





El exilio de Juan Domingo Perón se inicia días después de su derrocamiento, desde su salida del país el 3 de octubre de 1955, y se extiende hasta su regreso definitivo el 20 de junio de 1973. El ex presidente tuvo como destinos iniciales transitorios las ciudades de Asunción, Panamá, Caracas y Ciudad Trujillo (República Dominicana), hasta fijar residencia en Madrid, en enero de 1960, en la quinta del barrio de Puerta de Hierro, donde vivirá durante los siguientes trece años. A lo largo de esos casi 18 años, construyó a distancia una red de vínculos e intercambios personales directos con una amplia y variada gama de dirigentes y referentes políticos, sindicales, militares e intelectuales, militantes y seguidores, la que le permitió mantener y alimentar la vigencia de su liderazgo y neutralizar cualquier competencia. Un caso singular –tal vez único en la historia del siglo XX– de un liderazgo político que se mantuvo vigente durante tanto tiempo, con un protagonismo insoslayable, aun en su ausencia y proscripto por el régimen que lo sucedió.


Dentro del vasto conjunto de interlocutores, Perón dio especial trato a dirigentes y referentes situados en los extremos ideológicos del peronismo, de izquierda a derecha. Dentro de ese espectro lo hará con intelectuales que argumentarán en favor de la lucha armada y la radicalización del proceso político, y con militares que, desde la acción político-militar, pensarán la lucha ideológica en otros términos, y su participación en ella enfrentando dicha radicalización. Se trataba en este caso de actores que tendrían un papel inicialmente menor, periférico o secundario, y a la vez crítico, respecto de otros actores más visibles, más moderados y ubicados en el centro de las actividades del peronismo en el escenario político de la época, en la que el peronismo estaba formalmente proscripto, pero a quienes Perón dispensará una atención especial alentándolos en su accionar. Ellos desarrollarán, en su intercambio epistolar y sus contactos personales con el Líder, una línea argumental de una alta intensidad político-ideológica, que desde visiones antagónicas tributará a un mismo objetivo: evitar una “normalización” de la política argentina que prescindiera de la presencia de Perón y lograr su retorno al país y su regreso al poder.
Estos referentes irán ganando un creciente protagonismo y serán actores decisivos, ocupando lugares clave, funciones de gobierno y espacios de poder cuando el peronismo retorne al gobierno en 1973, lo cual tendrá también una incidencia no menor en el curso que tomará el proceso político a partir de entonces. Perón no desconocerá el grado de enfrentamiento existente entre las distintas expresiones que le manifiestan su adhesión, la izquierda insurreccional y la derecha contrarrevolucionaria; antes bien, las alienta. Unos le hablaban del “socialismo nacional” y otros del “peligro comunista”. Y él les responderá en igual sentido. El ex presidente suponía, acaso, que lograría contenerlos o que, en última instancia, se neutralizarían unos con otros.
Un mismo objetivo: evitar una “normalización” de la política argentina que prescindiera de la presencia de Perón y lograr su regreso al poder.
Esta particular interlocución define una estrategia que permite analizar el modo en que se establecieron las relaciones entre política y violencia, estrategia y táctica, “amigo-enemigo”, lealtad y traición, así como los antagonismos ideológicos entre izquierdas y derechas, contenidos –y alimentados– por el Líder desde el exilio. Asimismo, esta etapa histórica tendrá un hilo conductor que puede seguirse tanto en secuencia cronológica como retrospectiva: el proceso que se inicia en marzo de 1973, con el retorno a la democracia y el regreso del peronismo al gobierno, que culmina con la tercera presidencia de Perón y su muerte el 1º de julio de 1974, sucedido por su esposa y vicepresidente Isabel Perón, y que se cierra trágicamente con el golpe de Estado de marzo de 1976, será el resultado de una conjunción de fuerzas que, en gran medida, fueron pensadas, contempladas, promovidas y contenidas por Perón a lo largo de los años previos de proscripción, exilio, resistencia y retorno.
