





Somos una especie con consciencia de sí misma, la única que —por ejemplo— sabe que habrá de morir y que es capaz de evaluar, no instintiva sino reflexivamente, la conducta más apropiada a sus fines. Sin embargo, se habla poco de lo trabajosa que suele ser esa consciencia, de la lentitud con que adviene, de lo mucho que nos cuesta advertir que una situación cambió esencialmente. Al respecto, el ejemplo histórico más frecuentado es el de la minoría judía que aceptó cada nuevo condicionamiento impuesto por el régimen nazi, creyendo que Hitler & Co. no se animarían a ir más lejos. Aunque también se recurre a la analogía de la rana que, metida en una olla a fuego lento, advierte demasiado tarde que ya es sopa; y a la paráfrasis poética del sermón que Martin Niemöller impartió en 1946: Primero vinieron por los socialistas, después por los gremialistas, después por los judíos… Y cuando vinieron por mí, ya no quedaba nadie para hablar en mi favor.


Algo de eso hay en la admonición de un poeta de los nuestros, cuando dice: «El futuro llegó hace rato». En Todo un palo (1988) el Indio advierte respecto de aquellas cosas que consideramos improbables, por distantes de nuestra realidad, y que sin embargo te sorprenden un día, timbreando en tu puerta, «como vos no lo esperabas». Encontré un planteo similar en otro poeta a quien admiro, el canadiense Leonard Cohen —tan diferente al Indio, y a la vez tan afín—, cuando explicó en varias entrevistas el ánimo que lo llevó a componer canciones como The Future y Democracy. Para Cohen, el comportamiento civilizado es mero «esmalte de uñas». «Los seres humanos tenemos un apetito homicida muy profundo… Reconocerlo es el primer paso a emprender para controlarlo, y es mejor no provocarlo hambreando a la gente, y dándole excusas para devorarse unos a otros. Lo ideal sería establecer un sistema donde la gente reciba un trato justo», le dijo a Kristine McKenna en 1988.
Pero ese sistema justo, ay, no existe.
El ideal es viejo como nuestra cultura y se llama democracia. Cohen la definía como «la más grande de las religiones producidas por Occidente», en tanto «es la primera religión que defiende el derecho a existir de otras religiones, la primera cultura que defiende el derecho a existir de otras culturas». Pero al mismo tiempo, agregaba, se trata de «una idea muy pero muy reciente para ser aplicada a escala masiva». He ahí otra de las características de nuestra especie. Así como nos cuesta asumir algo —aun cuando se ha vuelto tan obvio que ya te pasa la lengua por la jeta—, una vez asumido lo damos por sentado, lo consideramos eterno, inamovible. Pero en materia de conquistas humanas, no existe ninguna que esté exenta de ser negada y sufrir retrocesos. Por definición, todo lo que viene a poner coto a nuestro costado salvaje es condicional, por no decir precario. Aunque la idea sea fantástica, su puesta en práctica siempre es defectuosa, incompleta o vive bajo amenaza constante, incluso cuando funciona más o menos bien.
Esta realidad es la que movió a Cohen a escribir en Everybody Knows: «Todo el mundo sabe que los dados están cargados / …Todo el mundo sabe que los buenos perdieron / …Los pobres se quedan pobres, los ricos se hacen más ricos / Así son las cosas». En la canción Democracy, sin embargo, se aparta de la descripción descarnada para incurrir en la ironía:
Está llegando a través de un agujero en el aire
………………….
Desde los fuegos de los ‘homeless’
Y las cenizas de los gays
La democracia está llegando a USA
………………..
Desde el bravo, el valiente, el baqueteado
Corazón de Chevrolet
…………………
Desde las quejas homicidas
Que suenan en cada cocina
Respecto de quién servirá y quien habrá de comer
…………………
Continúa navegando
Oh, poderosa barca del Estado
Hacia las costas de la necesidad
Pasando los arrecifes de la codicia
A través de las tempestades del odio.
El sopapo que Cohen propina a su país de adopción, esos Estados Unidos que se consideran dueños del copyright de la democracia y por eso te cobran membresía, es elegante, pero no por eso deja de ser un cachetazo: cuando al país que se considera modélico le decís que cualquier día de estos llegará la democracia a sus costas, lo que estás sugiriendo es que su funcionamiento cotidiano no está definido por el fair play. Ya en el ’93 Cohen dijo en una radio neoyorquina que el esmalte de uñas había «empezado a resquebrajarse y a escamarse y ahora se ve que lo que hay por debajo son garras». «La catástrofe ya ha tenido lugar —agregó— y la pregunta a que nos enfrentamos ahora es: ¿cuál sería el comportamiento apropiado en una situación así?»
