La crisis del “partido de la economía”

Actualidad - Nacional 30 de abril de 2022
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Promediando el 2022, todo indica que Alberto Fernández finalizará su mandato presidencial sin llevar alegría a sus votantes. Además de la alta inflación y la pobreza, la marca de época de esta Argentina son los bajos ingresos. Los salarios se sitúan muy por debajo de los valores de hace unos años, llevando a la clase media hacia los portones de la pobreza. Sería la primera vez que un gobierno de base peronista deje tan disconformes a todos.
Por definición, el peronismo es el partido de la justicia social. De ahí viene su apellido: justicialismo. Históricamente esto se ha concretado a través de la vigilancia de un gobierno peronista o de la acción de los sindicatos, y consiste en articular la relación entre empresarios y trabajadores de manera de garantizar que la distribución del ingreso sea más equitativa para estos últimos. La principal herramienta de este método era un mundo de derecho laboral, pleno empleo formal y un Estado regulador que tal vez ya no existe más.

Cabe aclarar que el enfoque justicialista era posibilista. Juan Perón explicó numerosas veces que las “reformas sociales” –las políticas que conducen a la justicia social– están supeditadas al crecimiento económico. Es decir, a la posibilidad de redistribuir. Pedía a los trabajadores que produjeran mucho, y a cambio les prometía un poder político presente para garantizar que los empresarios distribuyeran los dividendos. En la sociedad peronista, los sujetos se definen por su lugar en el sistema productivo.

Por esa razón, así como el radicalismo es el partido de las instituciones republicanas, el justicialismo es el partido de la economía. La justicia social ya quedó como un ideal del siglo XX, cuyos significados pueden variar con los años. Pero al peronismo de las últimas décadas se lo evalúa por las condiciones que posibilitan la justicia social, o sea por los resultados económicos de sus gobiernos. Además, es el partido de las reformas económicas, sean del signo que sean, porque es –supuestamente– el que tiene la capacidad de reunir los apoyos necesarios para llevarlas a la práctica. El peronismo no podría tener entre sus héroes a un Raúl Alfonsín: sus líderes tienen que garantizar altas tasas de crecimiento y, sobre todo, consumo popular.

En este contexto, el conflicto que enfrenta el Frente de Todos tiene tintes existenciales. Muchos de aquellos que todavía apoyan al peronismo y muchos de quienes dejaron de votarlo en las elecciones del año pasado coinciden en que el problema concreto es que la plata no alcanza. Y a quienes forman parte del oficialismo se les agrega una pregunta angustiante: ¿por qué el peronismo no puede enfrentar la crisis económica y resolverla, como en otras oportunidades? ¿Acaso dejó de ser el partido de la economía?

Las tensiones del relato culpabilizador

Tanto el peronismo histórico como sus penúltimos herederos –Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner– enfrentaron diferentes tipos de crisis, y no ahorraron discursos culpabilizadores hacia sus predecesores. Sin embargo, se los recuerda más por las decisiones drásticas que tomaron para enfrentar la “herencia”, el problema inicial diagnosticado, que por sus lamentos justificadores. Los cuatro fueron muy distintos entre sí, pero estaban unidos por la metodología del reformismo económico: unir apoyos e implementar las reformas necesarias para garantizar crecimiento y consumo. En esta última etapa, sin embargo, el peronismo carece de diagnóstico y de método. Solo han quedado los discursos exculpatorios.

Alberto Fernández sigue sumando bloques al argumento de la herencia maldita: “el macrismo, la pandemia, la guerra”. Se auto-atribuyó la función de administrar estos fenómenos y paliar sus efectos. Tal vez, si nos restringimos a evaluar solo ese trabajo, Alberto no lo hizo tan mal. 

