La pulseada capital y trabajo

11 de mayo de 2024
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A cuarenta años del reinicio de la democracia en Argentina se impone una evaluación de los cambios en la integración social promovida por las instituciones democráticas, sus logros y debilidades. La llegada de la democracia parecía por fin habilitar el camino para continuar el proceso interrumpido por la dictadura militar, es decir, el proyecto industrial sustitutivo de importaciones que permitiría emular, aunque en menor escala, el círculo virtuoso de la producción en masa con consumo masivo típico de los años gloriosos del fordismo.

En el mundo desarrollado se iniciaban los tiempos de la reestructuración capitalista de la fábrica fordista y la anunciada acumulación flexible (1) y un largo camino de reformas que darían paso a nuevos regímenes productivos con nombres diversos como postfordismos, toyotismos, etc., pero que en todo caso anunciaban el fin de las condiciones productivas de posguerra en el propio centro del capitalismo. En la periferia fueron numerosos los intentos de reeditar esos procesos, pero las dinámicas propias de estos países no permitieron que se den las condiciones necesarias para desarrollar un “fordismo periférico”, y menos lo iban a permitir en el nuevo contexto del capitalismo mundial donde la formación de cadenas globales y la valorización del conocimiento impusieron enormes desafíos para las economías periféricas. 

El reinicio de la democracia suponía consolidar las instituciones en un contexto de grandes transformaciones, que hicieron de los primeros años una transición sumamente turbulenta durante la llamada “década perdida” para los países de América Latina, tal como se denominó el período caracterizado por la crisis de la deuda externa, los déficits fiscales y los procesos inflacionarios que involucraron a numerosos países de la región. Los años posteriores transformaron en una sola década muchas instituciones, pero sin grandes modificaciones de las estructuras económicas. La Argentina de los años ochenta mostraba una estructura económica basada en actividades del sector primario y financiero, en la que el sector industrial evidenciaba, tras la dictadura, una debilidad importante, después de haber permitido a mediados de los años setenta una distribución del ingreso cercana al célebre “fifty-fifty” (2). Pero a partir de allí la desocupación, la subocupación, el empleo no registrado y la informalidad empezarán a ocupar un lugar central en las estadísticas nacionales.

Los periplos de la clase trabajadora en democracia

El optimismo de la “primavera alfonsinista” no se opacaba por los problemas  de la deuda externa, la falta de un sendero de crecimiento sostenible ni por los procesos inflacionarios que precipitaron la salida del primer gobierno democrático posdictadura y el regreso al poder del peronismo. El menemismo triunfante decidió alinearse con los postulados del Consenso de Washington y hacer suyo todo el decálogo de reformas neoliberales, abandonando toda pretensión industrialista. Colocó al país en una exposición directa a la competencia internacional y a la “integración” a los golpes al mercado mundial.

Sobre la espalda de los trabajadores y las trabajadoras asalariadas recayó la reestructuración a fuerza de privatizaciones de empresas públicas, flexibilidad laboral, desregulación de los mercados y una apertura casi unilateral, con sus consecuentes efectos sobre el ya debilitado tejido industrial. Junto con la resistencia de la mayoría del movimiento sindical y el ascenso del movimiento piquetero los años noventa fueron también los años de la reconfiguración de la clase trabajadora, hasta que el final de la convertibilidad en 2001 puso al país en una crisis mayúscula, la mayor de la democracia y de la historia.

La salida de esa crisis se planteó con una estrategia devaluacionista, pero con cierta recuperación de la industria y de las negociaciones colectivas, que recompusieron el salario real a los niveles previos a la crisis y alentaron las expectativas de cambio estructural. No se puede decir que faltaron políticas, porque las hubo (industriales, de ciencia y tecnología, de innovación, educativas, etc.), pero ciertamente la “estrategia” o el “modelo” no estaban terminando de realizar la transformación que el pomposo nombre de “Neodesarrollismo” auguraba. El aumento de la actividad económica, de la producción y del empleo industrial no significaron un cambio de la matriz productiva ni una mejora en la generación de empleo –especialmente en el sector privado– que se estancó desde 2010 en adelante. 

