







Una burbuja económica o financiera se define como un proceso especulativo en el que los precios de determinados activos se separan de manera significativa de su valor intrínseco, impulsados por expectativas exageradas y dinámicas de contagio colectivo. Como en la clásica descripción acuñada por Charles Kindleberger, la burbuja comienza con una innovación real, se acelera con la codicia y la euforia, y acaba estallando cuando la realidad demuestra que no todo lo prometido era posible o necesario. La pregunta, entonces, es inevitable y ya la he planteado anteriormente: ¿estamos viviendo una burbuja de inteligencia artificial?


La comparación con otras burbujas tecnológicas recientes resulta inevitable. Desde Cory Doctorow, que la compara con la de las criptomonedas, hasta medios que afirman que no se parece a la «burbuja puntocom» de los valores tecnológicos, la narrativa parece consolidarse. La sobreinversión en centros de datos, chips y startups de inteligencia artificial recuerda demasiado al despliegue de fibra en los ’90 o a los proyectos de cadena de bloques de hace apenas unos años. Incluso voces empresariales con intereses en el sector, como Joe Tsai, presidente de Alibaba, advierten de un exceso de expectativas difícil de sostener, o el mismísimo Sam Altman, que afirma decididamente que hay una burbuja.
Los síntomas son reconocibles: valoraciones estratosféricas, promesas de disrupciones inmediatas, e inversores convencidos de que han encontrado «El Dorado» y que «esta vez es diferente». El entusiasmo mediático y financiero recuerda a los momentos previos a otras explosiones especulativas. Andrew Zuo se pregunta directamente cuándo estallará la burbuja, mientras Cory Doctorow lleva tiempo señalando que el mecanismo económico de estas burbujas es prácticamente siempre el mismo. Y mientras tanto, las grandes tecnológicas compiten por ver quién invierte más en un juego que algunos califican de insostenible.
¿Significa eso que la inteligencia artificial está condenada al olvido cuando estalle la burbuja? En absoluto. La historia muestra que cada gran tecnología de propósito general, desde el ferrocarril hasta internet, ha atravesado su fase de burbuja inicial, y que ello forma parte del mecanismo gregario de los inversores y de la mismísima condición humana. La inflación de expectativas y la subsiguiente caída no invalidan la utilidad ni la permanencia de la innovación, sino que sirven como un mecanismo de depuración: se cierran centros de datos innecesarios, se disuelven compañías sin futuro, y el capital se reasigna a quienes realmente aportan valor. La «música», como dice Stuart Russell refiriéndose a la inteligencia artificial, no deja de sonar de golpe, pero el número de sillas sí se reduce dramáticamente.
Lo que observamos en este momento es el agotamiento de una estrategia concreta: la del «brute force» norteamericano, consistente en escalar modelos cada vez más grandes a base de más datos y más chips. Como recuerda Yann LeCun, esa vía ofrece rendimientos decrecientes y está alcanzando sus límites. Frente a ello, aparecen propuestas alternativas, muchas de ellas desarrolladas en China, que exploran modelos más pequeños, eficientes y con arquitecturas distintas, y que podrían marcar la siguiente fase de progreso.
La burbuja, por tanto, existe y explotará como todas. Veremos desaparecer muchas de las apuestas actuales, asistiremos a espectaculares correcciones bursátiles y a inversiones que se esfuman como humo. Pero eso no significa que la inteligencia artificial vaya a desaparecer, sino simplemente que atravesará el mismo ciclo que toda tecnología transformadora: el de una sobre-expectación inicial seguida de una consolidación más lenta, más pragmática y, probablemente, más interesante. Lo que hoy se invierte en exceso servirá mañana para depurar y seleccionar, y de esa selección emergerán los usos que realmente importan.
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