Esa es la sensación que tengo en estos días. La de que no terminamos de asumir que algo catastrófico ocurrió ya, y que por eso seguimos adelante como si nada, actuando una normalidad que la realidad torna imposible. Si esto fuese una película o una serie en vez de un texto, haría foco en un living idílico donde los mayores leen y escuchan música y los niños juegan sobre la alfombra, para entonces abrir el cuadro y revelar que ese living es lo único que queda en pie en una ciudad derruida.
Yo he visto el futuro, hermano, canta Cohen, y es un crimen.
Wolverines y Watchmen
Por goteo, hemos ido acostumbrándonos a cosas que hasta no hace tanto hubiesen constituido un escándalo, un límite infranqueable. Como que un pendejo que se dedica a la gimnasia se sienta en condiciones de discutir de vacunas con la Ministra de Salud de la Nación. (Esa equiparación en los hechos, la posición desde la cual mi ignorancia es tan válida como tu formación, es un signo de estos tiempos.) O que la Ministra de Educación de la ciudad de Aires Ponzoñosos descarte al piberío que desertó de las escuelas durante la pandemia, diciendo que «ya se perdieron en los pasillos de una villa o cayeron en actividades del narcotráfico». (Más allá del repugnante clasismo que trasunta, Soledad Acuña —una faccia tosta, diría mi padrino— incurre en negligencia, porque recuperar a esos pibes es deber del ministerio que ocupa.) O que un diputado flamante se arrogue el derecho de rifar el salario que le pagamos, como si ese aporte ciudadano fuese algo timbeable. (Este payaso incoherente —un antivacunas que se vacunó sin dejar de ser antivacunas— se infectó de todos modos y así perdió un curro en Miami, donde iba a disertar sobre «La superioridad moral del capitalismo». Si hubiese dicho «La superioridad del capitalismo a la hora de construir poder», todavía. Pero, ¿superioridad moral? El capitalismo que Milei defiende niega toda moral porque es relativismo en estado puro, una religión que pone al poder en el lugar de Dios.)
El asalto a las instituciones
¿Qué es la anocracia?
Si vas al diccionario de la Real Academia, la palabra no existe. Pero a nadie sorprende que el establishment español esconda su basura reaccionaria —que la tiene a raudales— debajo de la alfombra verbal. En Wikipedia sí hay una entrada llamada Anocracia, que puede ser leída en múltiples idiomas. Según ella, anocracia es «un sistema de gobierno que incluye características de inestabilidad política, ineficacia y ‘una mezcla incoherente de rasgos y prácticas autoritarias y democráticas’… A veces se define vagamente como parte democracia y parte dictadura». La entrada en inglés, más larga y concienzuda, equipara anocracia con semi-democracia, le atribuye el término a una mala traducción de Buber —que en 1946 habló de Akratie, lo que debería haber sido reproducido como acracia— y especifica que, según el Center for Sistemic Peace, entre 1989 y 2013 el número de anocracias aumentó en el mundo de 30 a 53. Se trata de un tipo de sistema donde el riesgo de violaciones a los derechos humanos es altísimo. En 2014, un Atlas de Riesgo en Materia de Derechos Humanos difundido por Maplecroft sostuvo que, de los diez peores países en la materia, ocho serían anocracias.
Para Remnick, el asalto al Capitolio marca el momento en que los Estados Unidos dejaron de ser una democracia full. «Desde entonces habitamos un espacio liminar», dice. «Por primera vez en doscientos años, estamos suspendidos entre la democracia y la autocracia. Y esa sensación de incertidumbre radical aumenta la posibilidad de que haya baños de sangre episódicos, e incluso el riesgo de guerra civil». Por supuesto, de este lado del río Grande siempre supimos que los Estados Unidos no habían sido nunca una democracia full, porque existían en su seno ciudadanos de primera y de segunda. Pero lo del 6 de enero de 2020 demostró que en los Estados Unidos hay un núcleo social considerable —liderado, nada más y nada menos, por quien había llegado a convertirse en Presidente mediante las leyes de la república — para el cual la democracia no es un valor indiscutible sino relativo, menos valioso que las libertades individuales. (Otra paradoja: en los últimos tiempos, la palabra libertad se convirtió en el eufemismo mediante el cual los poderosos convencen a los blancos empobrecidos de inmolarse por los privilegios de la casta superior.) Dicho en otros términos: gente que, con tal de que se restaure la primacía social que cree haber perdido a manos del populismo (o del socialismo, o de la «casta política»), no tendría problema alguno en decirle adiós a la democracia y consagrar a Trump Emperador.
