





Una pizca de aire fresco empezó a circular desde comienzos de 2025. Antes de eso, las movilizaciones –por importantes que fueran– parecían no desplazar una molécula por fuera de su propia congregación. Este año, por eso, debería ser revisado con una mirada perspicaz, capaz de registrar el movimiento acumulativo, imperceptible para una panorámica. Quizá ninguna de aquellas movilizaciones hubiera podido modificar por sí sola el panorama, pero en sus efectos comunicativos, en su entrelazado y en su persistencia sí lo hicieron. Dirigentes y analistas lo descubrieron –asombrados– un bonaerense siete de septiembre.
Desde entonces, y mientras el gobierno pareciera desmoronarse, surgen preguntas de esas que interrogan sobre el nivel de “renovación” alcanzado por las diversas fracciones políticas opositoras. Usada por el alfonsinismo y por el peronismo de los ochenta, la palabra en cuestión –que supone una exigencia de innovación moderada o bien por shocks en la vida de los partidos– se adecúa sospechosamente mal a las exigencias urgentes de una nueva política popular. Así lo impone el ritmo del proceso en curso. Dos años de gobierno mileísta han alcanzado para convertir al candidato más escuchado de 2023 –aquel que se hacía oír denunciando que los demás dirigentes políticos no valían gran cosa– en un presidente sin crédito. Que mendiga tiempo y credibilidad ante acreedores que no le confían un centavo. La serie es contundente (caso “Libra” + el 3 por ciento de Karina + la estrecha amistad del excandidato Espert con un empresario narco) y configura un mensaje inequívoco para la propia base del mileísmo: la gramática de la política oficial es la gramática de la estafa.
La gélida pregunta por el estado de renovación de la política que en esta instancia se plantea a la dirigencia opositora es ante todo programática: ¿cómo volver la vista a la política opositora sin activar el recuerdo de la frustrante experiencia vivida entre 2019 y 2023? Si la respuesta fuera la “unidad”, podríamos esperar una regresión catastrófica. Equivaldría a repetir aquello de “volver mejores”. La sola posibilidad de un desbarranque que devuelva al peronismo al gobierno supone retomar cuestiones que no han sido respondidas: ¿qué se haría, en un eventual gobierno kirchnerista, con la deuda impagable? ¿hacia dónde se transformaría el perfil productivo del país, cada vez más extractivo? ¿qué hacer con el aparato estatal “paralelizado” y con el poder judicial tomado por la “mafia”, según informó un 6 de diciembre de 2022 la entonces vicepresidenta Cristina Fernández? ¿Y en la política internacional? ¿Se puede no tener palabras claras y un sentido de dirección en un mundo en el que se emplea la guerra como instrumento geopolítico para formatear sociedades?. Por el momento, y salvo excepciones admirables (Ciudad Futura en Santa Fe, por ejemplo), las internas opositoras no producen diferenciaciones conceptuales orientativas.
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No hay cómo disimular la espesura de los problemas que nos afectan. Son ellos los que traen las cuestiones más difíciles y urgentes. La última semana alcanza para plantear situaciones abrumadoramente complejas y desafiantes. Una somera lectura de diarios de la semana que pasó daría algunas cosas para pensar:
Una nota de Carlos Burgueño publicada el último domingo en el diario Perfil informa acerca de la vida de un joven que participó del triple crimen femicida de Florencio Varela. Nacido en un barrio popular y buen estudiante, el joven en cuestión consigue entrar a trabajar en blanco en el Hospital Italiano de donde se hace echar ganando un juicio laboral que le proporciona recursos económicos para ingresar al mundo “trader” y acabar invirtiendo en el mileísimo “Evento $Libra”. Estafado, sin un peso y endeudado, el joven se aproxima luego a algún tranza del barrio y acaba –al decir de Burgueño- sosteniendo el teléfono que transmitía en vivo las escenas del horror. El caso en cuestión, plantea cuestiones vinculadas a las economías sumergidas, las estructuras ilegales de la valorización financiera y a la crisis absoluta de expectativas en las instituciones públicas y se presta a contrastes con los indicios ominosos respecto de la narco política en la cúpula del Estado.
