Ser Humano vs Cajero Automático

Actualidad 13 de octubre de 2023
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Una actividad que califica al nivel de deporte extremo, de montaña rusa sin cinturón de seguridad, de aladeltismo sin aladelta es el momento de enfrentarnos al… Cajero Automático. 

Para ponerse nervioso en el cajero no hace falta ni ola de robos, ni noche de luna llena ni que te venga siguiendo un tipo chumbo en mano. No. Uno, en principio, no desconfía del prójimo: desconfía del aparato. 

Primer escollo: Pasar la tarjeta para abrir la puerta. En la ranura hay un incomprensible dibujo que indica cómo introducir la tarjeta, un dibujo diseñado por un egipcio de la antigüedad que desconocía no solo la perspectiva, sino el arte del dibujo. No importa lo que hagas, es como un pendrive usb: siempre lo pondrás al revés. Mientras tanto tenés que relojear el ambiente no sea cosa que alguien te esté marcando para esperarte a la salida. 

Por el bien de la longitud de este relato, supongamos que no hay nadie adentro, incluso si en el cubículo no hubiera lugar donde esconderse. 
Si es tu sucursal habitual, no hay problema. Si no es tu sucursal habitual… Ahh.. se complica como discurso de político con papa en la boca. 

Hay que elegir entre tres cajeros: el exclusivo para clientes de ese banco, el de tu cadena de cajeros y uno que no se sabe para qué está, y en el que jamás se vio a nadie operar por obvias razones: no se sabe para qué está. 

Y llega el momento de enfrentarse a la bestia. Hay que introducir la tarjeta. ¡Cuidado! Este no es igual al que usás siempre. ¡Es distinto! 
Vos, con mano temblorosa, introducís la tarjeta pensando: “a ver si la meto mal y me la retiene”.

Luego introducís la clave y, aunque no haya nadie alrededor, hacés un muro con tu cuerpo para que nadie te vea teclear la fecha de tu cumpleaños. 
Y vas apretando los botones como quien pisa arena caliente: despacito y con cuidado. Sabés que si te equivocás, te la morfa. La duda te carcome: “¿es ésta la clave o la cambié? ¡Maldita política de cambiar la clave cada 3 meses!” 

Y el momento de pánico total: las tres letras. Acá te jugás la vida. Porque no hay forma de recordar las tres letras. Es más fácil ganar el Quini un domingo que no hay sorteo. Pero una mano divina te guía… y lo lográs. 

Ahora la pantalla dice: “estamos procesando su operación”. Escuchás ruidos mecánicos provenientes del interior de la máquina y un pánico te carcome: “a ver si me entrega billetes truchos”, “¿y para qué vine a esta sucursal?”, “mirá si me da de menos, ¿a quién le voy a protestar?”, “si me llega a dar de menos le cierro la cuenta al banco y lo denuncio en Twitter”… 

Hasta que… trac-trac-trac: salen los billetes y los manoteás como si fuera el último sanguche de mortadela en un refugio antiaéreo durante una hecatombe nuclear. Ahora tenés que contar la guita sin hacer espamento, y por si alguno te está mirando, hacés contorsiones para parecer que NO sacaste plata: Ponés el cuerpo duro, la cabeza mirando de reojito para abajo, como si sólo estuvieses consultando el saldo y contás con los dedos acalambrados los billetes. “Ufff, me dio bien. Bueno, ahora hago como que pica justo en la zona del bolsillo… ¡listo!” Ya la guardaste. 

Pero el drama continúa: la pantallita azul te reclama que cierres la transacción. Vos sabés que si te vas y no cerrás la transacción le dejás tu guita servida al de atrás. Sacás la tarjeta, respirás, pero… todavía te falta salir del cajero.

Y ponés cara de “no tengo un mango”, que es una cara mitad asustado, mitad de dolobu, y cien por ciento de “acabo de sacar plata del cajero”. Hasta yo me doy cuenta, sin verte. 

Y ahora me van a disculpar, los tengo que dejar. No quiero que nadie se de cuenta de que llevo 500 pesos en el bolsillo… shhh 

Por Adrian Stoppelman * Telam

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