“Dios no existe, pero nos dio esta tierra”

Actualidad - Internacional 06 de abril de 2024
antise

La coalición de ultranacionalistas laicos y religiosos en el poder en Israel no tiene precedentes, pero el imaginario mesiánico empezó a prosperar en el país bastante antes de 2022. Desde los inicios del sionismo, hubo un discurso que se basó en lo religioso para conferir una legitimidad adicional al proyecto. Esta retórica invoca términos como “Tierra Prometida” y esperanzas judías bimilenarias de reunión de los exiliados a pesar del ateísmo de la mayoría de los sionistas pioneros. A pesar de su desdén por los judíos religiosos –“retrógrados”, “pasivos”– a los que desean sustituir por judíos racionales, voluntariosos y trabajadores, aptos para reconstruir la nación judía en la Tierra de Israel. Liberales o ultraortodoxos, los religiosos ven la emergencia del proyecto sionista como una traición a la tradición. Denuncian una instrumentalización del judaísmo al servicio de una religión nacional.

El académico Amnon Raz-Krakotzkin evoca a propósito de este punto un mesianismo laico: “porque están en el núcleo del mito sionista laico”, cree, el mesianismo y el nacionalismo hoy se refuerzan mutuamente en Israel. “Los colonos no inventaron nada. Su posición no difiere de la de los sionistas laicos, simplemente llevan al extremo sus consecuencias lógicas” (1). Para este historiador del judaísmo, y para otros junto con él, el sionismo se presenta como un desvío de los conceptos fundamentales del judaísmo, entre ellos los de exilio y redención. Porque “la esencia del judaísmo es la idea de que la existencia es un exilio”. El del pueblo de Israel tras la destrucción del Segundo Templo, que la tradición presenta como la consecuencia de un alejamiento de los preceptos divinos: “A causa de su iniquidad […] la casa de Israel fue desterrada” (Libro de Ezequiel, 39:23). Pero en esta relegación, los judíos deben observar los mandamientos de la Torá y, mediante sus buenas acciones, reparar el mundo. Por lo tanto, la lejanía tiene también una dimensión espiritual –otro historiador, Yakov Rabkin, la describe como un “estado del mundo en el que la presencia divina está escondida”– y una significación universal para la humanidad en su conjunto. “El exilio se refiere a una ausencia fundamental –resume Raz-Krakotzkin–, designa la imperfección del mundo y sostiene la esperanza de su cambio”. 

El sionismo reduce el exilio a su dimensión material, a una injusticia perpetrada por otras naciones a la que hay que remediar mediante la creación de un hogar en Palestina. Semejante relectura implica, por una parte, establecer un vínculo entre la historia judía relatada en la Torá y la proclamación del nacimiento del Estado de Israel en 1948, y por la otra, hacer abstracción de los diferentes contextos en los que vivió la diáspora judía durante casi dos mil años, para privilegiar un mito nacional (2). Elaborada por la escuela de Jerusalén –alrededor de las figuras de Ben-Zion Dinur y Yitzhak Baer–, esta concepción sionista de la historia judía es la que prevalece en las escuelas laicas de Israel. Nadav, un franco-israelí de 32 años, lo cuenta de este modo: “En realidad no eran clases de religión, y tampoco de historia. Pero leíamos los textos de la Torá y establecíamos la conexión con la historia nacional”. La Torá, pero no el Talmud, rechazado como libro del exilio, pero también como libro de interpretación. El sionismo se atiene a una lectura literal e instrumental de los textos religiosos, por ejemplo el Libro de Josué, marginal en la tradición pero consagrado a la conquista de Canaán. Reconstruida de este modo, la historia nacional eclipsa la de los palestinos. Como constata Raz-Krakotzkin: “Para un estudiante israelí, el país definido como su patria no tiene historia entre la antigüedad bíblica y la colonización sionista. En los programas de estudio, el pasado musulmán de Palestina se oculta”.

Una paradoja parece resumir todo el mesianismo laico: “Dios no existe, pero nos dio esta tierra”. En la tradición, la Tierra Prometida –Sion– representa la redención más que un lugar, un horizonte de paz y justicia que acompañará la llegada del Mesías. “El año que viene en Jerusalén”, canta un ideal espiritual al que se puede aspirar desde cualquier lugar. Algunos judíos israelíes siguen rezando esta oración tradicional desde el momento en que se siguen considerando en el exilio. Es cierto que el mesianismo prevé la reunión de los exiliados en Israel. Pero de ahí a inferir la creación de un Estado-nación en Palestina es distorsionar la tradición y el sentido que asigna a la expresión Tierra Prometida. Además, sólo porque Dios puede reunir a los exiliados es que muchos judíos religiosos se niegan a vivir allí. El Talmud prohíbe apurar la redención y condena el uso de la fuerza para entrar en Israel en masa o de forma organizada.

