Para radicalizar la democracia

Actualidad 13 de enero de 2023
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A continuación, un capítulo de Por un populismo de izquierda, de Chantal Mouffe
 

¿Qué significa radicalizar la democracia? Esto es algo que debo esclarecer, ya que existen diversas concepciones de democracia radical y han surgido serios malentendidos respecto de la “democracia radical y plural” que defendimos en Hegemonía y estrategia socialista. Algunas personas interpretaron que exigíamos una ruptura total con la democracia liberal y fomentábamos la creación de un régimen completamente nuevo. En realidad, lo que propugnábamos era una “radicalización” de los principios ético políticos del régimen democrático liberal: “ Libertad e igualdad para todos”.

Un aspecto importante de este proyecto fue cuestionar la creencia de ciertos sectores de la izquierda de que para avanzar hacia una sociedad más justa era necesario abandonar las instituciones democráticas liberales y construir una nueva politeia: una nueva comunidad política desde cero. Lo que postulábamos era que en las sociedades democráticas es posible realizar importantes progresos a través de un involucramiento crítico con las instituciones existentes.

El problema de las sociedades democráticas modernas, según nuestra visión, era que no ponían en práctica sus principios constitutivos de “libertad e igualdad para todos”. El cometido de la izquierda no era descartarlos, sino luchar por su implementación efectiva. Así, la “democracia radical y plural” que defendimos entonces puede concebirse como una radicalización de las instituciones democráticas existentes, de manera que los principios de libertad e igualdad se vuelvan efectivos en un creciente número de relaciones sociales. Esto no requería una ruptura radical de tipo revolucionario, que implicara una refundación total. Podía lograrse de un modo hegemónico, mediante una crítica inmanente que movilizara los recursos simbólicos de la tradición democrática.

A mi entender, una estrategia populista de izquierda puede recurrir también hoy a la crítica inmanente para cuestionar la posdemocracia y restaurar la importancia central de los valores democráticos de igualdad y soberanía popular. Este tipo de intervención es posible ya que, a pesar de haber sido relegados por el neoliberalismo, los valores democráticos aún desempeñan un rol significativo en el imaginario político de nuestras sociedades. Y además se puede reactivar su sentido crítico para subvertir el orden hegemónico y crear otro diferente. Esto se ve corroborado por el hecho de que diversas resistencias contra la condición posdemocrática se expresan en nombre de la igualdad y la soberanía popular.

Aunque es indudable que la actual regresión social y política ha sido propiciada por las políticas neoliberales, resulta llamativo que la mayoría de las protestas no adopte la forma de un rechazo directo al capitalismo o al neoliberalismo, sino la de una denuncia contra las élites del establishment, a las que se percibe como responsables de haber impuesto, sin consulta popular, políticas que privilegian sus propios intereses.

Por lo tanto, es mediante el lenguaje de la democracia como muchos ciudadanos pueden articular sus protestas. Es significativo, sin duda, que los principales blancos de crítica del “movimiento de las plazas” hayan sido las limitaciones del sistema político y de las instituciones democráticas, y que no hayan reivindicado el “socialismo” sino una “democracia real”. Recordemos el lema de los Indignados en España: “Tenemos voto, pero no tenemos voz”.

El paso decisivo es, en mi opinión, inscribir la estrategia populista de izquierda en la tradición democrática, ya que esto permite establecer una conexión con aquellos valores políticos que son centrales para las aspiraciones populares. El hecho de que tantas resistencias contra diversas formas de opresión se expresen como demandas democráticas nos muestra el papel crucial que desempeña el significante “democracia” en el imaginario político. Es cierto que a menudo se ha hecho un uso abusivo de este significante, pero no por ello ha perdido su potencial radical. Cuando se lo utiliza de manera crítica, y se enfatiza su dimensión igualitaria, constituye un arma poderosa en la lucha hegemónica por crear un nuevo sentido común. De hecho, Gramsci sugirió este camino cuando afirmó que “no se trata de introducir ex novo una ciencia de la vida individual de ‘todos’, sino de innovar y tornar ‘crítica’ una actividad ya existente”.

Para entender el papel que desempeña el discurso democrático en la constitución de la subjetividad política, es necesario comprender que las identidades políticas no son una expresión directa de posiciones objetivas en el orden social. Esto demuestra la importancia de un enfoque antiesencialista en el campo de la política. Como afirmamos en Hegemonía y estrategia socialista, no hay nada natural ni inevitable en las luchas contra las relaciones de poder, ni en la forma que adoptarán.

Gracias al discurso democrático, que aporta el léxico político principal en las sociedades occidentales, se pueden cuestionar las relaciones de subordinación.

