Santa Teresa contra Twitter

Actualidad - Internacional 27 de abril de 2022
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Entre muchos, siempre hablar poco.
Ser modesta en todas las cosas que hiciere o tratare.
Nunca porfiar mucho, especial en cosas que va poco.
Nunca afirme cosa sin saberla primero.
Nunca se entrometa a dar su parecer en todas las cosas, si no se lo piden, o la caridad lo demanda.
Consejos para monjas de Santa Teresa
de Jesús, Camino de perfección (1567)

En efecto, no es difícil ver en cada uno de estos consejos de tono imperativo, pero a la vez maternal, las supuestas enfermedades con las que los nuevos conservadores diagnostican a la esfera pública posterior a Internet y las desviaciones o vicios que los propios participantes en la conversación pública de masas actual lamentamos no ser capaces de evitar. Entendiendo como “conversación pública de masas” simplemente (y sin un juicio de valor, sólo con afán descriptivo) a la multiplicación de las conversaciones más o menos públicas posibilitadas por la implantación universal de los medios conversacionales digitales.

Resulta de interés detenerse en algunos de estos consejos para mostrar hasta qué punto nos parecemos los actuales participantes de la conversación pública de masas a las monjas de comportamiento impropio a las que intentaba guiar por el buen camino Santa Teresa. Intentar develar en cada consejo de Teresa la crítica despiadada que la santa oculta tras el manto de la piedad, y mostrar al mismo tiempo que los “pecados” de la conversación son intrínsecos a la conversación misma. En otras palabras, las críticas de Teresa estaban condenadas –y están condenadas hoy– a la irrelevancia y al fracaso.

Entre muchos, siempre hablar poco. Hoy llamamos a esto “charlatanería”, y sin embargo no hay nada más esencial a la participación en las redes sociales digitales que la quiebra de este consejo. La charlatanería, el hablar por hablar, en pugna por la atención delante de muchos espectadores o interlocutores, es la base de nuestro día a día en Internet.

Ser modesta en todas las cosas que hiciere o tratare. En lenguaje de hoy, calificaríamos como “narcisismo” a la desobediencia a este consejo. Pero, nuevamente, es difícil proponer algo más lejano a lo que ocurre cada día en la conversación digital actual: el narcisismo, el deseo de mostrarse, de fanfarronear, las selfies, las fotos de nuestros bellos gatitos, de nuestros hijos, de lo que comemos, de lo que leemos, de lo que pensamos, están en la naturaleza de esa metralla que son los intercambios modernos. La inmodestia es una de las grandes reinas de la vida en común bajo los dispositivos digitales.

Nunca porfiar mucho, especial en cosas que va poco. Teresa parece estar criticando con este consejo los linchamientos y el emotivismo. La definición que da la RAE de “porfiar” ya nos pone en la pista de la enorme coincidencia entre nuestro comportamiento en las redes sociales y el de las monjas a las que pretendía reprender Santa Teresa: “discutir obstinadamente y con tenacidad”; “importunar repetidamente con el fin de conseguir algún propósito”. Los llamados “linchamientos” son el fruto de esta tendencia a la discusión obstinada con la que pretendemos importunar al otro por opiniones con las que no acordamos. Pero en el final de la frase de la santa, también resuena algo muy específico de nuestras costumbres digitales: “especial en cosas que va poco”. Reina un gran “emotivismo”, una tendencia a exagerar la importancia de las discusiones más lejanas o superficiales, a aparecer como “indignados” o “profundamente conmovidos” por cosas que, en verdad, apenas nos importan, en las que, en palabras de Teresa,“nos va poco”. ¿Podríamos vivir en las redes sociales sin linchamientos o explosiones emotivas?
Nunca afirme cosa sin saberla primero. Esto es esencial. Teresa quiere alejar a las monjas del reino de la opinión, del triunfo de la ignorancia. Las quiere apartar del éxito de la opinión no contrastada, de la ignorancia impertinente. Y, no obstante, la falta de rigor es un hecho innegable del día a día de la conversación en las redes sociales. No son los sabios los que tienen la preeminencia, sino los cualquiera, los que dicen lo que se les ocurre sobre temas de los que en verdad no saben nada. La pregunta para Teresa y para nosotros mismos es si el carrusel de opiniones fundadas e infundadas que gira las 24 horas del día es una virtud o un defecto.

Consejos antipolíticos

Una vez constatada la coincidencia y la utilidad de los consejos para monjas a la hora de retratar nuestras costumbres digitales actuales, es interesante aclararnos para qué daba estos consejos Santa Teresa a las monjas. Y la cuestión es que los daba para convencerlas de apartarse de la vida pública. Eran consejos a favor del enclaustramiento, de la privacidad de la vida doméstica y espiritual del convento y en contra de los vicios de la plaza pública, de la vida política, en definitiva. Eran consejos netamente antipolíticos.

De modo que son unos consejos “antipolíticos” los que coinciden con nuestros propios malestares o quejas contra nuestra propia actitud en la actual conversación pública de masas. Lo que parece “estar mal”, lo que nos molesta y tendemos a creer que debería ser corregido es, en realidad, un exceso de política viva.
Si quienes critican los males de la digitalización nunca atribuyen esos males a un exceso de política, es porque tenemos una concepción idealizada, racionalista, utilitarista y elitista de lo que debería ser una esfera pública como Dios manda (y como Teresa insiste, como mensajera de Dios). Un ideal de la conversación pública que prescinde de todas las asperezas, de todo el ruido, de lo sucio y ambiguo que, en verdad, siempre constituyó la esencia de lo político.

