Resonancias

Actualidad 27 de abril de 2024
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En un cuento que leí hace muchos años, un pueblo ingiere, a través del agua, algún tipo de sustancia que provoca la pérdida progresiva del lenguaje: a ver, o sea, digamos. El diálogo final del relato se deteriora hasta volverse incomprensible: las palabras se transforman en letras amontonadas, sin significado, que se leen como ruido. Así, el pueblo, como microcosmos del mundo, se desvanece en la oscuridad. Sin palabras no vemos cómo sigue esa historia y solo podemos imaginar lo que ocurre cuando se derrumba la civilización.

Todo lo que sucede está mediado por el lenguaje. La literatura, en un sentido amplio, tal vez tenga como tarea (como misión) articular el lenguaje para imaginar posibles realidades, alternativas. En esta definición acotada, la literatura es un laboratorio: qué pasaría si… (what if…). Casi se podría asumir que leer es una praxis preventiva (asumamos que la buena ficción también tiene ese rol: nos muestra que hay mundos por los cuales es mejor no transitar, que es mejor hacer lo posible para evitarlos, incluso cuando esos mundos tienen su origen en algo que sí sucede aquí y ahora). Un hecho se desarrolla y es comprensible, como la ficción, por medio de las palabras. Así, las palabras iluminan los “posibles”. Mejor prevenir que curar, mejor leer que padecer.

Un texto resuena en y con la realidad del lector. El cuento que mencionamos al principio nos dice: cuidado con lo que ingerís, podés perder el lenguaje, sin lenguaje hay un abismo, sin lenguaje no hay civilización, mirá lo que pasa con este relato, las palabras dejan de ser. Se pierden y ya no queda nada. Adiós. El horror, el horror: a ver, o sea, digamos.

Las palabras se pueden destruir para reducir el lenguaje y moldear el pensamiento único, como en la neolengua de 1984 de George Orwell, o pueden sufrir una modificación para alterar su sentido y banalizar su carga histórica. Estas opciones no son excluyentes: se pueden destruir algunas palabras y cambiar el sentido de otras. El camino al pensamiento único no es ningún misterio.

LTI son las siglas de Lingua Tertii Imperii, lengua del Tercer Reich. Este es el título del inquietante libro del filólogo Victor Klemperer. En la Dresde de los años treinta del siglo XX, Klemperer era un estudioso de la filosofía francesa del siglo XVIII y ejercía, además, la docencia universitaria hasta que el nazismo llegó al poder y comenzó la persecución contra el pueblo judío. Desplazado, Klemperer se ocupó entonces de escuchar, registrar y pensar lo que pasaba con la lengua alemana (su lengua) mientras se desplegaba el régimen de Hitler y sus secuaces. Todo lo que pasa está mediado por el lenguaje, y el Tercer Reich no fue una excepción. De hecho, lo que Klemperer narra es que el nazismo pudo introducirse en la carne y en la sangre de las masas no a través de una propaganda adoctrinadora, ni a través de los discursos de Hitler y Goebbels, sino a través de palabras aisladas, de expresiones y formas sintácticas que se impusieron por medio de millones de repeticiones que luego fueron adoptadas de forma mecánica e inconsciente. Las palabras entraron al cuerpo social como veneno. Según Kemplerer, las palabras en la LTI son como dosis ínfimas de arsénico que se tragan y que parecen no tener efecto hasta que, luego de un tiempo, es demasiado tarde y producen su efecto tóxico: modifican la relación simbólica entre los seres humanos, y de los seres humanos con el mundo.

