Actuarios y profetas
Hace casi un año —cuando todavía no había iniciado su larga modorra— la Confederación General del Trabajo (CGT) convocó a un paro general contra el DNU 70 y la Ley Pasta Base anunciada por el Presidente de los Pies de Ninfa. El vocero de Adorno consideró que la medida de fuerza, la primera a escala nacional lanzada contra el gobierno de la motosierra, “complica la vida y es una pérdida de dinero para muchísimos argentinos”. El funcionario no especificó el monto de dicha pérdida, pero por suerte, algunos medios serios compensaron el olvido difundiendo estimaciones tan indignantes como imaginativas.
Aldo Abraham, director del sello de goma Fundación Libertad y Progreso, afirmó: “El cálculo que nosotros tenemos es 1.500 millones de dólares o alrededor de 0,2% del PBI, que no parece mucho cuando lo pones así, pero sí lo es para un país que tiene alrededor de 45% de su gente en la pobreza y que el objetivo debería ser producir cada vez más para poder sacarlos de ahí”.
Otro calculista creativo, José Lezama, director del coso Centro de Producción Documental de GEO Estudio y Opinión, dividió la producción de bienes y servicios del país por los 365 días del año y consideró que “el país pierde en un paro general entre 1.600 y 1.750 millones de dólares”. Como era de esperar, lamentó el paro, ya que “no producir implica menos salarios, menos empleos y mayores dificultades para poder abastecer a la demanda social”. Es decir, manifestar en contra de la pérdida del poder adquisitivo de los salarios generaría el efecto adverso. El mundo ha vivido equivocado.
Además de ejercer un derecho establecido en el artículo 14 bis de nuestra Constitución nacional, los paros generales presentan un efecto colateral virtuoso. Al criticarlos por el supuesto costo que generan, sus detractores sacan a la luz algo que ocultan el resto del tiempo: la participación del trabajo en la generación de riqueza. En efecto, para nuestra derecha —hoy extrema derecha— el sueldo no es la contraparte del capital a la mano de obra que genera la riqueza del país, sino un costo que atenta contra esa misma riqueza. Algo similar ocurre con las cargas sociales, las indemnizaciones o las leyes laborales que protegen al trabajador: no son derechos, sino privilegios de un costo exorbitante que impiden el desarrollo de la Argentina.
Es una idea asombrosa teniendo en cuenta que, en los países que nuestra derecha afirma querer emular, los sueldos, las cargas sociales y los derechos laborales son mucho más generosos que en la Argentina.
El Presidente de los Pies de Ninfa nos da un ejemplo de esta contradicción cada vez que —en pleno frenesí— nos promete llevarnos hacia el desarrollo y la equidad de los países desarrollados (dependiendo el día, a veces puede ser Francia, otras Alemania o incluso Irlanda) si tan solo le otorgamos treinta o cuarenta años de gobiernos ininterrumpidos. Es decir, para emular al Estado de bienestar europeo, con su inversión pública colosal, sus derechos laborales amplios, sus regulaciones napoleónicas y su enorme presión fiscal sobre los más ricos; el primer paso consistiría en dinamitar nuestro modesto Estado de bienestar, frenar la inversión pública, evaporar derechos laborales y reducir los impuestos sobre esos ricos.
Es el famoso Plan Burundi: llegar al desarrollo y la equidad de Alemania con los sueldos, la carga impositiva sobre los mayores ingresos y la inversión pública de Burundi.
Por supuesto, la obsesión de actuario por los costos de cada decisión sectorial que implique algún tipo de acción directa (paros, cortes, marchas o acampes) no se aplica en todos los casos. Ningún miembro del actual oficialismo, por ejemplo, calculó los costos del lockout patronal que durante los primeros meses del 2008 enfrentó al gobierno de CFK por la resolución 125; cortando rutas nacionales y generando desabastecimiento. En aquel momento se trataba de una “gesta patriótica” que intentaba frenar a un “Estado depredador”. Asombrosamente, el avasallamiento a la libertad de circular —que para muchas almas de cristal es una prerrogativa de carácter casi divino— no generó ningún fastidio ni impaciencia, sino, al contrario, una profunda emoción ciudadana. Los grandes empresarios de la agroindustria podían frenar el país sin indignación mediática, ya que no estaban defendiendo su renta —como los trabajadores intentan defender su salario con los paros— sino salvando la república. Y como todos sabemos, salvar la república no tiene costo.
Los actuarios mediáticos tampoco estimaron el costo que podrían generar las marchas opositoras (por el riesgo de contagios masivos) convocadas en plena cuarentena, durante la pandemia de COVID-19. En ese caso, como en el 2008, los actuarios cedieron su lugar a los profetas. La libertad estaba en peligro y, frente a esa acechanza, los recursos materiales, el riesgo de contagio y de colapso del sistema de salud eran temas menores.
Ocurre que nuestra derecha —hoy extrema derecha— analiza la realidad de dos maneras antagónicas. Con ojos de actuario en lo que se refiere a los derechos de las mayorías —cuyo costo suele ser insostenible y es imperioso reducir— y con pasión de profeta cuando se trata de los privilegios materiales de las minorías más ricas. En este último caso se trata de un imperativo moral que debe quedar fuera de toda mezquina discusión material. Además, sería una pérdida de tiempo, ya que todos sabemos que la mejora material de unos pocos y el sacrificio de los muchos redundarán, en un futuro venturoso, en un beneficio para todos.
Como la curación por las gemas, es sólo cuestión de fe.
Por Sebastián Fernández / El Cohete