¿Gaza quedará bajo tutela israelí-árabe?
El 7 de octubre de 2023, Hamas llevó a cabo la operación más espectacular de su historia al cruzar la barrera de seguridad que rodea la Franja de Gaza. Casi ocho meses después del inicio de las represalias contra el enclave palestino, el uso de la fuerza desproporcionada –la estrategia disuasiva que las Fuerzas de Defensa de Israel implementaron por primera vez en el Líbano, en 2006– ha adquirido una nueva dimensión. Esta estrategia es más conocida como doctrina Dahiya, un término que significa “suburbio” en árabe y que se utiliza comúnmente en el Líbano para referirse al suburbio del sur de Beirut dominado por Hezbollah y que fue destruido en gran parte por los bombardeos israelíes en 2006. La doctrina fue enunciada en público en 2008 por el actual miembro del gabinete de guerra conformado el 11 de octubre de 2023, el general Gadi Eizenkot, quien era entonces el jefe del comando regional del Norte antes de convertirse en comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa israelíes de 2015 a 2019. Según la definición dada por el coronel de reserva Gabi Siboni, las Fuerzas de Defensa de Israel “deberán actuar de inmediato, de manera decisiva y con una fuerza desproporcionada frente a las acciones del enemigo y la amenaza que representa”, con el fin de “infligir daños y un castigo de tal magnitud que requerirán procesos de reconstrucción largos y costosos” (1).
En vista de la actual ofensiva israelí en Gaza, el calificativo “desproporcionada” casi se ha convertido en un eufemismo. Según la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA, por su sigla en inglés), el saldo de las hostilidades entre Israel y Gaza desde que Hamas tomó el control del enclave en 2007 hasta el 7 de octubre de 2023 fue de 6.898 palestinos muertos contra 326 israelíes, lo que representa más de 21 víctimas palestinas por cada víctima israelí (2). Según fuentes israelíes, la operación llevada a cabo por Hamas dejó un saldo de 1.143 víctimas, entre las cuales se cuentan 767 civiles y 376 militares y miembros de las fuerzas de seguridad. A excepción de más de 1.600 atacantes palestinos ejecutados en el acto (según las mismas fuentes), la aplanadora israelí que se puso en marcha sobre el enclave desde entonces ya ha matado 45 veces más palestinos que el total de israelíes que perdieron la vida el 7 de octubre; estas estimaciones surgen de la suma de los muertos registrados por los servicios sanitarios palestinos –cuyo número sigue en aumento– y los que aún yacen bajo los escombros (más de 10.000, según la estimación citada por la oficina de la ONU).
El costo de la guerra
En Gaza, la destrucción es colosal. De acuerdo con un informe publicado conjuntamente por las Naciones Unidas, la Unión Europea y el Banco Mundial, hasta fines de enero de 2024, más de 290.000 unidades habitacionales fueron parcial o totalmente destruidas, lo que dejó sin vivienda a casi la mitad de los 2,3 millones de habitantes del enclave (3). Los daños son de tal magnitud que el Relator Especial de la ONU sobre el derecho a una vivienda adecuada ha sugerido agregar el concepto de “domicidio” a la lista de crímenes contra la humanidad (4). Según Charles Mungo Birch, jefe del Servicio de las Naciones Unidas de Acción contra las Minas (UNMAS, por su sigla en inglés) en los territorios palestinos, hay 37 millones de toneladas de escombros en Gaza, es decir, más escombros en esta Franja de 41 kilómetros de norte a sur que en los 965 kilómetros de la línea de fuego en Ucrania (5). El UNMAS estima que se necesitarán al menos 14 años para retirarlos (6).
