Prohibir las redes sociales a los menores: un despropósito que multiplica los riesgos

Actualidad - Internacional26/05/2025
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La Cámara de Representantes de Texas acaba de aprobar la HB-186, una norma que prohibiría a cualquier menor de dieciocho años abrir o mantener cuentas en redes sociales y obligaría a las plataformas a verificar la edad de todos sus usuarios y a borrar los perfiles infantiles a petición de los padres.

Texas se suma así a una oleada regulatoria que tiene a Australia como punta de lanza: allí el Parlamento aprobó en noviembre de 2024 un veto total a los menores de 16 años, con multas de hasta cincuenta millones de dólares australianos para las empresas que no lo hagan cumplir. En apenas un año, una docena de países, de Francia a Noruega, están estudiando o aplicando restricciones de edad similares.

La tentación política de «apagar el interruptor» es comprensible: es rápida, genera titulares y se presenta como una medida protectora. Pero la evidencia empírica apunta en la dirección contraria. El proyecto EU Kids Online, que lleva casi dos décadas midiendo uso y riesgos digitales en veintiún países, demuestra que lo decisivo no es prohibir, sino cómo y para qué se utiliza la red: los países con mayor alfabetización digital presentan a la vez mayor uso y menor victimización grave. Aislar a los menores no les quita la curiosidad, simplemente les obliga a buscar atajos como VPNs, cuentas prestadas, etc. donde el control adulto desaparece.

No lo dice solo la academia europea: prohibir las redes «no da a los jóvenes las competencias que necesitan para relacionarse de forma saludable con ellas». La Asociación Estadounidense de Psicología (APA) llega a la misma conclusión en su Health Advisory on Social Media Use in Adolescence: antes de los catorce años, se recomienda supervisión adulta activa y, a partir de ahí, un programa gradual de competencias críticas, no el destierro digital.

La prioridad, pues, es formar criterio, no tratar absurdamente de blindar burbujas. ¿Existen peligros? Por supuesto, pero la respuesta a ellos no debe ser la prohibición. Las prohibiciones absolutas generan un cuello de botella de inexperiencia. Quien cumple la mayoría de edad desbloquea de golpe un mundo para el que no ha sido entrenado: algoritmos de refuerzo, publicidad conductual, bulos de corte electoral, estafas piramidales… simplemente retrasar la exposición sin educación práctica previa equivale a soltar a un conductor novel directamente en la autopista. Los propios reguladores australianos reconocen este riesgo: las compañías advirtieron que el veto podría empujar a los jóvenes «a rincones más oscuros e incontrolados de internet».

Nada de esto exime a las plataformas de su culpa. Las redes sociales están diseñadas para maximizar el tiempo de permanencia mediante técnicas psicológicas de extracción de atención. Cuando estas dinámicas dañan la salud mental, facilitan la manipulación o permiten sistemas de captación de menores por redes de abuso, la respuesta correcta no es castigar al usuario, sino al arquitecto del sistema. La Unión Europea empezó ese camino con la Digital Services Act, pero hoy necesitamos ir más lejos: auditorías algorítmicas obligatorias, prohibición de los dark patterns y responsabilidad penal para los directivos que implementen diseños irresponsables, adictivos o negligentes. Los Mark Zuckerberg y compañía tienen que saber que la próxima filtración de documentos internos podría y debería terminar en los tribunales y con sanciones penales, no solo en una simple multa o en un día de mala prensa.

Regular no es ni debería ser simplemente prohibir. Regular significa establecer un estándar de diseño seguro y transparente, igual que la ingeniería civil impone códigos de seguridad sin prohibir los edificios. Significa exigir a las plataformas que implementen verificación de edad proporcional y respetuosa con la privacidad, evitando bases de datos biométricas permanentes; que activen por defecto los controles de contenido sensible y los límites de tiempo en cuentas infantiles; y que financien, vía una tasa específica, programas de alfabetización digital en escuelas y familias.

Todo ello puede y debe coexistir con el derecho de los menores a estar online, a aprender a utilizar ese recurso y a entrenarse para pensar críticamente sobre lo que ven allí. Prohibir las redes sociales a los menores es un remedio fácil que condena a la ignorancia en nombre de la protección. Educarles, y sobre todo, poner coto a la irresponsabilidad corporativa rampante que hoy domina el diseño de las plataformas es bastante más complejo, pero es también la única vía sensata. Enseñemos a los jóvenes a manejar el fuego con las adecuadas precauciones y cuidados, y reservemos el código penal para los irresponsables que venden bidones de gasolina sin instrucciones ni extintores.

Las redes sociales son peligrosas porque quienes las dirigen han elegido un modelo de negocio tóxico. Corregir eso exige leyes contundentes y usuarios críticos, no cordones sanitarios que se rompen a la primera oportunidad.

Nota:https://www.enriquedans.com/

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