En democracia, los trabajadores han atravesado los ajustes de los primeros años que concluyeron en una hiperinflación en 1989, la flexibilización laboral del menemismo y la crisis de la convertibilidad en 2001, los intentos más o menos importantes de recuperación del salario y las condiciones de trabajo durante el primer kirchnerismo y luego la lenta erosión de esas mejoras desde la segunda década de los años 2000. La lenta pero inexorable caída de esos niveles de integración relativa a partir de la segunda década del siglo XXI se precipitó con el macrismo, y el gobierno de Alberto Fernández poco pudo hacer para mejorarlo. En los cuatro últimos años el efecto de la inflación creciente, la pandemia y las dificultades del endeudamiento externo dejaron poco margen de maniobra para detener la caída de los ingresos y de los niveles de vida. La pobreza alcanza, a cuarenta años de democracia, al 40% de la población y la distribución del ingreso no hizo más que empeorar aceleradamente en los últimos cinco años.

El pasaje de una vinculación relativamente garantizada e integradora de la fuerza de trabajo a una más inestable y precaria, típica del momento posfordista, no era el resultado de una necesidad técnica derivada del avance tecnológico (que en Argentina involucró a unos pocos sectores), sino simplemente la adopción de sus lógicas de disciplinamiento. Esto se dio en un contexto donde la informalidad y la pobreza mostraron siempre pisos elevados y constituyeron históricamente un límite a la generalización de la relación salarial.

Los (no tan) nuevos sujetos de la clase trabajadora

Algunos de los nuevos actores de estos 40 años de democracia no son tan nuevos (sindicatos, movimientos sociales, trabajadores informales) y muchos de ellos provienen de tradiciones bien establecidas como las sindicales, las del movimiento cooperativo, del movimiento de empresas recuperadas. Junto con ellos, los trabajadoras/es precarios, trabajadoras/es de la economía popular, forman un universo heterogéneo cuyo rasgo distintivo el de la precariedad laboral. Las condiciones de trabajo han empeorado para una proporción creciente de la población económicamente activa en una economía donde el trabajo informal nunca fue –como en toda América Latina– precisamente marginal. A su vez, la precariedad tampoco puede reducirse a estos sectores, ya que involucra a todas las formas de trabajo –formales y no formales, estables y no estables, de la industria o de  los servicios–, y es la condición dominante de la relación capital-trabajo contemporánea. Aún en los sectores formales las condiciones de trabajo y los salarios se vieron afectados por las dinámicas de la flexibilidad que las vuelven mucho menos estables que las del período sustitutivo previo a la dictadura, y mucho menos que las del fordismo. La cuestión es si pueden todos ellos ser englobados en el concepto de clase.

A pesar de las múltiples iniciativas para mitigar estos rasgos característicos de una estructura heterogénea en los últimos 30 años, la desocupación y la pobreza han mantenido niveles estructurales mínimos que no se pudieron reducir. La tasa de desempleo nunca estuvo por debajo del 6% de la población económicamente activa, y la subocupación ha sido un rasgo dominante del mercado laboral, mientras que la pobreza raramente bajó del 25%  desde que comenzó a medirse en 1988, actualmente situándose en un 7% y un 39,2% (según datos de la EPH) respectivamente, (solo en 1993-95 y en 2006 se registraron cifras más bajas). 

La informalidad y la pobreza se convirtieron en un rasgo permanente que nos habla de las dificultades históricas de generalización de la relación salarial.

La informalidad y la pobreza se convirtieron en un rasgo permanente que nos habla de las dificultades históricas de generalización de la relación salarial. Sea analizada esta porción de la población como superpoblación relativa (fluctuante o estancada) según las miradas marxistas que las sitúan en posiciones subalternas casi inmodificables o como actores de la economía popular con potencial transformador a partir de su omnipresencia, lo que muestra su crecimiento es la poca capacidad de integración en la sociedad salarial que la democracia posdictadura pudo ofrecer. No sabemos si estaba entre sus prerrogativas el poder de revertir estos condicionantes estructurales, pero ciertamente sus promesas de integración no dejaron de enunciarse al compás de sus moderados logros. La administración de este límite estructural también podría mostrar mejores indicadores a la luz de que los sectores afectados fueron objeto de múltiples políticas sociales y laborales después de la crisis de 2001 y hasta la actualidad. El plan Jefas y Jefes de Hogares Desocupados desde 2002, el Plan Manos a la obra en 2003, el Plan Familias y demás políticas del Ministerio de Desarrollo Social; los Programas de Capacitación y empleo del Ministerio de trabajo y más recientemente la Asignación Universal por Hijo, el Plan Argentina Trabaja y Ellas hacen, y su reconversión en Plan Hacemos Futuro en 2018 constituyen las medidas más salientes de una batería de políticas sociales y laborales orientadas a este sector de trabajo informal y no registrado del mercado de trabajo (3). Con el kirchnerismo nuevamente en el poder en 2019, y por efecto de la pandemia, también surgieron los bonos Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en 2020 y 2021, que por su extensión incidieron también en la situación de los trabajadores formales, mostrando la también precaria inserción en la economía formal de estos trabajadores registrados.

