







Mi columna de esta semana en Invertia se titula «No es el cerebro, es el examen», y trata sobre la insistencia en confundir el efecto de una herramienta con los defectos de la forma de medir.


Cada cierto tiempo, vuelve el mantra de que la inteligencia artificial «apaga» el cerebro, amparado en titulares alarmistas y en métricas que, si las miramos con calma, describen más bien nuestro apego a un tipo de prueba que la realidad del aprendizaje. El problema no es neurológico, es metodológico: seguimos evaluando como si el mérito estuviese en recordar, cuando el valor, en un mundo en el que cualquiera puede invocar un modelo generativo, está en preguntar mejor, contrastar, sintetizar y tomar decisiones con criterio.
Lo que intento discutir en la columna es una idea sencilla que, sin embargo, nos cuesta aceptar: las herramientas cambian el reparto de cargas cognitivas, y por tanto deben cambiar también las métricas. Cuando una tarea permite externalizar memoria o redacción de bajo nivel, el cerebro no «se desconecta», sino que reasigna recursos. Es precisamente esa capacidad la que nos hace humanos y resilientes, capaces de un nivel de adaptación muy superior a lo meramente biológico determinado por las mutaciones, y la historia de la tecnología está llena de ejemplos: de la imprenta a la calculadora, del buscador al corrector ortográfico.
Cada avance provocó, en su día, una oleada de quejas sobre el supuesto «ablandamiento» mental, que casi siempre se explicaba porque seguíamos pidiendo exactamente lo mismo en los exámenes. Si premiamos la repetición literal y la caligrafía, cualquier prótesis cognitiva parecerá «hacer trampa». Si evaluamos comprensión, criterio y trazabilidad del proceso, la herramienta deja de ser un atajo y se convierte en un catalizador.
La educación es el terreno donde esta confusión resulta más visible. Metimos ordenadores y tabletas en el aula para seguir haciendo las mismas preguntas que hacíamos con el papel, y ahora demonizamos los modelos generativos porque, oh sorpresa, el estudiante recuerda peor una frase exacta de un texto asistido. Seguimos midiendo lo que ocurre sin tecnología para decidir qué valor tiene aprender con tecnología. La alternativa no es prohibir, sino rediseñar: tareas que exijan descomponer problemas, justificar elecciones, documentar prompts y fuentes, explicar por qué una respuesta del sistema se acepta o se descarta. Y sí, también periodos sin apoyo digital para consolidar aprendizaje, no como castigo, sino como comprobación de que el andamiaje no ha sustituido a la estructura.
En el entorno profesional sucede lo mismo. Si la productividad se mide por horas de teclado o por «originalidad» estilística, el uso de inteligencia artificial generativa se verá como una amenaza. Si se mide por la calidad del razonamiento, la claridad de la argumentación, la transparencia en el proceso y la capacidad de comunicar incertidumbre, la inteligencia artificial generativa pasa a ser una ventaja competitiva. No se trata de abdicar del pensamiento, sino de elevarlo: dedicar menos tiempo a lo comoditizado y más a lo que no lo está, que es precisamente lo difícil de automatizar. La distinción entre quien delega sin criterio y quien sabe dirigir la herramienta con intención es cada vez más clara, y debería reflejarse en cómo seleccionamos talento y cómo lo desarrollamos.
La columna propone, en definitiva, dejar de usar termómetros rotos. Si cambian las capacidades disponibles, cambian los objetivos y deben cambiar las pruebas. La pregunta importante no es si la inteligencia artificial generativa «nos atonta», sino si somos capaces de construir sistemas de evaluación que capturen lo que realmente importa cuando cualquier alumno o profesional puede convocar, en segundos, una ayuda generativa. Mientras no lo hagamos, seguiremos premiando la memoria por la memoria, castigando la eficiencia cognitiva y confundiendo destellos en un electroencefalograma con inteligencia. Lo que de verdad debería preocuparnos no es cuánto somos capaces de recordar, sino qué hacemos con lo que ya no es necesario recordar.
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