El voto y las cosas del creer

Actualidad 06 de febrero de 2023
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A medida que corren los días y con un panorama electoral muy enmarañado, las conjeturas acerca de cómo podrían votar los evangélicos en las cruciales elecciones que tendrán lugar en nuestro país este año asumen cada vez mayor importancia.
La más reciente investigación sobre el tema de las identidades religiosas en la Argentina –realizada en el marco del CONICET y dirigida por el profesor Fortunato Mallimaci– comprobó el significativo crecimiento de la feligresía evangélica, que pasó de aglutinar al 9% de la población en 2008 al 15,03% en 2019. Los católicos, en cambio, descendieron del 76,5% al 62,9% y las personas que se declaraban sin religión pasaron del 11,3% al 18,9% en esos mismos años.

Cifras significativas, pero lo son aún más si se las desagrega según categorías sociales. Por ejemplo, en el segmento etario de entre 18 y 29 años la proporción de evangélicos se empina hasta el 19,8 %. O sea, 1 de cada 5 habitantes jóvenes de este país adhieren a ese credo. Pero en los barrios más carenciados del Conurbano bonaerense los evangélicos ascienden al 26,2% de la población con estudios primarios incompletos o sin estudios, según datos que surgen de la Segunda Encuesta Nacional sobre Creencias y Actitudes Religiosas en Argentina, realizada por un grupo de investigación del CONICET.

El caso de Brasil

La Argentina está lejos de ser original; su caso se inscribe en una tendencia que adquirió una enorme importancia en algunos países latinoamericanos. En Sudamérica, Brasil es el caso más notable: la victoria electoral de Bolsonaro en 2018 fue decisivamente posibilitada por el apoyo y la permanente militancia de los pastores y la feligresía neopentecostal que recluta a poco más del 30% de la población total de ese país y que en el Congreso de Brasil representan una de las más numerosas bancadas de diputados. En Honduras, Guatemala y El Salvador los evangélicos ya son más que los católicos.
Se trata, como vemos, de un cambio mayúsculo en un continente que hasta hace poco más de medio siglo era abrumadoramente católico. ¿Qué fue lo que ocurrió? La explicación es muy compleja, pero hay un par de elementos que son determinantes.

El primero es el alejamiento de la Iglesia Católica y su muy conservadora jerarquía de los problemas que a diario atribulan a las grandes masas de la población, que no halla en sus sacerdotes una ayuda efectiva para transitar por el «valle de lágrimas» del capitalismo dependiente. Hubo, y hay, muchos curas que se rebelaron contra la indiferencia de sus obispos y que se fueron a compartir las penurias de los pobres. Sobre todo a causa de los influjos de la Teología de la Liberación y de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín, 1968) en donde se adopta la tesis de la «opción preferencial por los pobres».

Pero bajo los archiconservadores pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI aquella renovación teológica y los curas villeros fueron combatidos con saña, lo cual dejó a un vasto sector de las clases populares en una situación de completa indefensión, en momentos en que la degradación de su vida cotidiana se aceleraba producto del narcotráfico, la delincuencia y la descomposición de la vida social generadas por el «darwinismo social de mercado».

Un segundo e insólito factor fue el abrupto cambio de las políticas de la Casa Blanca durante la administración Nixon. Este había hecho una gira por Latinoamérica en 1967 y fue agredido y abucheado en casi todas las ciudades que visitó. Una vez llegado a presidente le encargó a su amigo y patrocinador, el magnate petrolero Nelson Rockefeller, indagar las raíces y alcances de tan furioso brote de antinorteamericanismo.
El Informe Rockefeller, publicado en 1969, concluía que la Iglesia Católica había defeccionado en su defensa del capitalismo y dejado de ser «un aliado seguro para los Estados Unidos y la garantía de la estabilidad social en el continente». El documento aconsejaba contrarrestar la influencia de la Iglesia y de la «marxistizante» (¡sic!) Teología de la Liberación promoviendo la implantación de otras iglesias o sectas protestantes más afines con el capitalismo y los intereses de Estados Unidos. Y eso fue exactamente lo que se hizo: patrocinar, casi siempre vía inofensivas ONG, la instalación de nuevas comunidades evangélicas, primero en Centroamérica y luego en los demás países.

El desafío que plantea la expansión de una feligresía evangélica es enorme, porque a su férrea militancia barrial, de base, le une la adhesión a una agenda social hiperconservadora, frontalmente antagónica a la de las fuerzas progresistas en la región. No solo en cuestiones estigmatizadas bajo la fórmula de «ideología de género» como el aborto, la educación sexual, el matrimonio igualitario, el complejo universo LGBTIQ+, sino también por una sensibilidad que la torna muy refractaria a la interpelación de los partidos tradicionales.

Este talante sitúa al evangelismo en las puertas de la «antipolítica» y lo deja muy expuesto a los exabruptos de los demagogos de la derecha. Pastores y feligreses suelen convertirse en líderes de la comunidad por su intenso trabajo social.

Mística

Ante la desintegración social de las barriadas populares son ellos (sin desmerecer la obra de los curas villeros) los que más eficazmente juntan las piezas de ese espejo astillado y asisten a sus integrantes con comederos, hogares de tránsito, pequeños empleos, recuperación de adictos y cuidado de las familias de madres abandonadas o con sus mayores en la cárcel. Combinan esa acción social con una mística infrecuente en nuestro tiempo y reconstruyen una comunidad que la ferocidad del capitalismo había destruido.
Visitan y organizan a los presos, se ocupan de los niños semiabandonados, combaten sus adicciones y los protegen del «gatillo fácil» y la represión policial, víctimas todas de un Estado ausente o ineficaz con sus políticas sociales. En suma, le otorgan sentido –profundamente conservador, es cierto– a una vida que antes no la tenía.

De allí también su actitud de vigilancia permanente para neutralizar la llegada de personas o grupos que podrían ser portadores de actitudes o valores contradictorios a los que el evangelismo propone. Se conocen casos en el Conurbano bonaerense en los cuales visitas médicas organizadas para controlar temas de salud pública fueron pegajosamente acompañadas por pastores y feligreses cuidando de que en ese contacto con la comunidad no se deslizaran propuestas relativas a la educación sexual, aborto y temas afines.

No es un dato menor que los evangélicos son en Brasil el segmento más profundamente comprometido con el bolsonarismo y su cerrada defensa de la familia tradicional. Esto le ha dotado a la derecha reaccionaria de una formidable base de masas que la convierte en un factor decisivo en cualquier compulsa electoral. La imagen de algunos fanáticos asaltando al palacio del Planalto avanzando de rodillas, sus brazos elevados al cielo y entonando himnos religiosos es una espeluznante advertencia de los extremos a que puede llegar una cosmovisión que se concibe a sí misma portadora del mensaje divino y del bien y a sus adversarios como la encarnación misma del mal.

Ocurrió en Brasil hace unos días. Para las comunidades evangélicas ese interminable combate entre el bien y el mal también se libra día a día en la Argentina. Las fuerzas progresistas deberán enfrentar un arduo desafío para evitar que aquellas se inclinen masivamente a favor de los representantes de la derecha y que en una elección muy ajustada terminen siendo el factor que permita el triunfal retorno de la derecha al Gobierno.

Por Atilio Botón * Accion

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