La cosa difiere en nuestro país, porque acá dejamos de ser una democracia muchas veces y por eso el pueblo le confiere al sistema un valor casi religioso. Se podrán decir muchas cosas de los gobiernos kirchneristas, pero nadie está en condiciones de desmentir que han sido escrupulosa, casi obsesivamente democráticos en sus procederes. En ese sentido, el gobierno de Macri constituyó su negativo perfecto. Como los poderes establecidos tienen claro que interrumpir la institucionalidad democrática es inviable aquí —de momento, al menos—, instrumentaron una forma de acceder legalmente a la Casa Rosada para, una vez allí, pervertir su funcionamiento y despojarlo de toda legitimidad.
Como Trump, que llegó a la Casa Blanca a pesar de que no consiguió la mayoría de los votos, el macrismo obtuvo la presidencia practicando las trampas que los grises de las leyes habilitaban: sin el uso repugnante del suicidio de Nisman, sin el agite del fantasma de La Morsa, su triunfo en las elecciones era dudoso. Permítaseme ceder a mi (de)formación profesional y remarcar un rasgo dramático de este acceso al poder institucional: el macrismo llega a la Rosada y a gobernar la provincia de Buenos Aires acusando a sus adversarios precisamente de aquello que pensaba perpetrar en caso de salirse con la suya — la práctica criminal sistemática.
Porque no se trata aquí de una discusión sobre políticas. Cualquier partido está en su derecho de ganar una elección y llevar adelante medidas neoliberales desde la Rosada y el Congreso, si lo votaron para eso. Lo que por definición no puede es proceder criminalmente de modo sistemático. Y eso es lo que hicieron Macri y Vidal desde el minuto uno. Hasta ese momento, lo suyo era indecente —las mentiras y calumnias que constituían el pan de cada día en los medios cómplices, el uso de los bancos de datos obtenidos de forma fraudulenta, las granjas de trolls, las zancadillas permitidas por Zuckerberg & Co.—, pero formaba parte de las reglas no escritas del juego. Lo intolerable es que a partir del 10 de diciembre de 2015 llevaron adelante su plan despreciando las numerosas herramientas legales que les confería el poder institucional, para abocarse a una práctica ilegal propia de una dictadura (redes de espionaje, persecución política, armado de causas, encarcelamiento de opositores, purga de jueces y de periodistas no alineados, cortesanos metidos por la ventana, endeudamiento descomunal sin la aprobación del Congreso, beneficios tan demenciales como legalmente discutibles para la prensa cómplice), casi como si estuviesen orgánicamente impedidos para respetar las leyes. Así como los daltónicos no pueden distinguir colores, Macri y sus secuaces no distinguen la ley — no la ven ni cuadrada, no la registran.
Para decirlo de otro modo: gobernaron como si su accionar no fuese extensión de una formación académica, ni política, ni especializada en derecho o en activismo social, como suele ocurrir en materia de funcionarios y funcionarias, sino lisa y llanamente —profesionalmente— criminal. (Hay otro calificativo que podría usar, pero no lo haré porque ustedes ya lo verbalizaron en sus mentes y además porque no quiero meterme en terreno de la expertise de Rocco Carbone.)
Por eso digo que el gobierno de Macri fue una anocracia. Porque a pesar de la investidura legal, su práctica fue autoritaria, dictatorial. En su persecución de un objetivo, y ante la disyuntiva, nunca optaron por un camino legal. El video de los Gestapo lovers vidalista / macristas probó lo que para millones era ya un secreto a voces: que lo que se les da naturalmente no es la política ni la acción institucional, sino el crimen. Por eso no podemos entrar en ninguna discusión de principios ni medidas con esta gente: porque los principios y medidas pueden ser atendibles, dignos de consideración, pero quedan invalidados por la práctica criminal de la organización que integran. Si querés que hablemos de déficit o de coparticipación, desmarcate de la banda especializada en matufia a la que estás asociado. Porque Macri convirtió la Rosada en la casa matriz de una maquinaria criminal. Para participar del debate público, aquellos cuyas ideas son liberales o conservadoras deberían desligarse de las sociedades cuya práctica es ostensiblemente anti-democrática.
(Mientras tanto, haríamos bien en no perder de vista a las huestes «libertarias». Si algo sugiere la tendencia del macrismo a acusar a otros de lo que nadie más que ellos piensa hacer, es que no habría que descartar la creación de milicias locales, dedicadas a las actividades clandestinas de las que vienen acusando a La Cámpora desde hace años — y que nadie de La Cámpora hizo nunca. Hay cierta gente que, en vez de fantasías eróticas, se moja cuando sueña con una fuerza de choque propia. No debería sorprendernos que esté casteando aceleracionistas criollos.)
Si de algo debe cuidarse el pueblo argentino, es de enmerdar su futuro metiéndose de cabeza en una (nueva) anocracia.
O la democracia verdadera llega a todas partes, para que le pidamos disculpas y juremos que no volveremos a descuidarla, o ya no habrá partes a las que llegar.
El Cohete a la Luna