Resistencia y conspiración
Tras el golpe de septiembre de 1955, las fuerzas peronistas habían quedado dispersas en todo el país y numerosos dirigentes habían marchado al exilio. En esas circunstancias, Perón definió su estrategia de acción en dos niveles: creó un comando o “conducción estratégica”, que él asumía a distancia, y una “conducción táctica” encargada de llevar a cabo sobre el terreno o “teatro de operaciones” las tareas definidas por él a través de sus directivas.
Para las tareas políticas “de superficie” designa delegados personales con el mandato de mantener “la unidad del movimiento”, organizar sus estructuras formales y oficiar de voceros locales del Líder. Esta figura de la Delegación se mantendrá a lo largo de todo su exilio y será ocupada por dirigentes de muy diferentes perfiles: John William Cooke, Oscar Albrieu, Luis Albamonte, Jerónimo Remorino, Bernardo Alberte, Jorge Daniel Paladino y Héctor J. Cámpora. Pero, al mismo tiempo, Perón no dejará de sostener y avalar otras instancias y canales de interlocución, estructuras paralelas y redes subterráneas que en muchos casos competían o confrontaban espacios entre ellos.
Luego de una serie de intentos fallidos, crea un Consejo Coordinador y Supervisor (CCyS) al que le encarga la “conducción táctica” del movimiento: “Disponemos de fuerzas políticas, fuerzas sindicales y organismos de la Resistencia –explicará en varias de sus cartas–. Las fuerzas políticas y las gremiales tienen un ‘statu’ seudolegal en tanto las de la Resistencia (que así llamaremos a las que actúan en la ilegalidad absoluta, con organización clandestina y con fines insurreccionales) deben desenvolverse en la más absoluta clandestinidad. Tanto las dos primeras como las últimas deben actuar, en cambio, en absoluta coordinación, asegurando para todos los casos la unidad de acción, la colaboración y la cooperación” (1). En esa división tripartita, Perón introduce transversalmente la dimensión insurreccional, tarea para la cual coloca a las tres fuerzas –política, sindical y clandestina– bajo el mando del Estado Mayor Combinado.
Es así que se organizó el Consejo Coordinador encargado de la conducción táctica política; las “62 Organizaciones” encargadas de la conducción sindical de los gremios peronistas y el Estado Mayor Combinado “con la misión de preparar la insurrección y realizar el golpe de Estado como punto de partida para la revolución”. Perón subraya la importancia que les asigna a las actividades clandestinas. Parte del supuesto de que “habiendo sido declarado el Peronismo fuera de la ley, sería ingenuo que nosotros nos tratáramos de colocar en nuestra conducta dentro de ella. Descarto en absoluto que nuestros enemigos puedan ofrecernos de buena fe la posibilidad de actuar legalmente y menos aun alcanzar el gobierno por ese camino” (2).
Tras el fracaso de la Operación Retorno en diciembre de 1964 (3), Perón introduce ajustes en su estrategia privilegiando el intercambio con quienes mejor le mostraran acatamiento a su liderazgo y le ofrecieran capacidad para imponer cohesión y disciplina en las filas del movimiento. Lejos de la unidad invocada, el peronismo se manifestaba como una constelación de grupos que actuaban dentro y fuera de la legalidad, con serios disensos e intensas disputas entre ellos y con una base de apoyo fuerte en las organizaciones sindicales. Por otra parte, los intentos de hacer pie en las Fuerzas Armadas habían resultado infructuosos. Al mismo tiempo, el líder en el exilio sostiene otra línea abierta de contacto e intercambio con referentes políticos de la Resistencia y dará cabida y aliento a los sectores juveniles que, alentados por el impacto de la Revolución Cubana, le acercaban ideas sobre cómo organizar la lucha frontal contra el régimen que comenzará a plantearse bajo la forma de una insurrección popular y una reivindicación de la lucha armada como parte de un proceso revolucionario. En ese espacio se encuadran las llamadas “formaciones especiales”.
¿Revolución o contrarrevolución?
A comienzos de los años 70 era evidente que el Líder estaba maniobrando para contener a los sectores juveniles que asociaban su regreso a una revolución socialista en curso, aplacar la agitación de masas y apoyarse en los dirigentes que le prometían lealtad incondicional y el control del movimiento.