Los términos condenatorios han proliferado rápidamente para describir el ensañamiento destructivo de Israel. Además de la calificación de genocidio, que ha sido objeto de un procedimiento iniciado por Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia, la gran prensa en Estados Unidos viene remarcando la violencia sin precedentes de la campaña de bombardeos israelíes desde el año pasado. A fines de noviembre, una investigación de The New York Times expresaba su alarma al titular que “los civiles de Gaza, bajo el fuego de artillería israelí, están siendo asesinados a un ritmo histórico”, y constataba que, según cifras de la ONU, en menos de siete semanas habían sido asesinados más niños en el enclave que durante todo el año 2022 en todos los conflictos del mundo, es decir, en 24 países, entre los que se encuentra Ucrania (7). Un mes más tarde, The Washington Post publicaba una investigación titulada “En Gaza, Israel llevó a cabo una de las guerras más destructivas de este siglo” (8), mientras que la agencia Associated Press citaba a Robert Pape, politólogo de la Universidad de Chicago y especialista en conflictos, quien describe la destrucción de Gaza como “una de las campañas de castigo a civiles más intensas de la historia” (9).
Los daños en Gaza son de tal magnitud que la ONU ha sugerido agregar el concepto de “domicidio” a la lista de crímenes contra la humanidad.
La degradación de la imagen de Israel alcanzó su paroxismo, hecho que, ya en 2009, advertía Samy Cohen del Centro de Investigaciones Internacionales del Instituto de Estudios Políticos de París (CERI, por su sigla en francés) como consecuencia de la estrategia de la “respuesta desproporcionada” (10). Como señalaba el investigador: “Cuando se afecta a la población civil, uno se pone al mundo entero en contra. Pero los militares israelíes parecen no haber comprendido esta sensibilidad a flor de piel de la opinión pública mundial ante las pérdidas civiles”. Cohen le reprochaba al ejército israelí su recurso a las “armas imprecisas”. Algo que sigue sucediendo en la ofensiva en Gaza: en diciembre pasado, The Washington Post expuso que cerca de la mitad de los ataques israelíes se ejecutaban con bombas no guiadas (11).
Sin embargo, la espantosa cifra de víctimas palestinas también se explica por el uso masivo de bombas que, aunque estén equipadas con un sistema de guía, son de un calibre que debería estar prohibido en zonas urbanas. De hecho, según la investigación de The New York Times citada anteriormente, cerca del 90% de los proyectiles lanzados sobre Gaza durante las dos primeras semanas –la fase más intensiva del bombardeo– eran bombas de una tonelada y de media tonelada guiadas por satélite. En una zona de alta densidad de población como Gaza, por muy precisas que puedan ser estas bombas, su radio de destrucción es tal que el daño causado es inmenso. El diario neoyorquino hizo referencia a la sorpresa de los expertos ante el “uso sin restricciones” por parte de Israel de estas armas en zonas urbanas, hasta el punto de que, para encontrar un precedente de una intensidad semejante, habría que “remontarse hasta Vietnam o la Segunda Guerra Mundial”.
Aliados, no cómplices
La dimensión de los ataques no habría sido posible sin la complicidad de Estados Unidos en el actual conflicto, en el que Washington tiene plena participación (12). De 2019 a 2023, Estados Unidos envió a Israel cerca del 70% de sus importaciones militares (el 30% restante fue suministrado por Alemania) (13). Además de una cantidad mucho mayor de bombas de menor calibre, Estados Unidos le había proporcionado, hasta diciembre, más de 5.000 Mark 84 (BLU-117) de casi una tonelada (2.000 libras) (14). Ahora bien, el drama que enfrentó a Joseph Biden con Benjamin Netanyahu a principios de mayo tuvo que ver con la suspensión del envío de 1.800 unidades adicionales de estas mismas bombas, así como 1.700 Mark 82 de media tonelada (1.000 libras).
Sin embargo, ambos sabían perfectamente que eso no tendría consecuencias sobre la capacidad de las tropas israelíes para completar la ocupación de la Franja de Gaza invadiendo la ciudad de Rafah (cerca del 15% del enclave), donde se aglomeraba más de la mitad de la población gazatí. Mientras que Netanyahu –con énfasis melodramático– afirmaba que Israel estaba preparado para luchar “con uñas y dientes”, el contralmirante Daniel Hagari, portavoz de las Fuerzas de Defensa israelíes, aseguraba que tenían lo que necesitaban para las misiones que les quedaban por cumplir, incluso el avance sobre Rafah (15).