¿Qué decir a esta altura del concepto de clase? Los trabajadores del sector formal, unas 10 millones de personas, fueron las que más oportunidades tuvieron de mantener salarios y condiciones de trabajo tras la crisis de 2001. La recuperación de la negociación colectiva desde 2004 en adelante permitió a los sectores sindicalizados –luego del impasse flexibilizador menemista– seguir de cerca los incrementos inflacionarios y obtener ciertas mejoras de las condiciones de trabajo. Estos acuerdos y convenios colectivos constituyen, en palabras de Clara Marticorena, una “forma cristalizada”  o “una suerte de termómetro de la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo” que tras el efecto disciplinador de la flexibilidad laboral del menemismo resurge tras la crisis de 2001 en un contexto de recuperación de la actividad industrial sobre la base del uso de la capacidad ociosa, antes que de nuevas inversiones y con costos laborales reducidos en dólares por efecto de la devaluación post 2002 (4). No obstante, y a pesar de su gran poder de movilización y presencia política, el de los trabajadores “bajo convenio” es un sector muy heterogéneo, de diversa capacidad de negociación con las patronales. Inicialmente significó una mayor gravitación de la CGT  pero no supuso más que una recuperación parcial de prerrogativas salariales y de condiciones de trabajo. Recién en 2006 los salarios alcanzaron los niveles adquisitivos de 1998, y desde 2012 empezaron a perder  nuevamente contra los aumentos de precios. A su vez, constituyen una porción de trabajadores cada vez más reducida del total de la fuerza laboral, que es importante en un sector industrial, pero que decrece en todo el mundo, y en Argentina ya representa menos del 20% del PBI.

A pesar de la recuperación económica de la postconvertibilidad, tras la crisis de 2001 se mantuvo elevado el empleo no registrado, contribuyendo así a la precarización de los trabajadores incluso del sector formal, especialmente en sectores de empresas Pymes menos concentrados y orientados al mercado interno. Este sector creciente de trabajo no registrado no pudo acompañar en el mismo grado las mejoras alcanzadas por los trabajadores bajo convenio. Y muchos de ellos alternaron entre empleos intermitentes o engrosaron las filas del desempleo.

La cobertura propuesta por los planes sociales sólo permitió mitigar en parte la necesidades de los trabajadores informales, no registrados o de la economía popular, según la denominación pretenda subrayar el carácter más o menos productivo de este nuevo sector que adquiere dimensiones y dinámicas propias, que lo vuelven objeto de  políticas específicas derivadas de su reconocimiento estatal a partir de la Ley de Emergencia Social de 2016. En 2022, las personas que realizan prácticas económicas y políticas por fuera de la relación asalariada tradicional, con escaso capital, ligadas a veces a experiencias de  trabajo sin patrón y alimentando circuitos informales, alcanzan casi 3 millones y medio de trabajadores y trabajadoras, y representaban un poco más del 50% de los trabajadores registrados del sector formal según el RENATEP (Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular) (5).

El crecimiento de este sector ha llevado a reconsiderar su carácter “marginal” y a estudiar sus prácticas como parte estructurante de la economía en su conjunto, en la medida en que se encuentran embridados en la dinámica de numerosos sectores productivos (el taller textil de la industria de indumentaria, por ejemplo) y que garantizan la reproducción social en tareas de cuidado. Verónica Gago subraya el carácter vitalista de estas prácticas, de la búsqueda de progreso que las anima y  se opone a la habitual victimización de los sectores populares en la medida que piensa lo informal de modo positivo, como fuente instituyente de creación de la realidad (6), pero también como sujetos “incluidos” por la vía del consumo y de las finanzas a los circuitos de endeudamiento propios del neoliberalismo, siendo la parte central de un  “neoliberalismo desde abajo” (7). En la pandemia quedaron expuestos a la intemperie (como buena parte de los trabajadores formales que recibieron el IFE) y muchos de ellos se incorporaron al trabajo de plataformas, especialmente las de reparto y movilidad.

