







Desde hace más de dos décadas, vengo apuntando, como en mis reflexiones de 2007 y 2009, que el correo postal, a excepción de los envíos puramente sentimentales, estaba destinado a convertirse en una reliquia cultural que me llevaba a plantearme quitar mi buzón postal, que únicamente recibía publicidad. Hoy, esa previsión no solo se confirma, sino que se acelera con cifras contundentes.


Según datos de UPU, entre 2019 y 2021 el volumen global de cartas cayó un 13.6%, mientras que los paquetes crecieron un 33.6%, el mayor salto registrado en este siglo. Recuerdo un informe de McKinsey de hace una década en el que ya se advertía que la proporción de cartas por paquete global se había reducido de 13:1 en 2005 a 4:1 en 2015, y se estimaba que alcanzaría una paridad 1:1 en 2025.
El caso de Dinamarca es emblemático: PostNord se dispone a dejar de entregar cartas en 2025 tras una caída del 90% en su uso desde 2000 y un descenso del 30% solo en 2024. Se retirarán unos 1,500 buzones y se despedirá a cerca de 1,500 empleados. Esto deja a una minoría significativa (aproximadamente 271,000 personas, la mayor parte de ellas ancianos) que aún dependen del correo físico para notificaciones esenciales, como citas médicas y documentos gubernamentales. Y no es una excepción: en Alemania, Deutsche Post planea eliminar 8,000 puestos de trabajo.
La crisis es estructural. En los Estados Unidos, el correo masivo ha caído dramáticamente: Marketing Mail bajó un 40%, mientras que los envíos de publicaciones periódicas se desplomaron un 65% en las últimas dos décadas, algo de lo que ya se hablaba en 2009. En la Unión Europea, el volumen de correspondencia ha caído casi un 40% desde 1996, y se estima que podría desplomarse aún más para 2030. En el horizonte estadounidense, se proyecta una caída del 33% en diez años, reduciendo los envíos de 104.6 a 71.2 mil millones entre 2025 y 2035.
¿Tiene sentido enviar información por correo físico cuando disponemos de canales inmediatos, económicos y omnipresentes? Solo el valor emocional lo sostiene: una carta de amor, un recuerdo personal conservado entre el papel y el sobre. En cualquier otra instancia, lo digital es inevitable, eficiente y ecológico. Esa lógica determina un movimiento irreversible: la desaparición del correo tradicional salvo en momentos simbólicos.
¿Qué papel seguirá desempeñando el correo físico? Quizás en notificaciones oficiales, esas que requieren constancia legal o registro fehaciente de la entrega, algunas formas de correspondencia tangible seguirán siendo necesarias. Pero incluso ahí, muchas instituciones optan hoy por versiones electrónicas certificadas o plataformas digitales con valor probatorio. Lo físico se reduce a lo verdaderamente indispensable.
Si el correo solo transporta información, sin peso real, sin mercancía, deja de ser económicamente sostenible. Los operadores postales están reformulando sus modelos: priorizan paquetes, integran servicios logísticos, se transforman en proveedores de última milla. Y los gobiernos, llevados por la obligación universal, deben balancear eficiencia con justicia social: ¿quién se queda fuera si el servicio desaparece? En el caso de Dinamarca, se ha planteado incluso que envíos privados pasen a complementar el sistema, especialmente para comunidades remotas.
Aquí estamos: en el umbral del fin de una era que duró siglos. El correo tradicional que conocimos no ha sido desplazado por una novedad efímera, sino por herramientas superiores que se impusieron de forma natural. Solo los envíos con carga emocional o necesidad certificada parecen resistirse… por ahora. Mi mujer y yo, cuando viajamos a ciudades nuevas, tenemos desde hace tiempo inmemorial la costumbre de enviar una postal a nuestra hija, y cada vez nos cuesta más encontrar tanto la propia postal, como los sellos y, en algunos sitios, hasta los buzones. ¿Asistimos al entierro de un formato, o al renacimiento de los ricos matices de la comunicación, pero sobre un soporte diferente?
Nota: https://www.enriquedans.com/







