Robotaxis en llamas y mapas invisibles: el irregular avance de la revolución autónoma

Actualidad16/06/2025
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La imagen de cinco Jaguar I-Pace de Waymo ardiendo durante las protestas anti-inmigración de la semana pasada en el centro de Los Angeles es algo más que una imagen espectacular: además, evidencia la velocidad con la que los coches sin conductor han pasado de ser una curiosidad de ciencia-ficción a convertirse en símbolo urbano más.

En apenas un año de servicio público, la flota de Waymo se ha integrado tanto en el paisaje de las ciudades que quemar esos vehículos resulta para los manifestantes un acto de protesta inteligible: la inversión del propio argumento de la compañía de que la autonomía hará las calles más seguras al eliminar el error humano.

Esas hogueras, en cualquier caso, iluminan solo una cara del panorama actual. A pesar de los focos de resistencia, Waymo acumula hoy más de 250,000 trayectos de pago cada semana entre Phoenix, San Francisco, Los Angeles y Austin, un incremento de cinco veces en doce meses y una escala sin parangón en ningún otro lugar del mundo. Austin, en particular, se ha convertido en el nuevo laboratorio del sector: ciudad de pruebas original de Google hace ya una década, hoy alberga a Waymo, Zoox y varios outsiders más pequeños mientras espera la entrada, largamente prometida, de Tesla. El primer robotaxi Model Y sin nadie al volante fue filmado recorriendo una avenida el 10 de junio, y Elon Musk asegura que los viajes abiertos al público se iniciarán, de forma tentativa, el 22 de junio con un pequeño número de vehículos.

Al otro lado del Atlántico el tono es mucho más cauto, pero la presión aumenta. El nuevo mecanismo acelerado del Reino Unido permitirá pilotos limitados de taxis sin conductor a partir de la primavera de 2026, con Uber y la londinense Wayve dispuestas a poner coches totalmente autónomos en las calles de la capital a la espera del visto bueno de Transport for London. Lo interesante de la noticia sobre AV 2.0 de Wayve, centrada en inteligencia artificial, es que prescinde de los costosos mapas de alta definición de los que dependen los robotaxis de primera generación y se entrena con materiales de vídeo en bruto, de modo que un solo modelo puede adaptarse a nuevas ciudades. Si funciona, podría saltarse el cuello de botella cartográfico que hoy limita la expansión geográfica: lo que podríamos llamar falta de «micro-cartografía» dinámica fuera de un puñado de metrópolis bien cartografiadas y con ayuntamientos especialmente proactivos.

La Unión Europea, sin embargo, sigue enfrentándose a su propia «tarta con capas de regulación y burocracia«, como se quejó Musk en enero al comprobar la montaña de papeleo necesaria incluso para un FSD supervisado, no digamos ya para la operación sin supervisión (o para simplemente poder utilizar funciones tan básicas en sus vehículos como la salida de una autopista). La regulación es a la vez salvaguarda y lastre: el continente que inventó el principio de precaución se ve observando desde la grada los pilotos norteamericanos y chinos mientras continúa con discusiones bizantinas sobre marcos de responsabilidad.

Mientras tanto, China ha construido silenciosamente el mayor banco de pruebas del mundo. Su Apollo Go, propiedad de Baidu, ha completado más de once millones de trayectos y opera en más de cincuenta zonas piloto municipales, donde un viaje cuesta en torno a 0.35 dólares por milla frente a los dos dólares estadounidenses, una ventaja fruto de subsidios, cadenas de suministro densas y un mercado interno gigantesco. La disposición del gobierno central a tratar distritos urbanos enteros como laboratorios vivientes contrasta radicalmente con el mosaico municipal estadounidense y la inercia regulatoria europea, acelerando la difusión hacia el este.

Los movimientos de capital refuerzan el patrón. Un puñado de gigantes estadounidenses y chinos financian deslumbrantes conjuntos de sensores y silicio a medida, mientras que las regiones con redes de venture capital más escasas deben improvisar. Moove, fundada en Lagos (Nigeria), es la encargada de cargar y limpiar los Waymo en Phoenix y Miami, y planea levantar nada menos que trescientos millones de dólares para convertirse en el próximo unicornio africano, sumándose a un club que aún reúne menos de una decena en todo el continente. Su estrategia de alquilar coches autónomos a emprendedores independientes recuerda a la explosión de la gig economy de la década pasada: los mercados secundarios de la autonomía podrían florecer primero allá donde la propiedad directa sea inalcanzable.

¿Por qué, entonces, la difusión es tan irregular? Primero, porque el sustrato cartográfico importa. Los primeros robotaxis se apoyan en mapas HD bloqueados con LiDAR y exactos al centímetro: generarlos y mantenerlos actualizados ciudad a ciudad resulta sumamente caro y, con frecuencia, políticamente sensible. Los estudios académicos describen esos pipelines cartográficos como un componente crítico pero aún limitado de la autonomía. Las regiones carentes de mapeo continuo y de alta resolución, inevitablemente, irán por detrás, salvo que, como Wayve, apuesten por sistemas de solo visión que aprenden sobre la marcha.

En segundo lugar, la regulación actúa tanto de desincentivo como de acelerador. La autoridad municipal fragmentada de los Estados Unidos permite pilotos audaces, pero también prohibiciones abruptas, como descubrió Cruise tras su percance en San Francisco. El enfoque vertical chino concede licencias a escala de ciudad, pero puede revocarlas con la misma facilidad. Europa superpone normas locales, nacionales y supranacionales, generando ciclos de aprobación difíciles de gestionar que ni siquiera las empresas más capitalizadas navegan con soltura.

En tercer lugar, el capital está concentrado. La conducción autónoma exige no solo quemar ingentes cantidades de recursos en investigación y desarrollo, sino además, financiar flotas, habilitar depósitos de carga, telesupervisión remota y seguros. En ecosistemas donde los inversores siguen persiguiendo fintech o comercio electrónico, los vehículos autónomos parecen un capricho desenfrenado, de ahí la escasez de unicornios africanos y la decisión de Moove de subirse a los activos de Waymo en lugar de levantar su propia flota desde cero.

Por último, surgen también la cultura y la política. Los incendios en Los Angeles demuestran que los robotaxis pueden convertirse en un proxy de conflictos sociales más amplios: la aceptación pública no es automática ni uniforme. Incluso en la muy tech-friendly Austin, Tesla debe empezar con coches de escolta y operadores de seguridad en los asientos de pasajero para tranquilizar a reguladores y usuarios.

El resultado es un patrón de difusión aislado y relativamente puntual, decididamente no una marea. La autonomía florece allí donde confluyen mapas de alta resolución, reguladores permisivos y compañías bien financiadas, y se atasca en otros lugares hasta que nuevos paradigmas de mapeo, los sandboxes regulatorios y la financiación alternativa (vehículo como servicio, infraestructuras público-privadas, etc.) empiecen a echar raíces. Lo que vemos es menos un despliegue lineal que una ramificación evolutiva: mientras algunas ciudades incuban un concepto de movilidad plenamente autónoma, otras albergan modelos híbridos con telesupervisión, y muchas más siguen con conductores aferrados al volante. El equilibrio final dependerá tanto de quién posea los datos y el capital como de los algoritmos que mantienen las ruedas (o las protestas) en movimiento.

Nota: https://www.enriquedans.com/

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