Se llega, finalmente, a las elecciones del 11 de marzo de 1973 y al triunfo de la fórmula del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI) integrada por dos dirigentes “históricos” del peronismo, de origen conservador: Héctor José Cámpora y Vicente Solano Lima. Luego de un primer viaje que se concreta en noviembre de 1972, Perón regresó definitivamente al país el 20 de junio de 1973. Lo que había sido pensado como un reencuentro feliz y entusiasta del Líder con su pueblo en las cercanías del aeropuerto de Ezeiza se transforma en una batalla campal que culmina en un baño de sangre (López Marsano, págs. 68). El “trasvasamiento generacional” sería cruento.
Lo acontecido en Ezeiza había sido “una matanza brutal y premeditada” para la organización Montoneros. Sin embargo, tanto estos como sus estructuras “de superficie” seguían invocando su lealtad al Movimiento Peronista y a Perón: “Quien conduce es Perón, o se acepta esa conducción o se está afuera del Movimiento… Porque esto es un proceso revolucionario, es una guerra, y aunque uno piense distinto, cuando el general da una orden para el conjunto [del Movimiento], hay que obedecer” (4).
Culminaba una etapa, la de “la larga década del 60” signada por la proscripción, el exilio de Perón y la Resistencia, y era, al mismo tiempo, apenas el prólogo de las sangrientas luchas internas que el peronismo viviría en los años siguientes. El retorno a la legalidad arrastraba consigo un complejo sustrato de ilegalidad y política clandestina que se expondría en la superficie como un campo de batalla sin cuartel.
Personajes con quienes Perón había mantenido un fluido intercambio epistolar durante los pasados trece años de su exilio en Madrid –Héctor Cámpora, el general Miguel Ángel Iñíguez, el teniente coronel Jorge Osinde, Rodolfo Puiggrós, Rodolfo Galimberti, el mayor Bernardo Alberte, Atilio López, entre otros– serán protagonistas de ese campo de batalla desde lugares clave o encumbrados en la etapa que se abre en marzo de 1973. Cámpora durará 49 días en la Presidencia de la Nación y tras su renuncia el 13 de julio, que habilita nuevas elecciones y la tercera Presidencia de Perón, comenzará tiempo después otro peregrinaje hacia un ostracismo político que terminará con su detención y exilio en México.
Perón había cumplido su promesa con Puiggrós y promovió su nombramiento como Rector Interventor en la Universidad de Buenos Aires apenas asumió Cámpora la Presidencia de la Nación. La UBA pasó a denominarse “Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires” (UNPBA) y fue uno de los espacios institucionales que mejor reflejaba la participación del “peronismo revolucionario” en el nuevo gobierno. Pero no durará mucho más que Cámpora: será obligado a renunciar y sustituido tiempo después por el ex vicepresidente Solano Lima y, luego, por Alberto Ottalagano, un dirigente ultraderechista de tercera línea, adscripto a la Alianza Libertadora Nacionalista, a quien Perón encomendara tareas clandestinas de agitación a comienzos de los 60, que ingresará al rectorado de la UBA, en septiembre de 1974, rodeado de guardaespaldas armados y proclamando abiertamente su ideología fascista.
Iñíguez será designado Jefe de la Policía Federal al día siguiente del triunfo en las elecciones de la fórmula Perón-Perón y horas antes del asesinato del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci. El militar había reflotado el COR (Comando Organizado de la Resistencia) para rebautizarlo como Comando de Orientación Revolucionaria. Durante los sangrientos sucesos de Ezeiza, los hombres del COR tripulaban los vehículos del Automóvil Club Argentino como parte del operativo de seguridad de la bienvenida al país de Perón que terminó en una masacre. El 7 de abril de 1974, Iñíguez fue reemplazado como jefe de la Policía Federal por el comisario Alberto Villar, un veterano jefe policial que había prestado servicios en la custodia presidencial de Perón durante su segundo gobierno, fanático anticomunista entrenado en contrainsurgencia y al frente de la represión de manifestaciones obreras y estudiantiles en los años 60.