La lucha contra las formas de subordinación no puede ser el resultado directo de la propia situación de subordinación. Para que las relaciones de subordinación se transformen en espacios de antagonismo, se requiere la presencia de un “exterior” discursivo desde el cual interrumpir el discurso de subordinación. Esto es, precisamente, lo que el discurso democrático ha hecho posible. Gracias al discurso democrático, que aporta el léxico político principal en las sociedades occidentales, se pueden cuestionar las relaciones de subordinación.

¿Cuándo fue que los principios de libertad e igualdad se convirtieron en la matriz de un imaginario democrático? La mutación decisiva en el imaginario político de las sociedades occidentales ocurrió en tiempos de lo que Tocqueville denominó la “revolución democrática”. Como ha señalado Claude Lefort, su momento decisivo fue la Revolución francesa con su novedosa afirmación del poder absoluto del pueblo. Esto inició un nuevo modo simbólico de instituciones sociales que rompió con la matriz político teológica y, con la Declaración de los Derechos del Hombre, proporcionó un vocabulario para cuestionar las diferentes formas de de sigualdad como ilegítimas. Tocqueville percibió el carácter subversivo de aquello que denominó la “pasión por la igualdad” cuando escribió: “Sería incomprensible que la igualdad no acabase por penetrar en el mundo político al igual que en lo demás. No se puede concebir que haya hombres eternamente desiguales en un solo punto e iguales en todos los otros. Acabarán, pues, en un tiempo dado, por ser iguales en todo”.

Es indudable que Tocqueville, como aristócrata, no celebraba el advenimiento de esta nueva era, pero estaba resignado a su inevitabilidad. Y lo que predijo se hizo realidad. Desde la crítica a la desigualdad política, esta “pasión por la igualdad” condujo –a través de los diferentes discursos socialistas y las luchas que inspiraron– al cuestionamiento de la desigualdad económica y dio comienzo a un nuevo capítulo en la revolución democrática. Con el desarrollo de los “nuevos movimientos sociales” comenzó otro, el capítulo que hoy vivimos y que se caracteriza por el cuestionamiento de muchas otras formas de desigualdad. 

Resulta sorprendente que, después de más de doscientos años, el poder del imaginario democrático continúe vigente y aliente la búsqueda de la igualdad y la libertad en una multiplicidad de nuevos ámbitos. Sin embargo, esto no debería hacernos pensar que estamos ante una evolución lineal e ineluctable hacia una sociedad igualitaria, y así lo demuestran los crímenes perpetrados por Occidente durante los últimos siglos. Por otra parte, como ya indiqué, la libertad y la igualdad nunca se reconcilian del todo, siempre están en tensión. Y, lo que es más importante, sólo existen inscriptas en formaciones hegemónicas diferentes, bajo interpretaciones específicas que pueden cuestionar su sentido.

Una formación hegemónica es una configuración de prácticas sociales de diferente naturaleza –económica, cultural, política, jurídica–, cuya articulación se sostiene en ciertos significantes simbólicos clave que constituyen el “sentido común” y proporcionan el marco normativo de una sociedad dada. El objetivo de la lucha hegemónica consiste en desarticular las prácticas sedimentadas de una formación existente y, mediante la transformación de estas prácticas y la instauración de otras nuevas, establecer los puntos nodales de una nueva formación social hegemónica. Este proceso constituye un paso necesario en la rearticulación de los significantes hegemónicos y su modo de institucionalización. Es evidente que la articulación de la democracia con la igualdad de derechos, la apropiación popular de los medios de producción y la soberanía popular suscitarán una política muy diferente e inspirarán prácticas socioeconómicas distintas a aquellas surgidas cuando la democracia respondía casi sin restricciones a las premisas del libre mercado, la propiedad privada y el individualismo. Hemos visto que, durante la transición hegemónica hacia el neoliberalismo, Margaret Thatcher logró promover –gracias a su capacidad para de sentrañar la articulación socialdemócrata de libertad e igualdad– una nueva interpretación de esos valores, lo que hizo posible la implementación de su proyecto neoliberal.

Para comprender lo que está en juego en la transición de una formación hegemónica a otra, es preciso establecer una distinción metodológica entre dos niveles de análisis: los principios éticopolíticos de la politeia democrática liberal, y sus diferentes formas hegemónicas de inscripción. Esta distinción resulta crucial para la política democrática, ya que, al develar la variedad de formaciones hegemónicas compatibles con una forma de sociedad democrática liberal, nos ayuda a visualizar la diferencia entre una transformación hegemónica y una ruptura revolucionaria.