Fernando de la Rúa, por ejemplo, fue un desastroso gestor de la crisis que no pudo ni siquiera construir remiendos. El 19 de diciembre de 2001 el país estaba regado de nafta, los desequilibrios macroeconómicos asomaban detrás de cada saqueo del conurbano. En este contexto, se anuncia una cadena presidencial por radio y televisión. El Poder Ejecutivo iba a realizar un importante anuncio. Argentina abrió sus ojos y oídos, y De la Rúa habló: decidió destinar 7 (sí, siete) millones de pesos a un programa de asistencia alimentaria. Fin del anuncio. La ciudadanía empalideció: la calle estaba en llamas y el gobierno no se había dado cuenta. Al día siguiente se consumó la explosión. En el racconto histórico de la crisis y sus causas, el patético espectáculo público de la disociación gubernamental de la realidad en la noche anterior al estallido merece un lugar privilegiado.

Alberto no sufre ese problema. A diferencia de De la Rúa, es un especialista en paliativos. Aprendió de todos los gobiernos del siglo, y busca superarlos. Siempre está dispuesto a extender nuevos alivios monetarios generales. Y tiene perfectamente clara su alianza estratégica con los movimientos sociales de pobres y desocupados. Probablemente, al Frente de Todos le esté fallando la sintonía política fina de los barrios vulnerables, lo que contribuye a explicar el avance de la izquierda trotskista en territorios sensibles del conurbano bonaerense y las capitales provinciales del norte del país. Pero es innegable la decisión que se tomó, tanto a nivel nacional como bonaerense: designar a políticos de peso al frente de las carteras sociales (Juan Zabaleta, Andrés Larroque) y conceder cada vez más espacios a las organizaciones de la economía popular.

El problema parece ser otro. Alberto es un buen administrador de la crisis, pero en ningún momento asumió la función de transformar la economía. Y da la impresión de no habérselo siquiera propuesto.
Además de la buena gestión compensatoria, que puso en manos de los mejores cuadros que encontró, hay que reconocer otro dato. Desde el primer día de su gobierno, Alberto se preparó conceptual y discursivamente para desempeñar ese rol. Prueba de ello es el equipo de asesores presidenciales que designó a fines de 2019, cuando aún no había estallado la pandemia. Un grupo de profesionales en ciencias sociales y humanidades, integrado por Alejandro Grimson, Dora Barrancos, Ricardo Forster, Leandro Santoro y otros nombres conocidos. El programa “Argentina Futura”, a cargo de Grimson, tiene la misión de dar forma al diagnóstico gubernamental. Uno de sus primeros documentos planteó el problema de las “cinco desigualdades” que el gobierno debe abordar: territorial, de clase, de género, étnica y etaria. Para cada una de ellas, la solución es un programa de políticas activas con el fin de reducirlas. Argentina Futura sigue siendo un área relevante en la estructura de colaboradores del Presidente, tal vez su principal núcleo de producción de ideas. O el único.

El problema es que Argentina Futura también es, como Alberto, un grupo de especialistas en paliativos. Todos estos problemas identificados como centrales son, obviamente, anteriores al actual gobierno. Estructurales, digamos. Y frente a ellos, lo que hacen los Estados es crear programas públicos para compensarlos con dinero o servicios. Allí no hay ningún conjunto de ideas destinadas a transformar el modelo económico o generar las condiciones de crecimiento para la justicia social. Eso debería venir de otro lado: la “renta inesperada”, la productividad de Vaca Muerta o algún golpe de suerte internacional.

No se trata entonces de que el gobierno de Alberto Fernández esté imposibilitado por restricciones para realizar las reformas económicas necesarias para recuperar el crecimiento y la distribución. Podemos decir que tales restricciones existen, como casi siempre, pero no que él haya fracasado al abordarlas. Más bien, podríamos decir que nunca llegó a asumir ese rol. No se ven las estelas de sus intentos.

Pero sería un problema para él poner sobre la mesa semejante argumento, una fuente de tensiones con su propia cultura política. Mauricio Macri tampoco pudo transformar la crisis y por eso perdió la reelección. Pero puede señalar responsables. Después de todo, Macri no gobernó con el peronismo atrás. Alberto, en cambio, no puede echar tantas culpas, no sin pelearse con la historia. ¿Por qué todos los presidentes peronistas anteriores sí pudieron tomar decisiones audaces y él no? ¿Acaso las crisis que ellos enfrentaron fueron una nimiedad comparadas con la actual?

