Cinco hipótesis sobre la posdemocracia

Actualidad11/12/2025
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H ay una frase habitual entre las militancias partidarias que aspiran a cambiar el mundo pero poco a poco van asumiendo el criterio de que la política es el arte de lo posible: “¿vos querés gobernar o querés tener razón?”. Se trata de una fórmula eficaz para repeler las críticas, particularmente cuando son certeras. Supone que la pelea por el poder tiene una lógica diferente a la que rige en la construcción de verdad. Algo puede resultar cierto y al mismo tiempo no ser útil para el objetivo de ganar una elección, porque la política es una dinámica compleja donde la contradicción impera. Tiene sentido.

Al mismo tiempo que esta impronta se imponía en el campo popular, la ultraderecha desempolvó un viejo axioma formulado por el revolucionario soviético Vladimir Ilich Lenin en su clásico texto Qué hacer: “Sin teoría revolucionaria, tampoco puede haber movimiento revolucionario”. Los libertarios suelen ser delirantes y tal vez no tenga mucho sentido tomarse en serio sus provocaciones, pero aparece en esa cita el recuerdo de una correspondencia necesaria entre la idea y la praxis, que incluso otorga al concepto un halo de prioridad.

El dilema que motiva este escrito alude al vínculo nunca lineal entre el pensamiento y la acción, pero en cierto modo invierte el desafío: no se trata tanto de encontrar la posta que nos indique cómo proceder, sino de asumir los efectos de una verdad que resulta tan obvia como difícil de encarnar. Lo sabemos, pero no logramos actuar en consecuencia.

Dejemos sentado entonces el punto de partida: estamos ante un presente político cuya principal característica, o una de las más relevantes, es la puesta en cuestión de la democracia como horizonte de época. Esta simple mutación reorganiza el tablero de juego y nos obliga a modificar nuestro repertorio de acción y de análisis. Sin embargo, seguimos operando e interpretando la realidad como si estuvieran vigentes las reglas del esquema anterior. Por eso perdemos como en la guerra.

La derrota electoral del 26 de octubre último es un ejemplo nítido de la dificultad que mencionamos. Especialmente por su carácter inesperado, sorpresivo, casi inexplicable. Quisiéramos enfatizar esta extrañeza respecto de un resultado que nadie previó y muchos rápidamente (con el diario del lunes) normalizan, porque es posible que la contrariedad epistemológica que nos habita no sea un mero déficit de atención y que estemos más bien ante un poderoso obstáculo ideológico, como en los viejos tiempos. Para explicitar esa trampa escribimos este breve ensayo, con la esperanza de que tomar conciencia ayude a actuar distinto.

1. cierre de ciclos
 
El arribo al poder de Javier Milei en diciembre de 2023 fue la señal de que el ciclo de la gobernabilidad progresista había sido clausurado. Ya el triunfo de Mauricio Macri en 2015 fue un indicador de agotamiento, pero el regreso de les Fernández a la Casa Rosada en 2019 habilitó la ilusión de que el giro a la derecha en las instituciones podía concebirse como un paréntesis. El fracaso del Frente de Todos puso en evidencia la crisis profunda que aqueja al peronismo, pero también la descomposición de buena parte de los movimientos sociales y la pérdida de vitalidad de los imaginarios que le dieron sustento a un período signado (al menos parcialmente) por la distribución de los ingresos, la soberanía nacional, la conquista de derechos. El verdadero mazazo llegó con un evento traumático, el 1 de septiembre de 2022: el intento de asesinato de la por entonces vicepresidenta de la nación, Cristina Fernández de Kirchner, y especialmente la generalizada reacción de impotencia frente a semejante ataque, dejó entrever la derrota histórica del sujeto político nacido a comienzos del siglo.