Los sionistas pretenden deshacerse así de los mandamientos rabínicos y de las creencias que consideran anticuadas, pero también transformar la judeidad en una pertenencia nacional. Con esa finalidad, su literatura recupera los estereotipos antisemitas a propósito de los religiosos ligados al exilio –sin historia, pasivos, débiles– y promueve al “judío musculoso”(3) que toma las riendas de su destino en sus manos. El pionero ucraniano Yeoshua Hana Rawnitzki (1859-1944) escribió: “Debajo de los judíos pequeños y débiles, arrugados y marchitos, judíos nacidos en el gueto, sin imagen corporal, brotarán hombres altos y llenos de fuerza, florecientes y llenos de vida” (4).

Judíos de bien

Para favorecer la inmigración a Israel, hay que recurrir al discurso mesiánico y a la vez laicizar a los recién llegados. Así, a fines de la década de 1940, los inmigrantes de Yemen son sometidos a una campaña de reeducación. Se los instala en campos donde tienen que recolectar naranjas el día del shabbat y cortarse las filacterias. Como afirmará Maurice Samuel (1895-1972), militante sionista anglo-estadounidense: “Necesitábamos el máximo de judíos que pudiéramos conseguir, a granel, de todas partes y de cualquier lugar, en buena forma o no, convencidos o simplemente engatusados porque teníamos que llenar sin demora los lugares vaciados por los miles de árabes que habían abandonado sus casas”(5).

El historiador Raz-Krakotzkin también muestra que la idea mesiánica del retorno a Sion tiende a primar sobre la idea de refugio. “El retorno (aliyah) sustituye a la conversión”. El buen judío pasa a ser el que emigra a Israel o el que, desde la diáspora, apoya la política israelí, y ya no el que observa la Torá. Yakov Rabkin describe esta nueva religión como “israelismo”, que se impone como el último refugio del judío laico, ahora desvinculado de la tradición religiosa. La redefinición de la judeidad como identidad nacional pasa también por la reescritura de las oraciones. Los colonos de inicios del siglo XX acomodan la Hagadá de Pessah (relato de la Pascua), uno de los textos rituales más importantes, para eliminar en ella a Dios y presentar la salida de Egipto como una lucha por la liberación nacional. Izkor –“Recuerda” –, una petición a Dios para que preserve la memoria de los difuntos, se convierte en un discurso dirigido al pueblo judío, exhortado ahora a recordar a los héroes “que dieron su vida por la dignidad de Israel y la Tierra de Israel”. En la oración de Janucá, “¿Quién contará el heroísmo de Dios?” es reemplazado por “¿Quién contará el heroísmo de Israel?”.  

Las fiestas nacionales también recuperan textos bíblicos para desviar su significado, como el Día de la Independencia, que insiste en la ausencia de intervención divina y la necesidad de garantizar la propia redención. La misma concatenación de las conmemoraciones en la primavera muestra el entrelazamiento de fiestas religiosas y nacionales operado por el sionismo: la Pascua judía, el Día de la Memoria del Holocausto, la conmemoración de los soldados que murieron por Israel y la fiesta de la Independencia. El conjunto se integra en una narrativa que hace de la Shoah el clímax del exilio y equipara la Independencia –la creación del Estado de Israel– con el éxodo de Egipto.

Lo mismo cabe decir de la transformación del hebreo, lengua sagrada, en lengua nacional. El historiador y filósofo Gershom Scholem temía que esta elección llevara a pensar toda la realidad en términos sagrados y a cargar la realidad política de connotaciones apocalípticas: “Piensan que transformaron el hebreo en una lengua laica, que le extrajeron su aguijón apocalíptico. Pero no es cierto”(6).

De hecho, la connotación religiosa de muchas expresiones en hebreo alienta una lectura mesiánica de la actualidad política israelí. Por ejemplo, el Fondo Nacional Judío (Keren Kayemeth Lelsraël, KKL), organismo financiero encargado de comprar y administrar las tierras asignadas a los judíos fundado en 1901, tiene como nombre una fórmula que hace referencia a la acumulación de méritos y buenas acciones. La “reunión de los exiliados” designa, en este nuevo contexto, a la “inmigración”. Al término “bitahen”, que significa “confianza en Dios”, se le atribuye el sentido de “seguridad militar”.

1. Amnon Raz-Krakotzkin, Exil et souveraineté, La Fabrique, París, 2007. 

2. Shlomo Sand, “Comment fut inventé le peuple juif”, Le Monde diplomatique, agosto de 2008.

3. Max Nordau (1849-1923), escritor judío alemán, mano derecha de Theodor Herzl, citado por Amnon Raz-Krakotzkin, Exil et souveraineté, op. cit.

4. Citado por Amnon Raz-Krakotzkin, Exil et souveraineté, op. cit.

5. Maurice Samuel, Level Sunlight, 1953, citado por Yakov Rabkin, Au nom de la Torah, op. cit.

6. Citado por Amnon Raz-Krakotzkin, Exil et souveraineté, op. cit.

Por Anne Waelles * Profesora de filosofía. / Le Monde Diplomatique

Te puede interesar