¿De dónde viene, dónde se forjó ese ideal a partir del cual despreciamos nuestra esfera pública digital? ¿Es nuevo? ¿Qué ideologías han contribuido a que se imponga y nos mantenga en un estado de autodesprecio?
En realidad, el reproche sobre la decadencia y la corrosión del debate público es un clásico de los intelectuales de todos los tiempos. Es difícil encontrar una época en la que no hayan proliferado pensadores quejándose de la superficialidad en la que vivían y apelando a una época anterior y mítica que supuestamente sí reunía las condiciones ideales. Así, se quejaba Montaigne en 1595: “En la volátil confusión de rumores, noticias y opiniones vulgares que nos rodean, no se puede establecer un camino provechoso”. Unos años antes, en 1539, ofrecía también Antonio de Guevara toda una batería de argumentos con una lógica análoga en su delicioso Menosprecio de corte y alabanza de aldea.

Estamos especialmente influidos por la idea de “esfera pública” heredada de la teoría de la comunicación de Jürgen Habermas, según la cual la deliberación racional, atenta a la verdad y al rigor es esencial a la vida pública democrática. Nos figuramos entonces, sin haberlo pensado, que la conversación pública debería ser algo más parecido a una reunión de científicos o intelectuales unidos por una rigurosa búsqueda de la verdad, que a una ruidosa multitud que busca compartir “historias”, criticar y pasarla bien.

Contra el equilibrio neutralizador

Pero hubo otra tradición que pensó de otra forma el “mundo de los conversadores”, y que de algún modo ha quedado silenciada. En las siguientes palabras de David Hume, de 1742, se percibe una afinidad mucho mayor con nuestra realidad contemporánea digital que con el ideal habermasiano de conversación pública: “El mundo de los conversadores va unido a una disposición sociable y al gusto por el placer, a una inclinación por ejercicios más fáciles y suaves del entendimiento, por las reflexiones obvias sobre los asuntos humanos y las obligaciones de la vida común, y por los defectos o perfecciones de los objetos particulares que les rodean. Estos objetos del pensamiento no proporcionan suficiente ocupación en soledad, sino que requieren la compañía y la conversación de nuestros semejantes, para poder ser un adecuado ejercicio de la mente. Y esto reúne a la gente en sociedad, una situación en la que cada cual expone sus pensamientos y observaciones de la mejor manera de que es capaz, en un mutuo intercambio de información y de placer”.

Necesidad de compañía, intercambio de información y de placer; todo esto tiene mucho más que ver con nosotros, y Hume muestra con lucidez que esos atributos tienen mucho más que ver con lo que “reúne a la gente en sociedad” que la acción de los “eruditos” (categoría que contrapone a “los conversadores”).

Del mismo modo, las quejas por los linchamientos digitales, por la dificultad que tienen los humoristas para hacer chistes políticamente “incorrectos” y no ser perseguidos por el público, parece un resabio de los modos elitistas con los que se constituyó la vida pública, sobre todo en los siglos XIX y XX. Primero en el siglo XIX, con la lectura silenciosa y la costumbre de permanecer en silencio en el teatro y en el Parlamento, y luego en el siglo XX, con el cine y la televisión como medios de socialización fundamentales, se forjó la idea de un público en silencio, aislado y respetuoso. Frente a esta idea de público, los actuales participantes de la conversación pública parecen una “turba” impertinente. Pero hay que recordar aquí también que antes, en los siglos XVII y XVIII las cosas funcionaban de un modo más parecido a la actualidad: en el teatro se tiraban tomates, se linchaba (literalmente) a los artistas que no gustaban y se podía hablar y gritar en el Parlamento e incluso obligar a un político a repetir un discurso. Es decir, había un público mucho más activo, que interactuaba, e intervenía. Como el de hoy.

Creo que es muy claro que las alteraciones de la vida democrática que ha traído la conversación pública de masas son alteraciones propias de la exarcebación de lo político. Pero lo político entendido no de un modo tecnocrático, utilitarista, administrativo, sino como la vivacidad de los espacios de aparición y la amplitud de quienes pueden participar en esos espacios. Lo que molesta, lo que nos parece insoportable de los cambios sociales que trae la multiplicación de las conversaciones y de sus participantes, es precisamente lo que siempre molestó de la vida política, su falta de rigor, su charlatanería, su narcisismo, su vulgaridad y su falta de respeto a la autoridad.

Es cierto que no tenemos la seguridad de que este desborde político no vaya a ser nocivo, porque como bien observaron los críticos más lúcidos del liberalismo, como Carl Schmitt, la democracia representativa depende de cierta “neutralización” de lo político, de cierto control de la voz de “la masa”. La televisión llegó a ser un dispositivo ideal para esa “neutralización”: implicaba una separación total entre quienes tenían voz y el público, aislado y silencioso, diseminado en la privacidad inocua de la vida doméstica. Los dispositivos digitales rompen ese equilibrio neutralizador, permitiéndole al público responder, aparecer, mostrarse, fanfarronear, protestar, linchar. Con todo lo peligroso que eso es, tanto para la buena imagen de una monja del siglo XVI, como para un ciudadano anclado en el siglo XX.

No sabemos qué nos espera si la expansión de la conversación pública no se detiene. Quizás la democracia representativa deba demostrar una vez más su elasticidad, adaptándose a estos nuevos fenómenos. O quizás muera. No lo sabemos por el momento.

Por Santiago Gerchunoff para Le Monde Diplomatique

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