Sin embargo, el quiebre quizás sea más dramático. Es posible que estemos ante la puesta en suspenso de los consensos básicos que rigieron desde 1983 hasta la fecha. Lo que el nuevo Gobierno de La Libertad Avanza viene a cuestionar es el fundamento mismo del pacto democrático: la existencia de un soberano, el pueblo, que cedió el ejercicio de su poder a las instituciones representativas a cambio del reconocimiento de sus derechos, que deberán satisfacerse en la medida de lo posible. “Con la democracia no solo se vota, sino también se come, se cura y se educa”, vociferaba Alfonsín en el cenit de su vida política. El fracaso de los sucesivos gobiernos de distinto signo para cumplir esa promesa de manera consistente habilitó el resurgimiento de la ultraderecha y su horizonte autoritario.

No se trata solo de la falta de respeto frente a ciertas formalidades republicanas y la deshonra de los buenos modales cívicos. Estamos ante la instalación de una dinámica bélica como trasfondo de la convivencia. La premisa de que la justicia social es una aberración, la hipótesis de infiltrarse en el Estado para desde adentro destruirlo, la violenta represión a la protesta, la designación de un militar en actividad al frente del Ministerio de Defensa, el compromiso con las políticas imperiales de exterminio son indicios claros de que está desplegándose un modo de gobernabilidad que vuelve a poner en el centro la amenaza de aniquilación.

No hace falta esperar que se produzca una ruptura del orden constitucional para advertir que vivimos en un campo de fuerzas signado por la enemistad. Tal vez no seamos testigos de la instauración de una dictadura clásica, pero resulta evidente que atravesamos lo que podríamos llamar una transición hacia la posdemocracia. A dónde nos dirigimos es un enigma aún, pero el status quo cívico en el que crecieron las últimas generaciones ha quedado definitivamente atrás. Sabelo.

2. capitalismo sin democracia
 
Basta echar un vistazo a lo que sucede más allá de nuestras fronteras para darse cuenta de que estamos lejos de un fenómeno meramente nacional. O de un paréntesis de excentricidad, una tormenta de verano, tras lo cual la normalidad perdida regresará. La internacional reaccionaria conduce hoy los destinos del “mundo libre”, ante el pasmo de las élites progresistas. Lo que ha llegado a su fin es el sueño de la globalización neoliberal pergeñado luego de la caída del Muro de Berlín en 1989. La instauración de un nuevo orden mundial basado en la hegemonía norteamericana suponía la desregulación del comercio y la financiarización de los procesos productivos, pero iba de la mano también de la democracia liberal como dispositivo de gobierno planetario. A esa suerte de ideal civilizatorio en vías de realización se lo designó como “el fin de la historia”. Hasta que en 2008 la crisis se hizo presente una vez más y comenzó a derrumbarse el idilio globalizador.

La ultraderecha es la expresión política de este cambio de etapa, que trajo en su seno otro efecto no deseado: la emergencia de una nueva potencia oriental capaz de ganar la carrera del desarrollo en los propios términos del capitalismo del siglo veintiuno. El desafío al primado yanqui que representa la China socialista convenció a cada vez más sectores megaempresarios de que había llegado la hora de trastocar las reglas de juego. Un razonamiento bastante elemental fue decisivo para ese giro en la estrategia: si Pekín saca ventajas es precisamente porque posee un régimen de partido único, que le permite planificar todo el potencial de sus fuerzas productivas en función de un objetivo trascendente. Por el contrario, las marchas y contramarchas que impone la clásica alternancia de los dispositivos republicanos son un estorbo para la competencia geopolítica. Así, capitalismo y democracia vuelven a bifurcarse, como tantas veces sucedió en la modernidad.

El arribo al poder por segunda vez de Donald Trump constituye el triunfo de la hipótesis iliberal. La mutación es tan profunda que la arquitectura institucional edificada luego de la Segunda Guerra Mundial quedó obsoleta y sobrevive como una cáscara vacía, cada vez más impotente. Todos los velos que le otorgaban algún barniz de legitimidad a los poderes concentrados han sido descubiertos. El único derecho que existe es el que logra imponerse por la fuerza.

Por eso la guerra recupera su protagonismo, como continuidad de la política por otros medios, incluso si esa modalidad bárbara de resolver los conflictos conduce al genocidio. Por eso desde Washington se decreta un golpe de Estado arancelario que hace saltar por los aires el sistema de reglas del comercio mundial. Por eso “los conquistadores de la tecnología han decidido desprenderse de las antiguas élites políticas”, escribe Giuliano Da Empoli en su nuevo libro La hora de los depredadores. Decidieron apropiarse, sin mediaciones, de nuestro futuro.

