La oscuridad de la mente política





Más allá de la simbólica santidad que le otorgaba su cargo, el papa Francisco era un hombre pragmático y conectado con las cuestiones terrenales, como lo demostró en su práctica política. Prueba de esa conexión es el diálogo que sostuvo en 2019 con Nelson Castro (entrevista exclusiva que se mantenía inédita y se conoció esta semana) en el cual contó que, en un momento difícil de su sacerdocio, durante la dictadura, acudió a la consulta con una psiquiatra. Según sus palabras, había cosas que no podía manejar. “Me ayudaba con explicaciones y consejos, a hondazo limpio me ubicaba”, recordó. “Me ayudó muchísimo... La doctora Rubel, una gran mujer”. Y advirtió que un buen sacerdote debería estudiar psicología. A partir de su experiencia Francisco cerró así una grieta que suele enfrentar a la religión y a la ciencia.
El consejo del Papa debería ser trasladado a la política, más aún en este tiempo en el que surgen como hongos, aquí y allá, gobernantes cuyas condiciones y estabilidad psíquicas generan dudas razonables. El 28 de diciembre de 2000, poco después de cumplir 102 años, murió en Connecticut Arnold Hutschnecker, psiquiatra austriaco que se refugió en Estados Unidos huyendo del nazismo. Entre 1951, cuando publicó su libro The Will To Live (La voluntad de vivir), y 1993 fue, con interrupciones, psicoterapeuta de Richard Nixon. La relación se inició cuando Nixon, entonces senador, leyó aquel libro y lo consultó, y se vieron por última vez en el funeral de Pat, la esposa del expresidente estadounidense. De su experiencia (se dice que también atendió a Gerald Ford, sucesor de Nixon, si bien Ford lo negó) Hutschnecker llegó a esta conclusión: “Los líderes, más allá de lo puramente político, deberían ser sometidos de antemano a chequeos exhaustivos por parte de médicos y psiquiatras para garantizar que los más brillantes sean también los más sanos mental y moralmente”. Muchos padecimientos de los países y sus sociedades podrían evitarse si se siguiera este consejo. Pero, al revés de Francisco, la mayoría de los políticos (como tanta gente, incluso ilustrada) cree que la psicología es “para los locos” y, conducidos por su narcisismo y, paradójicamente por sus neurosis y psicopatías, prefieren sucumbir a la hubris (enfermedad de la soberbia) antes que explorar su propia interioridad. Alardean de valientes para ocultar el pánico a los contenidos de su inconsciente. Hasta que alguien, generalmente tarde, anuncia que el rey está desnudo, con sus trastornos mentales a la vista. Esos trastornos cuyos cortesanos, sus fanáticos, e incluso muchos ubicuos analistas políticos, prefieren no ver. “Buscar poder para usarlo como un mecanismo de dominación de los demás e influir para mover los hilos de la historia es una forma de compensar carencias vitales”, piensa Otto Granados, quien fue secretario de Educación en México y ha vivido este fenómeno desde adentro. “Gobernar no es solo asunto de títulos académicos o experiencia política”, señala en un artículo que firma en el diario La Razón, de su país. “Frecuentemente son mucho más decisivas las complejidades de la personalidad, el cerebro y el carácter, y por ende debieran ser oportunamente reconocidas para maximizar sus bienes y neutralizar sus males”.
Decir de un gobernante que sus actitudes excéntricas, sus decisiones arbitrarias, sus desbordes emocionales y su violencia verbal extrema se deben a que “él es así” resulta, a esta altura del siglo XXI y del desarrollo de las ciencias de la conducta, una forma peligrosa de jugar a la ruleta rusa con el destino de una sociedad. “Ser así”, negando las oscuridades de la mente, puede dejar en el caso de los gobernantes un tendal de trágicas consecuencias sociales. Ha ocurrido.
Por Sergio Sinay * Escritor y periodista. / Perfil