El grito del fascismo
“No era demasiado payaso para ser peligroso”
No puede ser peligroso, se dijo. Quién va a tomarse en serio a un payaso tan inverosímil que desliza una comicidad política de muñeco de guiñol. Un demagogo lleno de aspavientos teatrales, con la fría capacidad de alentar los peores instintos humanos: el resentimiento, el fanatismo, el odio, la injusticia. Demasiado histriónico, se dijo. Un provocador, con despliegues paranoicos de hombría cinegética. Quién lo iba a decir. Hoy tenemos delante la seriedad de una comedia bufa, siniestra, que produce más miedo que gracia, alimentada por con un aire gradual de normalidad, sostenida en aberraciones políticas y una violencia extrema sin domesticar.
El falso profeta se bajó del madero y hoy alcanza un dominio devastador sobre la política de nuestro país. Con una parte de la opinión pública dispuesta juzgar con cierta benevolencia el régimen “fascistoide” de Javier Milei. Las palabras en política importan. No hay que tenerle miedo a las palabras, en todo caso a los hechos.
George Orwell, con fina ironía, dejó sin responder la pregunta de qué es el fascismo, para suscitar una nueva: ¿Por qué esa incapacidad de definir el uso del término? Acaso, apunta sibilinamente, “porque habría que admitir cosas que ni los propios fascistas ni los conservadores estarían dispuestos a reconocer”. El novelista nacido en la India se limitó a recomendar, a modo de moral provisoria, cierta dosis de circunspección en el trato con la palabra. Umberto Eco, por su parte, reconoció que la palabra tenía carácter de sinécdoque; que era un término borroso, un enjambre de contradicciones, y esto desde su primerísima figura histórica, el fascismo italiano. Sin embargo, en referencia implícita a los juegos del lenguaje, Eco constató que “el juego fascista puede jugarse de formas distintas”, y la borrosidad del significado es el elemento propicio de una versatilidad eminentemente pragmática. Es justo su endeblez conceptual lo que le confiere eficacia política al nombre. En esta tesitura de la palabra hizo Eco pie para proponer la noción “de fascismo originario”. Su estrategia consistió en identificar un conjunto no consistente de 14 aspectos, de manera que la sola presencia de uno de ellos es suficiente para hacer coagular a su alrededor la noción entera. Algunos de estos rasgos son consabidos (culto de la tradición, explotación del miedo a la diferencia, apelación a una clase media frustrada, nacionalismo o nativismo, populismo selectivo), y “un vocabulario empobrecido y una sintaxis elemental, a fin de limitar los instrumentos del razonamiento complejo y crítico”. En su proteica inestabilidad, estos atributos dan cuerpo a una manera de pensar y de sentir que conforman y se nutren de hábitos culturales. Una cultura política de la “ultra-nación”, o sea, de la renovación de un pasado nacional mitificado y transfigurado en destino colectivo, a partir del modo en que los propios fascistas entienden su misión política. De ahí su frontal batalla contra la inmigración y las minorías diferenciales. Señuelos que subyacen como deseos hacia el odio racista, xenófobo, sexista, homófobo, islamófobo, etc., fomentados en alianzas con grupos religiosos integristas y bajo una realidad de “fake news” que desemboca en prácticas violentas y en delitos de odio. Este fascismo “neo” reivindica visceralmente valores tradicionales como la familia y la patria, y se nutre, además, del neoliberalismo más salvaje con la necesidad de dinamitar lo público, lo común. La “grandeur” del individualismo como metástasis de lo colectivo, la muerte de lo grupal y la defensa del hedonismo, que nos deja en manos de un capitalismo de mercado sin referencias en lo social.
La historia del fascismo es también la de su banalización, ya sea por el abuso de su semántica o porque disfruta del extraño privilegio de no ser tomado en serio. Hay quien piensa que definir como fascistas a estos partidos es ironizar sobre el regreso del brazo en alto o el marcado paso de la oca. No es así. Pero caricaturizar con un folklore de pandereta lo que está ocurriendo es no comprender que estos movimientos extremos se basan en sólidos conceptos políticos. Su fuerza aumenta a medida que penetran en las instituciones, y ya no son representantes de un peligro provisional y pasajero.
El mundo los ha recibido con los brazos abiertos y el cerebro cerrado. La oscuridad es enorme. Hordas irracionales, con intereses confesos e inconfesables que están teniendo la formidable oportunidad de propagar sus ideas pequeñas y sus grandes falsedades.
Existe una violencia presente que opaca las voces, las bocas, los cuerpos y las historias que esos cuerpos cargan. Historias de dolor, de pena negra, sobre un país, el nuestro, desmenbrado, herido, lleno de ausencias, que ya no consuela ni cobija, solo raspa y duele.
Por José Luis Lanao * Periodista. Colaborador de Página 12, “Las Mañanas” de Víctor Hugo Morales, y “Sin Lugar para los Débiles” de Fernando Borroni en C5N. Ex Jugador de Vélez Sarsfield, clubs de España, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979. / La Tecl@ Eñe