Una sociedad democrática liberal supone la existencia de un orden institucional basado en los principios ético políticos que constituyen sus principios de legitimidad. Pero esto permite una multiplicidad de formas de articulación e institucionalización de esos principios en formaciones hegemónicas específicas. Lo que está en juego en una transformación hegemónica es la constitución de un nuevo bloque histórico basado en una articulación diferente entre los principios políticos constitutivos del régimen democrático liberal y las prácticas socioeconómicas a través de las cuales son institucionalizados. En el caso de una transición de un orden hegemónico a otro, los principios políticos se mantienen vigentes, pero son interpretados e institucionalizados de un modo diferente. Esto no ocurre en el caso de una “revolución”, entendida como la ruptura total con un régimen político y la adopción de nuevos principios de legitimidad.

La estrategia del populismo de izquierda no aspira a una ruptura radical con la democracia liberal pluralista ni tampoco a la creación de un orden político totalmente nuevo. Persigue, en cambio, el establecimiento de un nuevo orden hegemónico dentro del marco constitucional democrático liberal. Su objetivo es la construcción de una voluntad colectiva, un “pueblo” que pueda dar lugar a una nueva formación hegemónica que restablezca la articulación entre liberalismo y democracia negada por el neoliberalismo y que otorgue un papel protagónico a los valores democráticos. El proceso de recuperación y radicalización de las instituciones democráticas sin duda incluirá momentos de ruptura y una confrontación con los intereses económicos dominantes, pero no exige abandonar los principios de legitimidad democráticos liberales.

Esta estrategia hegemónica se compromete con las instituciones políticas existentes para poder transformarlas mediante procedimientos democráticos, y por ende rechaza el falso dilema entre reforma y revolución. Por lo tanto, difiere claramente tanto de la estrategia revolucionaria de la “extrema izquierda” como del reformismo estéril de los socialliberales que sólo buscan una mera alternancia en el gobierno. Podría denominarse “reformismo radical” o, siguiendo a Jean Jaurès, “reformismo revolucionario” para indicar la dimensión subversiva de las reformas y el hecho de que persiguen, aunque sea a través de medios democráticos, una transformación profunda en la estructura de las relaciones de poder socioeconómicas.

Dentro del espectro de lo que en líneas generales se entiende por “la izquierda”, podrían diferenciarse tres tipos de política. El primero es un “reformismo puro”, que acepta tanto los principios de legitimidad de la democracia liberal como la formación social hegemónica neoliberal existente. El segundo es el “reformismo radical”, que acepta los principios de legitimidad pero intenta implementar una formación hegemónica diferente. Por último, la “política revolucionaria” busca una ruptura total con el orden sociopolítico existente. Bajo esta tercera categoría encontramos no sólo la política leninista tradicional, sino también otros tipos de política, como la que promueven los anarquistas o los defensores de la “insurrección” que exigen un rechazo total hacia el Estado y las instituciones democráticas liberales.

La naturaleza y el papel del Estado constituyen un punto central de divergencia entre estas tres formas de política de “izquierda”. Mientras la visión reformista concibe el Estado como una institución neutral cuyo rol es reconciliar los intereses de los diversos grupos sociales y la visión revolucionaria lo percibe como una institución opresiva que debe ser abolida, la perspectiva reformista radical plantea la cuestión del Estado de un modo muy diferente. A partir de Gramsci, concibe el Estado como una cristalización de las relaciones de fuerza y como un campo de lucha. No constituye un medio homogéneo, sino un conjunto irregular de áreas y funciones, integradas sólo en parte por las prácticas hegemónicas que se desarrollan en su interior.

Una de las contribuciones claves de Gramsci a la política hegemónica es su noción del “Estado integral”, que incluía a la sociedad política y a la sociedad civil. Esto no debe entenderse como una “estatización” de la sociedad civil, sino como un indicio del carácter profundamente político de la sociedad civil, que se presenta como el terreno de la lucha por la hegemonía. Según este enfoque, junto con el aparato de gobierno tradicional, el Estado se compone también de una variedad de aparatos y espacios públicos en los que las diferentes fuerzas luchan por la hegemonía.

Concebidos como un ámbito para intervenciones agonistas, estos espacios públicos pueden ofrecer un terreno propicio para el logro de importantes progresos democráticos. Por este motivo, una estrategia hegemónica debería involucrarse con los diversos aparatos del Estado para transformarlos, para hacer del Estado un medio de expresión de las múltiples demandas democráticas. Lo que se plantea no es la “de saparición gradual” del Estado y las instituciones mediante las cuales se organiza el pluralismo, sino una transformación profunda de esas instituciones para ponerlas al servicio de un proceso de radicalización de la democracia. El objetivo no es la toma del poder del Estado sino, en palabras de Gramsci, “devenir Estado”

Por Chantal Mouffe para Le Monde Diplomatique

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