En 2023, de una población de poco más de 46 millones de habitantes, 13 millones de trabajadores están registrados según el Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA) (de los cuales 3,3 son del sector público y el resto del sector privado) y cerca de 3,4  millones son no asalariados, centralmente cuentapropistas de baja calificación. Muchos de estos últimos, junto con el millón de desempleados y  algo así como 3,5 millones de trabajadores que no están registrados, pueden considerarse como parte de la economía popular (de ellos 3,2 millones están inscriptos en el RENATEP).

La reducción de la clase trabajadora asalariada definido dentro del parámetro de contrato fordista no admite quitarse de encima sin más el concepto de clase. La reconfiguración de dicha clase bajo las estrategias contemporáneas del capital no habilita la cancelación de la vigencia de este concepto que sigue articulando el antagonismo capital-trabajo bajo sus determinaciones. En Argentina los cuarenta años de democracia posdictadura permitieron garantizar libertades y afianzar derechos laborales al tiempo que se perdieron otros y disminuyó el poder adquisitivo, en un contexto donde la relación salarial dejó de ser el principal eje articulador de la sociedad capitalista. La emergencia de nuevos sujetos invita a pensar de qué forma podrían surgir instituciones a la altura de estos desafíos estructurales o si está fuera de su alcance mitigar un antagonismo inevitable entre dos actores que, siendo permanentes, adoptan renovadas formas de despliegue.

 

1. La acumulación flexible es un concepto desarrollado por el sociólogo y teórico marxista David Harvey para describir un cambio en la dinámica del capitalismo contemporáneo que comenzó a emerger en las décadas de 1970 y 1980. Este concepto se refiere a una transformación en la forma en que se organiza la producción, el trabajo y la acumulación de capital en el sistema capitalista, con un enfoque en la flexibilidad, la desregulación y la globalización.

2. Neffa J., Panigo, D. y Pérez, P. (2014): Actividad, Empleo y Desempleo. Conceptos y definiciones., 1ª ed. Centro de Estudios e Investigaciones Laborales -CEIL-CONICET, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

3. Fernández, Emiliano y Mallardi, Manuel (2022): “La política social asistencial nacional entre 2002 y 2018” en Álvarez Huwiler, Laura y Bonnet, Alberto: Critica de las políticas públicas. Propuesta teórica y análisis de casos, Prometeo.

4. Marticorena, Clara (2014): Trabajo y Negociación colectiva. Los trabajadores en la industria argentina, de los noventa a la posconvertibilidad, Imago Mundi.

5. RENATEP (2022): Principales características de la economía popular registrada. Informe Noviembre 2022. De este total de 3.400.000 trabajadores el 60% lo realiza de manera individual y el 40% de manera colectiva en organizaciones sociales, comunitarias o cooperativas y 978.000 perciben además el plan Potenciar Trabajo.

6. Gago, Verónica (2014): La razón neoliberal. Economías barrocas y prágmática popular, Tinta Limón.

7. Caballero, L., Gago, V. y Perosino, C. (2020): “¿De qué se trata la inclusión financiera? Notas para un perspectiva crítica”, Realidad Económica N°340, Género y deuda, En relación al vínculo entre finanzas y movilidad social véase también Wilkis. A (2020): “La rueda de la fortuna. Imaginarios de movilidad social en una sociedad financiarizada” en Kessler, Gabriel, Benza, Gabriela Wilkis, Ariel y  Alvarez, Lucía (2020): ¿Que fue de la movilidad social?, Clave intelectual.

Por Pablo Miguel * Economista (UBA) doctor en Ciencias Sociales (UBA), docente de la Maestría en Sociología Económica (EIDAES-UNSAM) y de la Maestria en Estudios Latinoamericanos (CEL-UNSAM), profesor EIDAES-UNSAM-Investigador CONICET. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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