Unos días antes El diario El País de España anunció que los presidentes de EE.UU. e Israel propusieron 20 puntos para un supuesto “acuerdo de paz” en torno al genocidio en Gaza. La propuesta, inverosímil, sitúa a Ton Blair y a Trump como líderes de una junta de gobierno sobre el territorio sobre el que se desarrolla una limpieza étnica a cielo abierto. Desde ya, el trasfondo de la propuesta supone componer exigencias muy distintas entre sí. Por un lado, el hecho de que Israel, bombardeando Qatar –importante aliado de EE.UU. en el negocio de la energía–, se haya excedido con respecto de los límites de que dispone para realizar su política de masacres sistemáticas. Y por otro una enorme escena de movilización popular que en diversas partes del mundo exige frenar el genocidio. Los más de cuarenta barcos que se acercaron a la Franja de Gaza en flotilla activista constituyen una cumbre heroica dentro de esa escena mundial. Rita Segato ha insistido desde hace años sobre la incapacidad del derecho internacional para reaccionar ante un genocidio espectacularizado, y Franco “Bifo” Berardi ha observado días atrás, a propósito de Gaza, cómo opera un régimen de poder que posee entre sus rasgos una transmisión del horror dispuesto de tal modo de poner al espectador en la situación de quien mira sin poder reaccionar. Se nos fija impotentes ante las imágenes del horror continuo. (Es preciso subrayar tanto la insistencia de la cámara que registra y comunica la ferocidad en directo, y su intención de desactivar mediante la imagen obscenas la capacidad de responder con acciones físicas; como también el hecho de que miles de personas reaccionaron ante el triple crimen miles ocupando primero la Plaza Flores y luego Plaza de Mayo, y que millones de personas reaccionan colectivamente frente al genocidio palestino).
Durante la semana no se ha dejado de informar tampoco sobre el nuevo salvataje que el gobierno argentino implora a EE.UU., que no hace sino aumentar el endeudamiento externo, ratificar la recesión económica en curso –con la consiguiente destrucción de empleos– y provocar un mayor desfinanciamiento del aparato cultural, sanitario, educativo, de seguridad social y de infraestructura pública. El gobierno de los EE.UU. ofrece respaldo financiero con la intención de evitar un descalabro final antes de las próximas elecciones, o bien –lo que es lo mismo– para lograr que el ejecutivo llegue en condiciones de relanzar alianzas con el sector de la derecha (Macri, buena parte de los gobernadores) que podría –creen– contribuir a estabilizar un mínimo de gobernabilidad para los años 2025-2027. A cambio, la Argentina se alinea con la agresión militar norteamericana en Venezuela, se mantiene bien lejos de del grupo Brics, se abraza con Netanyahu y es conminado a tomar distancia de China mientras se negocian secretas facilidades de “inversión” (mientras se estudia el camino más corto hacia la influencia sobre territorios estratégicos).
Finalmente, el último martes el presidente de EE.UU. habló frente a casi 800 mandos militares en Quántico, Virginia. Según informa la revista El Salto, allí se habló de una de un cambio en la concepción de la defensa. Según el gobierno de Trump, el enemigo ya no amenaza desde el exterior los intereses de su imperio, sino que ha comenzado una “invasión desde adentro” (los inmigrantes llamados “ilegales”), ante lo cual las fuerzas militares deberían usar las propias ciudades estadounidenses como “campos de entrenamiento” para atacar a estos “enemigos internos”. Se trata de la vieja y conocida Doctrina de Seguridad Nacional que el país del norte impuso a las dictaduras del sur a fines de los años setentas solo que ahora aplicada a su propio territorio. El presidente norteamericano dijo en Quántico que las ciudades “gobernadas por demócratas radicales de izquierda… San Francisco, Chicago, Nueva York, Los Ángeles” son “lugares muy inseguros” y anunció: “vamos a solucionarlos uno por uno”. Según palabras de Trump: “esto será [una tarea] fundamental para algunos de los presentes en esta sala”, pues “esto también es una guerra. Es una guerra interna”. A lo que agregó: “Deberíamos usar algunas de estas ciudades peligrosas como campos de entrenamiento para nuestras fuerzas armadas”.
