





Una tendencia que se repite en muchos países –y entre ellos, los más importantes del planeta– no puede tener solo causas locales. Cada experiencia nacional ofrece su “color local”, pero la dinámica responde a una estructura epocal que la supera y desborda. Hablamos de la tendencia a ciclos políticos cada vez más cortos, gobiernos efímeros, hegemonías débiles, coaliciones fragmentadas, mayorías prestadas y cambios repentinos en la dinámica política. Hace tiempo asistimos a la configuración de escenarios polarizados y a un empate eterno en el que las diferentes coaliciones tienen la capacidad de bloquear el proyecto político del otro, pero carecen de la fuerza suficiente para imponer de manera permanente el propio.
La famosa formulación esbozada por Antonio Gramsci en los Cuadernos de la cárcel (“lo viejo que no muere, lo nuevo que no nace”) repuso al interregno como una noción clave para pensar períodos de transición en los que no hay bloque hegemónico capaz de estabilizar equilibrios y expectativas y crear horizontes más o menos previsibles. Desde entonces, el término viajó de la teoría política a diagnósticos actuales sobre el mundo poscrisis de 2008 y pospandemia.
Álvaro García Linera desplaza la categoría hacia la temporalidad histórica y propone la idea de tiempo liminal para pensar precisamente los momentos de crisis: fases de anormalidad, de pluralidad de ritmos, en las que la estructura deja de reproducirse “en automático”. No es un mero paréntesis: es una ventana de plasticidad del orden.
Si el concepto de interregno de Gramsci es un diagnóstico sistémico –habla de bloques hegemónicos, de crisis del régimen de acumulación y de representación–, el tiempo liminal privilegia, en cambio, el plano experiencial y subjetivo-colectivo: cómo se viven y aprovechan esos cortes del tiempo social. En el interregno abundan los “síntomas morbosos” (salidas autoritarias, líderes mesiánicos, outsiders con soluciones mágicas), mientras que en el tiempo liminal, además del peligro de la indeterminación, aparece la posibilidad de invención, porque se reabre lo pensable, lo posible y lo practicable.
Este momento epocal sobredetermina experiencias aparentemente tan disímiles como la que atraviesa la principal potencia del mundo, Estados Unidos, con un Donald Trump que se fue derrotado y volvió recargado tras un olvidable gobierno demócrata; o Brasil, que giró de Jair Bolsonaro a Lula, pero sin que el fantasma del bolsonarismo deje de acechar. O Chile, donde, tras el ciclo de movilizaciones de 2019, se ensayaron dos asambleas constituyentes sucesivas cuyos textos, uno reformista-progresista y otro restaurador-conservador, resultaron igualmente rechazados por la sociedad. El gobierno de Gabriel Boric quedó sin palanca simbólica ni institucional para convertir el malestar en algún tipo de reforma estructural, y la ultraderecha crece como amenaza real, a punto tal que José Antonio Kast podría ganar las próximas elecciones.
Las lecturas unilaterales que solo veían “giro a la derecha” en el primer momento del interregno tomaron la parte por el todo, se aferraron solo a sus expresiones iniciales. Y se revelaron erróneas cuando comenzaron a aparecer fenómenos opuestos que evidencian un retorno de ciertas cuestiones clásicas: no solo irrumpieron la ultraderecha, los nacionalismos reaccionarios y distintas variantes de “posfascismo”; también asistimos a la emergencia de un movimiento antiguerra como el que se expresa en muchos países contra el genocidio en la Franja de Gaza (y que no se veía desde la guerra de Vietnam); revueltas contra las recetas del FMI o contra los ajustes que van desde Nepal y la “generación Z” en Perú hasta Francia; o movimientos políticos de izquierda más radical, como el que surgió a la izquierda del Partido Laborista en Gran Bretaña o la candidatura del demócrata Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York (ver artículo en páginas 10-11).
“Entre el dolor y la nada, elijo el dolor”, le hace decir Faulkner a uno de sus personajes en Las palmeras salvajes. En estas democracias marcadas por la austeridad, demasiados gobiernos del “extremo centro” parecieran haber elegido lo segundo: administrar la nada –la contracción del Estado, el ajuste permanente, la retirada de derechos, la desertificación de lo público– con la esperanza de que, más temprano que tarde, el mercado complete la obra. El resultado, sin embargo, no fue un orden renovado sino un mundo de hegemonías débiles: proyectos que ganan elecciones sin construir un bloque sólido capaz de estabilizar expectativas, tejer alianzas sociales duraderas y organizar un nuevo sentido común preponderante.