Los reclamos identitarios no tardan en llegar.

La nueva disidencia kirchnerista, que se puso en marcha a partir de la rebelión de Máximo, ya no oculta la nostalgia nestorista. “Néstor no hubiera firmado este acuerdo con el FMI”, es su grito de batalla; Alberto asegura que sí. Mientras tanto, y de forma imprevista, llega otro desafío a la indefinición de Alberto de parte de Javier Milei, el outsider que pretende ser el nuevo Menem, Su reivindicación es cada vez más explícita: dice que Menem fue el mejor presidente de la historia, Martín Menem –sobrino de Carlos Saúl– lidera La Libertad Avanza en La Rioja, tiende puentes con Domingo Cavallo y los ex funcionarios menemistas, ya retirados, confiesan haber votado por él. Las propuestas de Milei son las de Menem 2003: dolarización, banca off shore y desregulación financiera total.

¿Es Alberto? ¿O es el peronismo?

El tercio oficialista que votó contra el acuerdo con el Fondo o el neomenemismo libertario no dudarían en atribuir a Alberto Fernández los problemas del presente. Sin embargo, cabe preguntarse si acaso una de las restricciones que enfrenta el Presidente para desplegar un programa transformador no es el mismo peronismo.

Como sabe cualquier lector de la política argentina contemporánea, nuestro sistema político se fragmentó notoriamente. Las provincias y sus gobernadores se han vuelto cada vez más autónomos frente al gobierno nacional, y lo mismo aplica a las cadenas productivas y los grupos de poder. El habitante transitorio de la Casa Rosada se enfrenta a esta complejidad con muchos menos recursos que en el pasado. El peronismo es una parte importante de este proceso, porque se territorializó y porque carece de verdaderos liderazgos nacionales.

El problema, claro está, no es nuevo. El origen hay que buscarlo en la historia reciente. Menem y Kirchner, que llegaron a la Presidencia después de haber gobernado provincias chicas, lo resolvieron mezclando palos y zanahorias. Ambos cedieron mucho a los gobernadores y trataron de cobrar dichas concesiones en apoyos al Ejecutivo Nacional. No resolvieron el modelo político de toma y daca, de hecho, lo profundizaron, pero pudieron manejarlo, sobre todo en los tiempos de holgura. En sus segundas presidencias, tanto Menem como CFK vivieron de cerca la restricción provincialista.

Alberto no ha elaborado una política que le permita imponerse sobre las provincias. Como Macri, arranca rindiéndose a ellas. Tal vez su rendición fue la abstención de impulsar un plan de transformación económica. Simplemente se limitó a administrar la crisis del Estado Nacional y a gestionar el proceso político metropolitano, y nada más. Con excepción del 1% de coparticipación a la Capital, evitó trasladar los costos de la crisis a los gobiernos provinciales.

La relación entre Nación y provincias es el aspecto central de la economía política argentina, y el peronismo de hoy pareciera haberse quedado sin ideas o recursos, o ambas cosas, para enfrentarlo. Visto así, luce injusto cargar las culpas sobre las espaldas de Alberto Fernández cuando se trata, en realidad, de un problema colectivo. Hasta hace algunos años, los gobernadores eran candidatos naturales a la Presidencia, pero ese mecanismo se quebró porque el trabajo del gobernador ya no es ocupar la Casa Rosada sino enfrentarse a ella. Para volver a transformar, para ser nuevamente el partido de la economía, el peronismo necesita un liderazgo decidido a cambiar el régimen federal. Y un Alberto enfrentado con el kirchnerismo, más necesitado que nunca de los gobernadores, no está en las mejores condiciones de dar esa disputa.

Por Julio Birdman para Le Monde Diplomatique

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