John Kirby, vocero de Seguridad Nacional estadounidense y también contralmirante (retirado), explicaba: “Todo el mundo habla de una pausa en los envíos de armas. Los cargamentos de armas continúan llegando a Israel. Siguen obteniendo la gran mayoría de todo lo que necesitan para defenderse” (16). De este modo, se hacía eco de su Presidente, quien insistía en que la pausa en los envíos se limitaba a las bombas mencionadas anteriormente y no afectaba en nada al resto (17). El 14 de mayo se supo que la administración estadounidense había decidido enviar a Israel más de 1.000 millones de dólares en armamento adicional, incluyendo municiones para tanques por un costo de 700 millones de dólares y obuses de mortero por 60 millones. Por lo tanto, la postura de Biden era sobre todo simbólica, y tenía por objetivo exculparse de la masacre prevista en Rafah mientras la desaprobación del genocidio se expandía en los campus universitarios estadounidenses y en el electorado del Partido Demócrata, así como entre sus representantes en el Congreso.
Además, muchos de ellos habían exigido un informe acerca del respeto de los derechos humanos por parte de los destinatarios de armamento estadounidense, que fue publicado poco después del anuncio de la suspensión. En consonancia con la actitud de Biden, el informe intentó quedar bien con Dios y con el diablo al afirmar que era “razonable” estimar que el uso que Israel hacía de las armas estadounidenses había infringido el derecho internacional humanitario, aunque no hubiera pruebas tangibles que pusieran en tela de juicio armamentos específicos y justificaran una interrupción de su entrega (18). De modo que Biden no sólo no logró satisfacer a sus críticos de izquierda, sino que también habilitó un ataque directo por parte de sus rivales republicanos, entre ellos Donald Trump, quienes lo acusaron de jugar a favor de Hamas (19).
Esto no habría sido posible sin la complicidad de Estados Unidos en el actual conflicto.
Esto fue el colmo para Biden, quien se comprometió desde el inicio a apoyar incondicionalmente la respuesta de Israel en pos de erradicar a Hamas, sin hacer distinciones entre la organización política y su rama armada, las Brigadas Izz al-Din al-Qassam, y sin tener en cuenta el hecho de que se trata de un movimiento de masas que gobierna Gaza desde 2007. Después del 7 de octubre, la comparación que se empezó a hacer entre Hamas y la Organización del Estado Islámico (OEI, por su sigla en francés), en lugar de hacerla con el Hezbollah libanés –con el que tiene mucho más en común–, tenía como función justificar el objetivo de erradicación. El 15 de octubre, durante una entrevista con la cadena CBS, Biden, al mismo tiempo que advertía contra una reocupación de Gaza a largo plazo, afirmó que Israel debía “entrar” y “eliminar a los extremistas” (20). Entonces, el periodista le preguntó: “¿Usted cree que Hamas debe ser eliminado por completo?”; a lo que Biden respondió: “Creo que sí”.
Con ese mismo espíritu, la administración Biden se opuso a la invasión de Rafah: no fue un rechazo categórico, sino que se trató de un rechazo condicionado, asociado a la exigencia de que se garantizara que esa ocupación no causaría una hecatombe –en definitiva, fue más un semáforo amarillo que uno rojo–. Israel comprendió este mensaje, amplificado considerablemente por el aumento de la indignación a escala mundial. Las Fuerzas de Defensa de Israel incitaron a la población gazatí, a la que en una primera instancia habían exhortado a refugiarse en la zona de Rafah, a desplazarse hacia la “zona humanitaria” extendida de Al-Mawasi, en la costa, al oeste de Jan Yunis.
El futuro de Gaza
Este alejamiento de la población del enclave de la frontera egipcia, cuyo único punto de paso es Rafah, subraya el fracaso de los objetivos de la extrema derecha israelí que esperaba completar la nueva Nakba [en referencia a la de 1948] con una expulsión masiva de gazatíes hacia el Sinaí (21). Las dificultades que enfrenta el ejército israelí para controlar el territorio confirman que la opción de una nueva ocupación total a largo plazo no puede estar en agenda (22). Frente al descontento de los militares, Netanyahu se enfrenta el dilema que en su momento llevó a los Acuerdos de Oslo de 1993. Ante la creciente presión mundial para que se establezca un Estado palestino y, sobre todo, ante la presión estadounidense de todas las tendencias (recordemos que Trump había presentado en febrero de 2020 un “Acuerdo del siglo” que establecía un Estado de Palestina en Cisjordania y en Gaza), difícilmente Netanyahu pueda rechazar esta opción que hasta ahora se había jactado de haber bloqueado.