Galimberti y Osinde serán principales referentes del enfrentamiento armado que proseguirá y se incrementará durante el tercer gobierno peronista, entre la organización Montoneros y los grupos parapoliciales y para-estatales de represión. El primero, como integrante de la conducción de Montoneros. El segundo, como jefe operativo de las fuerzas que conformarán la Alianza Anticomunista Argentina o “Triple A”, organización que se atribuirá centenares de asesinatos y sembrará el terror con una campaña de amenazas y listas de “enemigos de la Patria” condenados a muerte o conminados al exilio.
La mayoría de los protagonistas de esta historia terminarán muertos o asesinados. Atilio López, referente del sindicalismo combativo en Córdoba, luego de ser elegido vicegobernador en marzo de 1973 y derrocado meses más tarde por el jefe de policía provincial, fue secuestrado y asesinado por la Triple A, el 16 de septiembre de 1974. El mayor Bernardo Alberte fue capturado por una patrulla militar y arrojado por la ventana de su departamento en la madrugada del 24 de marzo de 1976. Las utopías de la revolución socialista en América Latina, y entre ellas las del llamado “peronismo revolucionario”, serán ahogadas en sangre. Y el sueño, convertido en pesadilla con el regreso a una oscura –la más oscura– etapa de dictaduras que ensombrecerán al subcontinente latinoamericano. Puiggrós, que sufrirá la pérdida de un hijo, muerto por una patrulla militar, marchó al exilio en México, donde continuará vinculado con las actividades de la organización Montoneros desde el exilio, y fallecerá en La Habana, el 12 de noviembre de 1980, a los 73 años.
Una de las últimas cartas que Perón envía y firma de puño y letra, meses antes de morir, está dirigida a Fidel Castro, comandante y primer ministro de la República de Cuba, el 24 de febrero de 1974. Su portador es el ministro de Economía José Ber Gelbard, al frente de la misión de amistad luego de la reanudación de las relaciones bilaterales. Allí, el presidente argentino compara las trayectorias de ambos: “Tanto Ud. Amigo Fidel, como yo, llevamos muchos años de permanente lucha revolucionaria. Ello otorga una experiencia invalorable que es preciso transmitir a la Juventud, para evitarle atrasos que se pagan siempre con dolor y sangre, inútilmente. La pujanza viril de la vida joven, para rendir verdaderos frutos a la Patria, debe ir acompañada de la cuota de sabiduría que otorga la experiencia. La responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros no es ya la de realizar la Revolución que cada uno de nuestros ideales concibe como lo mejor para su Pueblo, sino enseñar a nuestros descendientes a consolidarla. Para ello tenemos dos caminos: Tiempo o Sangre. Tiempo sobra. La Historia nos enseña cómo los excesos vuelven finalmente a su cauce habitual…” (5). El tiempo biológico del anciano líder se estaba agotando. Y la dinámica del proceso político se le había ido de las manos. El complejo artefacto que había fabricado desde el exilio para mantener vivo el movimiento bajo su liderazgo indiscutido, que había funcionado en los 60 y contribuido a su retorno en los 70, se había transformado para entonces en una máquina trituradora de su tercer gobierno, y de la democracia misma.
1. Carta de Perón a Alberto Ottalagano, 20 de marzo de 1961. Hoover Institution Archives, JDPerón Papers, Box 1, Folder 17.
2. Ibid.
3. Perón, que intentaba regresar a Argentina en un vuelo de Iberia, fue detenido en una escala en el aeropuerto Galeão de Río de Janeiro y obligado a regresar a España.
4. Editorial de El Descamisado, junio de 1973. En Roberto Grassi, Periodismo sin aliento, Buenos Aires, Sudamericana, 2015.
5. Enrique Pavón Pereyra (comp.), Juan Domingo Perón, Correspondencia, Tomo 1, Corregidor, Buenos Aires, 1985.
Por Fabián Bosoer * Politólogo, periodista e historiador. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur







