Notas automáticas en reuniones: ¿productividad o Gran Hermano?





Si hay algo que me fascina cuando hablamos de transformación digital, es la manera en que la adopción de ciertas tecnologías pueden trastocar por completo nuestros hábitos laborales en un plazo de tiempo corto.
Encuentro un ejemplo muy interesante de ello en los asistentes de inteligencia artificial para la toma de notas en videoconferencias y reuniones, un tipo de herramientas en fuerte popularización pensadas, en principio, para liberarnos de la pesada tarea de apuntar cada detalle de lo que se ha comentado en una reunión, que tiene el aspecto de estar imponiéndose en cada vez más entornos, pero que puede también acarrear consecuencias a largo plazo que impactan nuestra forma de trabajar.
En varias ocasiones ya me he encontrado, en videoconferencias con distintas compañías, con que aparecía un «misterioso invitado» mudo y sin cámara, dedicado en exclusiva a documentar la reunión. Pero ¿hasta qué punto estas soluciones pueden suponer una mejora en nuestra eficiencia y hasta qué punto están minando la esencia misma de nuestras interacciones profesionales? Mi forma de participar en reuniones es, habitualmente, bastante «ligera»: trato de aportar mis puntos de vista, de proponer ideas, obviamente, pero en muchas ocasiones lo hago utilizando el humor, en un estilo que está pensado para tratar de hacer la reunión agradable, pero seguramente no para ser preservado en forma de notas exhaustivas. ¿Debería plantearme ser «más seco» y decir únicamente aquellas cosas que considero que pueden ser anotadas sin ningún problema o consecuencia?
Un artículo en Bloomberg, «Please stop inviting AI notetakers to meetings«, incide precisamente en esta tendencia, que en la mayoría de las ocasiones aparece, además, sin pedir ningún tipo de permiso a los asistentes. La ventaja principal de este tipo de herramientas es evidente: ya nadie tiene que dedicarse a hacer malabares entre escuchar, participar y tomar notas. Combinando el reconocimiento de voz y el análisis semántico, los asistentes de inteligencia artificial generan resúmenes, extraen tareas pendientes y facilitan un archivo fácil de buscar. Y, por supuesto, sin errores ortográficos y con una precisión y consistencia imposibles de lograr (al menos para la mayoría de los humanos) en un entorno de reunión en tiempo real.
Además, aportan otros beneficios: su capacidad para transcribir en varios idiomas incluso simultáneamente, romper barreras idiomáticas y mejorar la inclusión de participantes con distintas capacidades auditivas. Para quienes trabajan en entornos multinacionales, estas funcionalidades pueden ser un verdadero salvavidas en términos de tiempo y esfuerzo.
Pero obviamente, no todo es maravilloso, y surgen algunas inquietudes potencialmente importantes. Para empezar, ¿dónde se almacenan estos datos? ¿Quién garantiza que el proveedor de inteligencia artificial no esté almacenando nuestras conversaciones más confidenciales en servidores de vaya-usted-a-saber-dónde, y utilizándolos para el entrenamiento de sus algoritmos? Y, aún más delicado, ¿cómo gestionar la conformidad con normativas de protección de datos cuando esas grabaciones y transcripciones podrían cruzar fronteras en un solo clic?
A esto debemos sumar otro problema nada trivial: la dependencia tecnológica. Confiar ciegamente en que la inteligencia artificial resuma con exactitud nuestras conclusiones y decisiones puede llevarnos a una cómoda pasividad en la que la capacidad humana de escucha activa y análisis crítico pierde protagonismo, y simplemente nos relajamos y nos dedicamos a atrofiar nuestros mecanismos de atención, algo que afecta a nuestra forma de participar en esas reuniones.
Podríamos argumentar que un registro más claro y consultable de lo tratado en cada reunión aporta transparencia, mejora la rendición de cuentas y, en consecuencia, la calidad de las decisiones. Sin embargo, también es cierto que el tener registros permanentes de todo lo dicho puede crear, como he comentado en mi caso, un cierto clima de autocensura. ¿Quién no se lo pensará dos veces antes de plantear una idea arriesgada, compartir información delicada o simplemente hacer un chiste si sabe que cada sílaba está siendo escrutada por un algoritmo, y potencialmente por el departamento legal?
Las ventajas de automatizar las notas son evidentes y potencialmente interesantes: nos simplifica la vida, hace más inclusivas las reuniones, reduce el margen de error y libera tiempo para centrarnos en la parte más estratégica o más creativa de nuestro trabajo. Pero, como ocurre con cualquier adopción tecnológica, debemos ser conscientes del precio a pagar. La información privada se vuelve más vulnerable, la dependencia es evidente y nuestra cultura de reunión puede cambiar drásticamente bajo esa sombra de la monitorización continua.
Mi opinión es que la clave, como en tantas otras cuestiones, reside en la combinación de la herramienta adecuada con la supervisión y las políticas corporativas pertinentes. No se trata de demonizar una tecnología que podría mejorar la productividad de muchas organizaciones, sino de asumir que su adopción conlleva responsabilidades adicionales: tener clara la gestión de datos, explicar su uso, obtener el consentimiento de los participantes, y no relegar todo el peso de la tarea a la máquina.
Porque, si hay algo que hemos aprendido de la innovación digital, es que las herramientas van y vienen, pero la confianza y la cultura no se construyen en un día. Y renunciar a ejercer un juicio crítico y humano en pro de una comodidad automatizada podría, al final, salirnos mucho más caro que ahorrarnos un par de horas de toma de notas o de transcripción.
Básicamente, entender que los asistentes de toma de notas no son ni ángeles ni demonios: son potencialmente un recurso valioso que, bien gestionado, puede liberar a las organizaciones de tareas repetitivas e impulsar la colaboración, pero que no debemos abrazar de manera irreflexiva sin plantearnos sus posibles implicaciones éticas, culturales y de privacidad.
Nota: https://www.enriquedans.com/