3. el voto extorsionado
 
La guerra ha dejado de ser un evento en territorios lejanos y ya se desenvuelve también en América del Sur. Los poderosos navíos del ejército norteamericano que coparon el Mar Caribe para agredir al gobierno venezolano y están realizando ejecuciones extrajudiciales sin marco legal alguno son también una amenaza para el resto de los países del continente. Una punzante espada de Damocles frente a la que no existen contrapoderes soberanos que logren menguar semejante potencia de disciplinamiento. El mensaje es claro: Washington nos concibe como un protectorado.

Y si no te gustan los barcos, la Casa Blanca te ofrece bancos. Como sucedió en la city porteña durante los días previos a la elección de medio término, cuando el Tesoro de los Estados Unidos intervino en el mercado de cambios para rescatar al Gobierno de Javier Milei de una inminente devaluación de la moneda. La inédita intromisión incluyó un liso y llano chantaje dirigido al pueblo argentino: “Si Milei pierde las elecciones, no seremos generosos con Argentina”, dijo Donald Trump diez días antes del comicio. El palo y la zanahoria confluyen para galvanizar el sometimiento.

La mayoría de los analistas coincide en que esa operación extorsiva fue clave para dar vuelta una votación que se preveía desfavorable para la ultraderecha. La verosimilitud de un cataclismo económico en caso de derrota libertaria persuadió a un sector de la sociedad de que era preferible el triunfo oficialista. El miedo pudo más que el castigo. La voluntad popular, que es el corazón del sistema representativo, fue distorsionada por un poder imperial de naturaleza antidemocrática.

Aquella manipulación anímica de las poblaciones de las que hablan los teóricos contemporáneos de las “guerras híbridas” ahora aparece institucionalizada. Lo que en las últimas décadas se atribuía a sofisticadas consultoras como Cambridge Analytica, o a oscuros hackers rusos que actuaban desde la clandestinidad, hoy es ejercido a cielo abierto por un mandatario extranjero. “Fue una gran victoria en Argentina. Quiero felicitar al vencedor, que contó con mucha ayuda por nuestra parte. Le di un respaldo, un respaldo muy fuerte”, declaró Trump al día siguiente del comicio, atribuyéndose el resultado sin ningún tipo de recato.

No sorprende tanto el grado de intromisión sino su transparencia, lo cual es garantía de repetición. Cuando en 1945 la Embajada norteamericana en Buenos Aires propuso articular un frente unido contra el peronismo, los seguidores del caudillo construyeron su campaña electoral en torno a una consigna reveladora: “Braden o Perón”. Los yanquis desmintieron las acusaciones, aunque siguieron conspirando desde las sombras. Esta vez tiraron la piedra y luego levantaron la mano. La contracara de esa injerencia tan descarada es la dependencia consentida.    

4. la reducción del campo de lo posible

El resultado del 26 de octubre tendrá consecuencias severas. Salvo que el Gobierno nacional sufra una catástrofe política a corto plazo, la ultraderecha va a empujar transformaciones estructurales que serán difíciles de revertir. El apoyo conseguido en las urnas no solo aumenta su fuerza parlamentaria y acelera el impulso reformador, sino que también corroe al campo opositor, lo neutraliza. La vieja consigna de “desensillar hasta que aclare” se impone en el peronismo.

La intervención de un poder extraño en el instante eleccionario no puede ser pensada como algo accidental o efímero. El germen antidemocrático ha sido inoculado y no cesará de expandirse, hasta que una fuerza contraria lo combata. La forma que adopta este hurto de la soberanía popular no es tanto la mutación de los consensos establecidos, eso sería lo propio de la alternancia. El problema es lo opuesto: el encogimiento del espacio de la decisión. Dicho de otro modo, la cristalización de estructuras o dinámicas que se sustraen a la determinación colectiva. La ampliación de lo que no se puede.