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Es en este estado del mundo y ante esta clase de problemas que se plantea la gélida pregunta sobre las posibilidades de una política popular. Un modo de formularla puede ser en los términos de “renovación” o “fachada”. Si por renovación podemos entender una mirada realista ante el crecimiento del ausentismo electoral– que a activar el rechazo pasivo–, junto a una apertura a las figuras surgidas de las luchas de los últimos años, y a una fuerte innovación programática; por fachada, en cambio, nos referimos a la búsqueda de apoyaturas prestigiosas –imágenes, rostros, palabras– que contribuyan con su aura a prolongar –más que a cuestionar– los términos de una unidad paralizante.
La alternativa renovación o fachada supone afrontar –como mínimo– un balance compartido del ciclo 2019/2023. ¿Qué de aquel ciclo resulta hoy inaceptable? La respuesta ya la dio la ultraderecha hablando de la casta; en las últimas elecciones presidenciales. Reeditar aquella escena –de unidad sin renovación genuina– sería tanto como realimentar el ciclo político actual. En rigor, advertimos que aquel y este conforman un único y mismo ciclo –en el que unos endeudan y los otros pagan–, agotado en su conjunto. En 2023 el mileísmo –esperpéntico como es– supo ser la medida de la política argentina: ¿se lo derrotará –no a Milei, desde ya, sino a la derecha política argentina–
confiando en un puñado astucias y automatismos, mientras se espera que su propia descomposición empuje regresivamente al país a una situación comparable con la previa a su acceso al Estado? La pregunta no está demás, puesto que una cosa es montar una fachada de renovación y muy otra es abrir una discusión en tiempo real sobre todo aquello que debe ocurrir, que debe cambiar, que debe crecer para pasar de la fachada a la renovación. Es inútil esperar que este proceso sea prolijo y gradual. Igualmente inútil sería no percibir que quizá momentos como estos son los adecuados para acelerar a la vez que explicitar este pasaje. Para no perder lo que un eventual «tiempo ahora» pudiera traer de verdadero estallido.
Mientras, se procesa otro tipo de balance. En distintas reuniones de personas con trayectorias militantes se evidencia el hartazgo con el crecimiento del cinismo. Según explicó en un encuentro alguien que tuvo experiencia sindical antes de la pandemia, el cinismo crece como una segunda piel que nos preserva de afrontar la propia impotencia. Una capa de afectos que nos protege de un dolor insoportable. En otra juntada allende la General Paz, en un galpón cubierto de imágenes de Norita Cortiñas y Osvaldo Bayer, alguien contó que ha preguntado a militantes de organizaciones partidarias si son consultados por sus direcciones sobre las decisiones de línea política. Y que entre otras respuestas ha recibido una particularmente alarmante: «la política es una carrera». Quien esto contaba asombrado, viene de una militancia asamblearia de 2001 y es cualquier cosa menos ingenuo respecto de la política. Sus observaciones no eran las de un moralista extraviado sino la de alguien que se aferra a una posición anti-cínica respecto de las prácticas relativas a lo común. Nuestra vida social está poblada de este tipo de activistas anti-cínicxs, que saben distinguir como nadie cuándo y dónde hay innovación y cundo mera fachada. Son ellxs quienes suelen hacer la diferencia en los peores momentos, cuando todo parece ser cierre extremo, y también quienes podrían hacerla en caso de repentinas aperturas.
Por Diego Sztulwark * Investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política./ La Tecl@ Eñe