Tampoco quienes “eligen el dolor” (las ultraderechas radicales) logran imponer su hoja de ruta, y chocan contra resistencias –a veces más activas, más pasivas otras– que muestran una correlación de fuerzas difícil de modificar con “meros” triunfos electorales.
La derrota de Milei
El año 2023 demostró que Argentina no era una excepción en un mundo que atraviesa su momento de interregno o su tiempo liminal. La extrema derecha de Javier Milei llegó al poder y le imprimió una aceleración a la política que pareció romper el equilibrio inestable que había caracterizado la larga etapa anterior. Con la idea-fuerza de repudio a “la casta” como significante vacío y el planteo de que “éste será el ajuste que va a terminar con todos los ajustes” (como la promesa de aquella guerra que iba a acabar con todas las guerras), Milei avanzó en recortes drásticos y la licuación de ingresos, sobre todo de los jubilados y empleados estatales. La desinflación –alcanzada a golpes de una intervención estatal sui generis, caída del salario y enfriamiento de la economía– fue su bandera.
Sin embargo, menos de dos años después, y más allá de la intensidad de su narrativa y sus modos extravagantes, chocó con los límites estructurales de un programa de “peruanización” con eje en el capital financiero, la energía y la minería, con el sector agroexportador como socio menor. El “éxito” de esta hoja de ruta implicaba la liquidación o la decadencia de un entramado industrial concentrado en el AMBA –aunque presente en todos los conurbanos del país– y un avance cualitativo de la reforma laboral, el ajuste del Estado y la desertificación de lo público.
La resistencia de la “vieja” Argentina se expresó de manera disgregada y con tiempos discordantes: jubilados, movimiento universitario, trabajadores y trabajadoras de la salud y personas con discapacidad se manifestaron en las calles. Además, algunas estrategias legales presentadas por las conducciones sindicales lograron triunfos parciales y frenaron los intentos de reforma laboral. A pesar de esta resistencia, 2024 fue el año dorado del mileísmo en construcción, con la mayoría del régimen político rendida a sus pies aprobando el marco legal (Ley Bases, decretos) con que pensaba “resetear” el país.
El “empate argentino” es la expresión de una estructura productiva desarticulada…
Sin embargo, en un escenario que mantuvo altos niveles de polarización desde el comienzo (Milei nunca alcanzó la aprobación que lograron otros presidentes al inicio de su gestión), los opositores se volvieron cada vez más opositores y los oficialistas tuvieron cada vez más dudas ante la falta de resultados. La desaceleración de la dinámica inflacionaria podía entenderse como punto de partida, pero su objetivo sólo se realiza si permite también una recuperación de los ingresos, cosa que no sucedió, salvo en sectores acotados y por un período corto. Una inmensa mayoría respondía en encuestas o focus groups que valoraba la baja de la inflación, pero que no llegaba a fin de mes. En ese contexto de economía estancada, se conocieron casos de corrupción en un área sobre la que Milei estaba pasando la motosierra. En su afán dogmático, el gobierno cruzó el umbral moral de tolerancia de la sociedad: ajustar a los discapacitados y recibir sobornos de esa misma caja.
Ya en 2025 el clima había cambiado. El Congreso actuó como “caja de resonancia” del malestar general, con votaciones en contra de leyes o decretos que se fueron transformando en verdaderas palizas parlamentarias. La elección legislativa en la provincia de Buenos Aires mostró la foto del retroceso del proyecto político oficialista, con una derrota por cerca de 14 puntos. En estos comicios se evidenció un claro desplazamiento de clase en la base social de La Libertad Avanza, que retuvo el voto en los barrios más ricos, pero descendió sensiblemente en los barrios populares y directamente se desmoronó (debajo del 10%) en las villas de emergencia. El “fenómeno Milei”, que había nacido con apoyos transversales, es parte del pasado. La “derecha popular” mutó hacia una derecha clásica cuya columna vertebral son los sectores más acomodados de la sociedad.
El otro dato que ayuda a entender la magnitud de la derrota de Milei es que tuvo que dejar de ser él mismo. En su discurso posterior a las elecciones bonaerenses, en lugar de fustigar a “la casta”, habló de trabajar “codo a codo” con los legisladores, en una incorporación culposa y tardía a la normalidad de un sistema político al que siempre atacó.