En unas páginas dedicadas al registro de las primeras palabras que Klemperer identificó como específicamente nazis, el autor relata la historia de un muchacho muy joven al que llama T. Lo describe como un niño prodigio de origen humilde que logró hacerse desde abajo, a pesar de los obstáculos y condiciones adversas. Klemperer trabó amistad con el joven, y con el paso del tiempo el muchacho se convirtió, para Klemperer y su esposa, en una especie de hijo adoptivo. Pero la relación terminó por diferencias políticas cuando llegó el nacionalsocialismo. T. simpatizaba con los nazis y cuando Klemperer cuestionaba esa postura, T. le respondía convencido: “No quieren nada distinto que los socialistas, también son un partido obrero.” Klemperer insistía: “Pero, ¿no ves que quieren la guerra?”, y T. respondía: “A lo sumo una guerra de liberación en beneficio de toda la comunidad del pueblo y, por lo tanto, también de los trabajadores y de la gente humilde…” La escena continúa con Klemperer intentando que T. pueda entrar en razón desde el lado afectivo: “Has vivido durante años en mi casa, —le dice Klemperer a T.— ya sabés cómo pienso y a menudo decías haber aprendido mucho de nosotros y coincidir con nosotros en tus valoraciones morales…, ¿cómo podés entonces apoyar a un partido que me niega la condición de alemán y la humanidad por causa de mi origen?”. La respuesta de T. resuena de modo escalofriante en la actualidad argentina: “Te lo tomás demasiado en serio, babba —el uso del sajón babba, dice Klemperer, intenta bajar el tono de la discusión— Todo el lío con los judíos sólo sirve de propaganda. Ya vas a ver, cuando Hitler llegue al poder, tendrá otras cosas que hacer que insultar a los judíos…”.

La intención aquí no es afirmar que el gobierno votado en noviembre de 2023 es igual al nazismo. Lo que se busca es llamar la atención sobre el razonamiento de T. Hay una forma imposible de ignorar, algo que resuena como un eco siniestro en nuestro presente: ¿cuántas veces escuchamos esta extraña respuesta cuando advertimos a nuestrxs conciudadanxs sobre el peligro de votar a un sujeto que nos amenaza con una motosierra? ¿Cuántas veces escuchamos “lo voto porque sé que no va a hacer lo que dice”? ¿Acaso no es al revés, no se vota a un candidato a la presidencia por lo que dice que va a hacer? ¿Cómo es posible esta extraña respuesta? ¿A qué lógica responde? ¿Qué les pasó a nuestras palabras?

La primera palabra específicamente nazi detectada por Klemperer fue Strafexpedition, que significa “expedición de castigo”. No se trataba de una palabra nueva creada por los nazis. Era una palabra existente sobre la que se operó un cambio de sentido, que modificó la forma de pensar de los seres hablantes de la época que le tocó atravesar a Klemperer. T. había participado de una Strafexpedition contra unos “comunistas insolentes”. La expedición de castigo consistía en “hacerlos pasar por un túnel de porras y darles un poco de aceite de ricino, nada sangriento, pero, eso sí, muy efectivo.” Fue la primera palabra específicamente nazi que escuchó Klemperer y la última que T. le dijo por teléfono. Luego Klemperer cortó la llamada y, con ese gesto, su vínculo con T. La palabra Strafexpedition transformaba el abuso y la agresión en la actividad lúdica de un grupo de amigos: nada sangriento, una expedición de castigo. Quien controla las palabras —dice Gramsci— controla la realidad. 

¿Cuál fue la primera palabra específicamente anarcocapitalista que escuchamos? ¿Fue la palabra “libertad” como rienda suelta del resentimiento o de la razón del más fuerte? ¿O fue antes, cuando se asimiló la noción de “derechos humanos” al curro? ¿Fue la palabra “¿Estado” como un pedófilo en un jardín de infantes, o como una organización criminal? ¿Fue la vieja palabra “política” entendida ahora como una disciplina dedicada al hurto? ¿Fue la palabra “zurdo” con su historia banalizada para ser convertida en una palabra viral que aparenta no marcar un enemigo? ¿Fueron todas juntas? Las palabras-arsénico siguen actuando sobre el cuerpo social y han descompuesto lo que hasta hace poco, con sus más y sus menos, funcionaba como una lengua democrática. Necesitamos un antídoto para el lenguaje de la Argentina 2024. Debemos recuperar nuestras palabras si queremos recuperar una vida democrática. Las palabras que se alteraron (política, Estado, derechos, libertad, etc.) son las que hacen legibles y decibles los fundamentos civilizatorios que la Lengua Argentina 2024 busca socavar. Como en la LTI, se destruye el lenguaje de lo humano y se lo reemplaza por una articulación des-humanizada, in-humana, que pone en riesgo nuestra existencia. Es urgente un orden democrático de palabras que represente un orden democrático de las cosas. Ahora, antes de que las palabras solo sean un montón de letras amontonadas.

Por David Sibio* Docente de filosofía en Universidad Nacional de General Sarmiento. / La Tecl@ Eñe

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