La intervención de un poder extraño en el instante eleccionario no puede ser pensada como algo accidental o efímero. El germen antidemocrático ha sido inoculado y no cesará de expandirse, hasta que una fuerza contraria lo combata.

Un caso evidente es la deuda externa con el Fondo Monetario Internacional y ahora también con el Tesoro norteamericano. La ratificación a través del voto popular del mayor vínculo de subordinación que se recuerde hará más difícil su desconocimiento. Ahora que la dependencia se ha investido de legitimidad, los futuros intentos por recuperar autonomía quedan condicionados.

La década de los noventa ofrece ejemplos de esos nudos autoritarios que las instituciones no pueden desatar, porque se ubican fuera del campo de lo posible. Uno de ellos fue la impunidad respecto de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar. Todos los actores del sistema eran conscientes de la enorme injusticia que significaba la ausencia de castigo para los genocidas, pero la respuesta no estaba en su poder. El terrorismo de Estado seguía operando como una anestesia de la autodeterminación colectiva.

Otro arquetipo de impotencia democrática fue la convertibilidad de la moneda establecida por Domingo Cavallo en 1991. Una convención cambiaria que ataba el peso al dólar de la cual dependía la estabilidad macroeconómica. Hacia finales de siglo era obvio que el uno a uno se había convertido en un arma de destrucción masiva y los costos del modelo le permitieron a la oposición llegar al gobierno. Sin embargo, el nuevo oficialismo no atinó a cambiar ese corset financiero surgido de la experiencia traumática de las recientes hiperinflaciones. El terrorismo de mercado continuaba presionando en el inconsciente social y determinaba su carácter irremovible. La decisión sobre la moneda nacional había sido sustraída a la voluntad popular.

5. la clausura del espacio institucional
 
El próximo 24 de marzo se cumplen cincuenta años del último golpe de Estado que introdujo una ruptura en la Argentina contemporánea. La ciencia política nombró a la etapa posterior, que transcurre entre 1983 y finales del siglo veinte, como la “transición a la democracia”, aunque ciertos pensadores críticos prefirieron designar aquel interregno con el término de “posdictadura” para poner en evidencia los efectos disciplinadores del genocidio que persistían pese al borrón y cuenta nueva que pretendió establecer el Nunca Más. La polémica resultaba pertinente porque nos permitía distinguir entre terrenos de lucha distintos: el palacio y la calle. Lo posible y lo deseable. La gestión y la política. La administración del poder y la potencia de creación. Lo táctico y lo estratégico.

“Si no hay justicia, hay escrache”, fue el grito de guerra de los hijos y las hijas de desaparecidos que se rebelaron contra la impunidad propuesta por la posdictadura. Al principio fueron tildados de fascistas, por atacar a los genocidas en sus propias casas. Pero era evidente que la verdadera democracia renacía en ese gesto de rebeldía barrial, sin el cual nunca se hubieran reabierto los juicios. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” fue el grito de guerra que surgió de los piquetes que se improvisaron en las rutas de las más diversas geografías del país para exigir que la cortaran con el ajuste. Al principio fueron tildados de violentos, porque se tapaban las caras con pasamontañas y utilizaban palos para interrumpir la circulación e impedir que los corrieran. Pero esas chispas fueron encendiendo el malestar que se volvió insoportable y provocó el estallido de 2001, sin el cual tal vez las vidas hubieran implosionado puertas adentro abriendo paso a la dolarización.

Ni Milei es la dictadura, ni las formas de lucha que vienen serán parecidas a las que fueron. Pero en la memoria colectiva han sido inscritas (muchas veces con sangre) algunas verdades políticas que hoy recobran inusitado valor, y que no deberíamos sacrificar nunca más en pos de ganar a toda costa. Pareciera que los próximos meses, tal vez años, serán muy duros. Nuestro enemigo tiene campo libre para avanzar con sus tropelías y veremos a la política tradicional debatirse entre la colaboración y la impotencia. A nosotros nos corresponde volver a empezar, desde el otro lado de las sombras.

Por Colectivo Editorial Crisis

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