El revés bonaerense empujó una dinámica similar a la que atravesó el gobierno de Mauricio Macri en 2018: el retroceso político impulsó la corrida en los mercados cambiarios (la disparada del dólar y del riesgo país). Sólo el anuncio de una ayuda directa por parte del gobierno de Estados Unidos logró frenar coyunturalmente la rebelión de los mercados. Scott Bessent, secretario del Tesoro de Trump, aseguró que estaba dispuesto a hacer “lo que sea necesario” para respaldar a Argentina, a la que elevó al estatus de aliado estratégico. Habló de distintas variantes de ayuda económica (swap, compras de deuda, efectivo). El mensaje logró salvar a Milei del naufragio, pero la situación sigue abierta hasta las elecciones nacionales del 26 de octubre. De hecho, la tranquilidad duró apenas unas horas. Dos días después, ante la falta de certezas concretas sobre la ayuda y luego de una medida fallida de baja de las retenciones que favoreció esencialmente a las grandes cerealeras, la volatilidad volvió: cayeron las acciones y subió –nuevamente– el riesgo país. Por si faltaba algo que terminara de romper el programa, el Banco Central reinstauró un cepo parcial: quienes compren dólares oficiales no podrán adquirir dólares financieros. Lo que “calma” a los mercados no necesariamente cambia el humor de la sociedad, y la infalibilidad de Milei en lo que siempre presentó como uno de sus puntos fuertes –el control de la economía– quedó dañada.
El país del empate
El empate argentino no es meramente “político”, en el sentido electoral o partidista del término. Es la imposibilidad persistente de que un bloque social ordene, de modo relativamente estable, la acumulación, la representación y la orientación del Estado. El bloqueo surge de la coexistencia y el enfrentamiento de fracciones de clase con intereses estratégicos comunes en términos de su pugna con las clases subalternas, pero incompatibles desde el punto de vista sistémico. Cada facción tiene un poder de veto equivalente, montado sobre una economía desigual y combinada: sectores competitivos globalmente, como el campo y el energético, conviven con masas de baja productividad y altos niveles de informalidad. El Estado arbitra, apoyándose en uno u otro –de acuerdo con el signo político–, pero sin poder instituyente. La clase (o fracción de clase) que es económicamente dominante no puede ser políticamente dirigente. El agronegocio, por ejemplo, exige retenciones cero, una medida que afecta la recaudación y que impactaría no solo en los fondos para asistencia social, sino también en las múltiples formas de subsidios a las industrias mercadointernistas. Algo similar sucede con las industrias petrolera o minera: reclaman apertura, exencones impositivas y beneficios de todo tipo, pero generan poco empleo, mientras que el entramado que concentra el grueso del trabajo asalariado sufre las consecuencias de esa apertura.
Por eso, el “empate” argentino no es solo consecuencia de la falta de muñeca política o rosca legislativa. Es la expresión de una estructura productiva desarticulada, con fracciones de capital que compiten por la escasez (divisas, tarifas, crédito) y un mundo del trabajo heterogéneo que hasta ahora no ha logrado imponer su salida al entuerto, aunque mantiene capacidad de veto. Tampoco es un permanecer siempre en el mismo lugar: las condiciones del país se degradan, pero cualquier programa que ignore esta base está condenado a reproducir el empate.
Una lección que vuelve con la eléctrica experiencia mileísta es aquella que definió sintéticamente el filósofo marxista francés Daniel Bensaïd: el concepto de hegemonía implica “la articulación de un bloque histórico en torno a una clase dirigente y no la simple adición no diferenciada de la categoría de descontentos” (1). La “restricción externa”, la inflación como una negociación por otros medios, la arquitectura de la deuda que condiciona cualquier política de ingresos, inversión o tipo de cambio no son más que expresiones económicas de este drama estructural.
Las preferencias macro de las distintas fracciones del capital (tipo de cambio, impuestos, tarifas, cepo, tasa de interés, gasto) se contradicen, y nadie logra reunir el poder suficiente para imponer su programa sin activar el veto de otro y el bloqueo de los de abajo: el agronegocio choca con la industria dependiente de importaciones; la “estabilidad dura” de las finanzas asfixia a las pymes y al empleo; la desregulación cambiaria requerida por los complejos extractivos erosiona el mercado interno que reclaman ciertos sectores de la industria. Como afirmó Alejandro Bercovich en su libro El país que quieren los dueños (2), en un primer momento Milei logró la unidad política de la mayoría de la clase dominante que deseaba la tierra prometida de un país con un Estado mínimo, sin sindicatos, poblado solo de individuos thatcherianos. Pero la crisis hizo aflorar las contradicciones y volvió a recordarles a las facciones del capital que necesitan del Estado para dominar a las clases subalternas y tercerizar la difícil tarea de gobernarse a sí mismas.
1. Daniel Bensaïd, Frente único y hegemonía, disponible en: http://danielbensaid.org/Frente-unico-y-hegemonia?lang=fr
2. Alejandro Bercovich, El país que quieren los dueños, Planeta, 2025.
Por Fernando Rosso * Periodista / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur





