¿Quién aguanta más ajuste?

Actualidad 02 de enero de 2024
man-chainsaw-his-hands-close-600nw-1054077455

El ajuste no es algo sólo a futuro, sobre lo cual se puede predecir sus impactos y calcular sus efectos. Lo dramático del ajuste es que se conjuga también en pasado y presente. La inflación, como sabemos, es el ajuste por otros medios. El ajuste es lo que ya sucedió, lo que está sucediendo y lo que vendrá.

Por eso hablar del ajuste por venir es meterse en terreno fangoso. Antes, es necesario partir de cómo se sobrelleva el ajuste actual para recién entonces intentar pensar cómo su intensificación afectará las estrategias cotidianas de sobrevivencia. Sin embargo, no hay mera continuidad: hay un cambio de intensidad y velocidad que puede resultar decisivo en términos de legitimidad política. 

Resistir con deuda

Una primera forma extendida y practicada de resistir el ajuste ha sido el endeudamiento de los hogares. Es decir, reemplazar o completar ingresos en caída libre con deuda. Esto no sucedió de un día para otro. Como escribí en Le Monde diplomatique en junio de 2015 (1), la expansión del endeudamiento en sectores populares hizo de la deuda simultáneamente un contrapeso y un complemento a la precariedad laboral. “Un código capaz de traducir la heterogeneidad del mundo del trabajo (de changas a microemprendimientos, de trabajos formales por temporadas a actividades free-lance, de empleos formales que duran poco a informales que pueden estabilizarse) a relaciones más homogéneas entre acreedores y deudores”.

El dispositivo financiero de la deuda logró lo que antes hacía el salario: homogeneizar lo que desde el punto de vista de las identidades laborales se astillaba y se multiplicaba sin fin. Claro que por entonces, hacia fines del segundo gobierno de Cristina Kirchner, ese dinamismo del endeudamiento se daba en el marco de formas de reactivación económica y de ampliación del consumo. Se daba, también, gracias a una articulación pionera –aún vigente– entre planes sociales y bancarización individual de las y los beneficiarios, que instaló al Estado como garante último de esas deudas.

Esa fue una de las claves para pensar lo que llamé “neoliberalismo desde abajo” (2), para explicar cómo el neoliberalismo se enraíza en las subjetividades que para progresar se ven obligadas a batallar en condiciones críticas, de despojo de la infraestructura pública, y que además deben hacerlo sin capital. No tener estabilidad laboral ni tener capital pero querer progresar (es decir: un progreso desanclado del salario y del capital) es lo que produjo la fórmula hoy devenida Ministerio: el capital humano.

En ese deseo de prosperidad popular, de vivir mejor, se produce la composición estratégica de elementos microempresariales con fórmulas de autogestión, que ensambla capacidad de negociación y disputa de recursos estatales, vecinales y comunitarios en la superposición de vínculos de parentesco, laborales y de lealtad ligados al territorio. La dinámica neoliberal se conjuga de manera problemática y efectiva con ese perseverante vitalismo (declinado como deseo de prosperidad) que se aferra siempre a la ampliación de libertades, de goces y de afectos. Esto me llevó a rastrear cómo habían cambiado en la vida cotidiana las nociones de libertad, cálculo y obediencia, proyectando una nueva racionalidad y afectividad colectiva.

Hago esta deriva para señalar lo siguiente. Primero, entender que sobre esa subjetividad política y productiva es que las finanzas aterrizaron y supieron reconocer la capacidad de gestión, esfuerzo y voluntad de progreso de las personas. Esos flujos de endeudamiento fueron creando una suerte de delta de irrigación por abajo que después permitió responder al ajuste del período macrista. Algo que figuraba en la oferta electoral de Macri en 2015 y que hizo discurso político con algo que hoy, con Javier Milei presidente, ya parece sentido común: que el neoliberalismo es una forma de gobernar por medio del impulso a las libertades. 

Las finanzas incorporadas a la precariedad han construido una red capilar capaz de proveer financiamiento privado carísimo para resolver problemas de la vida cotidiana, derivados del ajuste y la inflación. Todo esto, como decía, se acentuó a partir de la crisis del último tramo del gobierno macrista. Como demostramos con Luci Cavallero (3), la deuda se volcó a pagar alimentos, medicamentos y, a partir de la pandemia de 2020, a solventar el alquiler.

La situación se invierte. Los trabajadores deben ser propietarios de los medios con los que producen.

Con esta genealogía quiero resaltar algo que es clave para entender el pasado y el presente del ajuste: las finanzas a través del endeudamiento han ayudado a evitar la escasez de otros momentos históricos. Dicho de modo más directo: ¿por qué en diciembre de este año, en vez de saqueos a los supermercados como en el 2001, vimos filas de gente comprando? El contraste indica que la ecuación escasez-saqueo logró evitarse gracias a dos factores: las redes financieras, a las que ya nos referimos, y las redes de la economía popular organizada.

La consolidación de la economía popular que sostiene de modo organizado la reproducción de los sectores más pobres es el otro factor que ayuda a entender el modo en que se viene soportando el ajuste. La organización La Garganta Poderosa sostiene que 10 millones de personas comen gracias a los comedores populares, mantenidos principalmente por el trabajo de las cocineras comunitarias que hacen magia con recursos escasos.

Ambas redes se cruzan. Como ya dije, un ejercicio permanente de endeudamiento y compra en cuotas se dedica a alimentos, gestionado a través de una panoplia de tarjetas de crédito, préstamos de billeteras virtuales y lugares de crédito barrial. La consolidación de sectores bajos y medios empobrecidos no es una novedad, no es algo de este año. Había quedado en evidencia durante la pandemia, cuando el Ingreso Familiar de Emergencia fue reclamado por muchas más personas que lo originalmente previsto. La pandemia funcionó como un verdadero laboratorio financiero que explica muchas de las dinámicas que han permitido atravesar el ajuste durante el gobierno de Alberto Fernández. Citando a algún filósofo del dinero: ¿Hasta cuándo logrará la deuda gestionar la paciencia del empobrecimiento? 

Todos somos propietarios

La deuda interpela a este conjunto de trabajadores empobrecidos. Les habla en tanto consumidores libres. Activa un sentido de poder y productividad, no de personas a ser “ayudadas” o “subsidiadas”. Mientras el mundo del trabajo –y de la representación política– muchas veces no les reconoce el atributo de la libertad y la propiedad sobre sí (son sub-trabajadores o trabajadores subsidiados, no registrados en tanto tales), las finanzas sí lo hacen. De modo que esa subjetivación financiera adelanta y entrena lo que una derecha más versátil sabrá convocar en esos mismos sectores: la noción de libertad y de formas de propiedad que se afirman en contextos de despojo.

La deuda, articulada al impulso del emprendedorismo (condición totalmente compatible con el trabajo subsidiado), permite a los trabajadores de plataformas (de las feriantes virtuales a los deliverys), por ejemplo, comprar sus medios de producción (de comunicación y transporte): celulares, bicicletas, motos.

La situación se invierte. Los trabajadores deben ser propietarios de los medios con los que producen. Claro que estamos hablando de medios baratos utilizados especialmente en el sector de servicios o en espacios de venta informal y cooperativos. Pero aun así se trata de una modalidad que se expande por los sectores más empobrecidos, que se potenció durante la pandemia y que alcanza también a sectores medios: por ejemplo, con los créditos a docentes para comprar computadoras y trabajar haciendo home office. La adquisición de esos medios de producción es posible gracias –una vez más– al endeudamiento, conteniendo bajo un esquema propietario (voy a ser dueño de eso que compro) la desposesión radical.

Lo mismo pasa cuando quedamos obligados a monetizar propiedades preexistentes bajo una lógica de ajuste: la pieza no utilizada (o “subutilizada”) que puede alquilarse en una plataforma inmobiliaria de renta temporal o el auto que puede convertirse en Uber o Cabify o Didi… El ajuste es, para una subjetividad ya entrenada en años de neoliberalismo, un mandato de optimización y monetarización de recursos propios.

Inflación y sacrificio

La explicación acerca de la causa de la inflación, que a su vez explica el ajuste, es una batalla política. A las explicaciones monetaristas clásicas, centradas en la emisión monetaria, se les suelen sumar argumentos conservadores que caracterizan a la inflación como una enfermedad o mal moral de la economía. O sea, no se trata sólo de explicaciones técnicas y economicistas, sino de argumentos vinculados a las expectativas de cómo vivir, consumir y trabajar.

Por ejemplo, el sociólogo estadounidense Daniel Bell sostuvo que el quiebre del orden doméstico de la familia tradicional era la principal causa de la inflación en la década del 70. También Paul Volcker, jefe de la Reserva Federal estadounidense entre 1979 y 1987, conocido por su propuesta de disciplinamiento de la clase trabajadora como método contra la inflación, instaló el tema como una “cuestión moral”.

Para profundizar este tipo de explicaciones morales del problema de la inflación, la investigadora australiana Melinda Cooper se dedicó a estudiar el modo en que neoliberales y conservadores cuestionaron con especial virulencia, en el marco de sus críticas a los gastos del Estado, un programa de apoyo a las madres afroamericanas solteras. ¿Por qué se ensañaban con un programa menor, de bajo presupuesto? La respuesta es que ese subsidio expresaba la desobediencia de las expectativas morales de sus beneficiarias. Las madres afroamericanas solteras producían una imagen que no cuadraba en la estampa de la familia tradicional. Desde la óptica conservadora, quienes recibían el subsidio eran “premiadas” por su decisión de tener hijos por fuera de la convivencia heteronormada. La inflación reflejaba la inflación de sus expectativas de qué hacer de sus vidas, sin ninguna contraprestación obligatoria.

Al clásico argumento neoliberal de que la inflación se debe al “exceso” de gasto público y al aumento de los salarios por presión sindical, los conservadores le agregan una torsión: la inflación marca un desplazamiento cualitativo de lo que se desea, de los modos de vida legítimos. Más recientemente, ambos argumentos se han aliado de forma decisiva.

Sólo entendiendo la fuerza moral con que se inviste a la inflación (una suerte de castigo de las fuerzas del cielo), es que se habilita su descontrol como escena última de sacrificio y purificación. Este punto clave intenta sostener la “cruzada inflacionaria” de Milei, sus promesas de terminarla y de apuntar a la dolarización como proyecto último.

El shock que se viene

Las formas de contención frente al ajuste pasado y presente analizadas –capilarización financiera, economía popular organizada y monetización de recursos preexistentes– parecen a punto de colapsar ante el nivel de virulencia de los aumentos de precios que se dispararon desde que Milei asumió el gobierno.

Decíamos que el ajuste no es novedad porque ya ha sido terreno fértil para la modificación de la subjetividad política (“la sociedad ajustada”, como la llama el colectivo Juguetes Perdidos). Ahora, con la desregulación completa que propone el Decreto, no sólo estamos ante un cambio cuantitativo (en cifras y velocidad), sino también cualitativo, del ajuste. Sobre todo porque se expresa como un proyecto político, al que llamamos “la venganza de los dueños”. Un modo de “sincerar”, contra la contención propietaria por abajo que señalé antes, quiénes son los verdaderos dueños.

La fecha del 20 de diciembre elegida para anunciar el Decreto no es casual. Augusto Pinochet anunció la privatización del sistema de jubilaciones el 1° de mayo, subrayando el carácter de revancha histórica. Carlos Menem firmó su decreto de limitación del derecho de huelga un 17 de octubre. Sucede que el ajuste actual tiene como objetivo una modificación radical de las formas de vida, algo que ya viene aconteciendo, tal como demuestra el éxito de las propuestas de Milei. Aun así, la lógica de la explicación no puede ceder a la lógica de la justificación. Las mutaciones a nivel de la subjetividad política no se traducen de modo estable. No son ontológicamente de derecha.

La cuestión es si el ajuste actual podrá ser enfrentado, como en el pasado, con toma de deuda a futuro en las casas, sostenido a puro trabajo comunitario y redes emergenciales. El hartazgo que Milei supo expresar, envuelto en promesas de estabilización y de castigo a los que se enriquecen sin trabajar, se le puede volver en contra en la medida en que el ajuste haga imposible la sobrevivencia de quienes lo votaron. Si eso ocurre, a Milei sólo le serán fieles los verdaderos dueños, para quienes esta desregulación es realmente la toma del poder como nunca lo imaginaron.

1. “Las finanzas incorporan a las clases populares”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2015.
2. La razón popular. Economías barrocas y pragmática popular, Tinta Limón, Buenos Aires, 2014. Disponible en https://tintalimon.com.ar/libro/la-raz%C3%B3n-neoliberal/
3. Una lectura feminista de la deuda. ¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!, Tinta Limón, F. Rosa Luxemburgo, Buenos Aires, 2020.

Por Verónica Gago * Investigadora CONICET y militante del coletivo feminista NiUnaMenos. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Te puede interesar

Ultimas noticias

Suscríbete al newsletter para recibir periódicamente las novedades en tu email

                  02_AFARTE_Banner-300x250

--

                

Te puede interesar