Pero el líder israelí, como la clase política de su país e incluso Biden, no tienen confianza en la capacidad de la Autoridad Palestina (AP) de Mahmoud Abbas para controlar la población de Gaza. Esta autoridad no ha logrado garantizar ese control ni en Cisjordania, a pesar de la presencia de tropas de ocupación y de su intervención permanente en la “Zona A” que se supone que la Autoridad Palestina debe gobernar. Por esa misma razón, un movimiento poderoso empezó a perfilarse hacia la solución que había recomendado, desde el principio, el ex primer ministro laborista israelí, Ehud Barak. El 15 de octubre, incluso antes del inicio de la ofensiva en Gaza, la revista semanal The Economist refería las declaraciones de Barak de la siguiente manera (23): “Barak estima que el resultado óptimo, una vez que las capacidades militares de Hamas estén suficientemente degradadas, sería el restablecimiento de la Autoridad Palestina en Gaza. […]”. Sin embargo, advierte que Mahmoud Abbas, el presidente palestino, “no puede ser percibido como alguien que regresa a punta de bayoneta israelí”. Entonces, será necesario un período interino durante el cual “Israel cederá ante la presión internacional y entregará Gaza a una fuerza árabe de mantenimiento de la paz, que podría incluir participantes como Egipto, Marruecos y los Emiratos Árabes Unidos”.
Sin embargo, a principios de mayo, basándose en fuentes anónimas –que incluyen a tres funcionarios israelíes–, The New York Times reveló que colaboradores de Netanyahu estaban analizando entre bambalinas una propuesta formulada en noviembre pasado por empresarios cercanos al primer ministro y que busca un control conjunto de la Franja de Gaza en manos de Israel con aliados árabes (24). Según The Financial Times, que cita fuentes occidentales, los tres Estados que mencionó Barak se mostraron receptivos a la idea de participar de una fuerza de mantenimiento de la paz en Gaza (25). No obstante, la instauración de un Estado palestino es una condición sin la cual ningún Estado árabe podría aceptar el proyecto. Sin mostrarse dispuesto a enviar tropas al terreno, el reino saudita está poniendo en la balanza la normalización de sus relaciones con Israel.
Sería así un importante premio consuelo que le permitiría a Netanyahu justificarse frente a sus socios de extrema derecha si cambia de rumbo. Podría negociar, en nombre del interés supremo del país, su permanencia durante un tiempo a la cabeza de un gobierno de unidad nacional sin la extrema derecha, pero sí con su rival Benny Gantz, que aceptó unirse a su gabinete de guerra en octubre pasado. De no ser así, Netanyahu podría enfrentarse a una escisión dentro de su propio partido, liderada por el ministro de Defensa, Yoav Gallant, favorable al escenario descrito anteriormente. Por lo tanto, es probable que, finalmente, el primer ministro se una a ello, lo que haría feliz a Biden, para quien sería el desenlace ideal.
Ahora bien, lo que está fuera de duda es que Israel no tiene la intención de volver a dejar todo el enclave, como en 2005, bajo el control de la AP, por muy “revitalizada” que pueda estar (según la expresión de Biden en noviembre pasado) (26). A lo sumo, desde el lado israelí se proyecta un escenario similar al de Cisjordania, en donde el ejército de ocupación rodea los territorios de la “Zona A” gobernada por la Autoridad y se arroga el derecho de intervenir cuando considere necesario. Incluso antes del inicio de la nueva invasión a Gaza, ministros israelíes habían anunciado que Israel iba a liberar una zona tapón dentro del enclave (27). Y ya se ha hecho: Israel, además de despejar una zona tapón de un kilómetro de ancho en territorio gazatí a lo largo de la frontera, también ha establecido corredores estratégicos de control del enclave, similares a los de la red que cubre Cisjordania (28). Creer que eso constituirá una solución a la cuestión palestina sólo revela un deseo ingenuo.
Por Gilbert Achcar / Le Monde Diplomatique