sólo se vota, sino también se come, se cura y se educa”. “El hombre es un lobo para el hombre”, dijo Hobbes en el siglo XVII, y la lucha que estas derechas fas­cistas emprenden contra el prójimo/otro, parece darle la razón en el siglo XXI.

Allí el desafío actual: religar las comunidades, los pueblos, con prácticas políticas capaces de gestar un nuevo humanismo crítico que enfrente los múltiples rostros del terror capitalista; como diría Horacio González, un humanismo crítico no como solución progresista o desarrollista de izquierda, sino como una nueva forma de unidad para combatir esos rostros que producen las alianzas financieras, comunicacionales, jurídicas y estado-represivas, un anticapitalismo que no actúe ni a ciegas ni se llame a sí mismo “serio”.

“Volver”, “vamos a volver”, “volver mejores”, consignas que deben ser pensadas no como voluntarismos definitivos sino como interrogantes e ideas aún no formuladas y que expresen esa alternativa política, ese programa imaginado desde el bien común y desde el buen vivir, que se adelante a las formas de la destrucción que las derechas antidemocráticas fraguan al calor del odio para arrojarnos al abismo de un “Que se vayan todos” para que hagan ellos su entrada triunfal y total. 

 

Por Conrado Yasenza * Periodista. Docente en UNDAV / La Tecl@ Eñe

Te puede interesar