El ocio de clase

Actualidad 24 de febrero de 2024
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En junio de 1936, el Frente Popular presidido por el socialista León Blum instauró en Francia las vacaciones pagas para todos los asalariados, un derecho reservado hasta ese momento a una minoría. La medida abarcaba a todos los empleados que contaran con al menos un año de antigüedad –sin distinción de edad, sexo o nacionalidad–, quienes tendrían derecho a dos semanas de dolce far niente, pagadas por el empleador. Para apuntalar el nuevo paradigma, el gobierno creó la Subsecretaría del Ocio y Deportes (Sous-secrétariat aux Loisirs et aux Sports). La medida sorprendió por varias razones: por un lado, no formaba parte del programa de la coalición formada por comunistas, socialistas y radicales que acababa de llegar al poder y, por el otro, no parecía ser un reclamo prioritario en medio de la crisis económica y política que atravesaba el país, con una caída del poder adquisitivo de los salarios y un preocupante aumento del desempleo.

Gracias a la decisión de Blum, miles de trabajadores junto a sus familias conocieron la playa –el principal destino elegido– ayudados también por los subsidios al ferrocarril decretados por el gobierno para abaratar el costo del desplazamiento. Esos recién llegados al ocio estival fueron vapuleados por la prensa de extrema derecha, que se burlaba de su falta de elegancia en comparación a la sofisticación de las clases aristocráticas, cuyos integrantes –habiendo tomado la precaución de nacer ricos herederos– frecuentaban con exclusividad los centros balnearios desde fines del siglo XIX.

La reacción de la oposición de derecha, las asociaciones patronales e incluso la Iglesia fueron de estupor e indignación. El argumento central de los empresarios parecía reflejar un irrefutable sentido común: no se puede pagar a la gente para no hacer nada. Afirmaban que la iniciativa era insostenible en el tiempo y generaría miles de quiebras, impulsando un caos sideral en la economía de Francia. Por su lado, la Iglesia temía, con algo de razón, que sus feligreses sucumbieran a las tentaciones estivales y olvidaran sus obligaciones celestiales. En realidad, nada de eso ocurrió. Ni las vacaciones pagas, ni la semana de 40 horas, ni tampoco los convenios colectivos instaurados ese mismo año por el Frente Popular generaron el apocalipsis previsto. Al contrario, las vacaciones pagas fueron el primer paso hacia una nueva actividad económica que haría eclosión durante la posguerra: el turismo de masas.

Menos de diez años después, en enero de 1945, desde la secretaría de Trabajo y Previsión, Juan D. Perón decretó las vacaciones pagas para todos los empleados de nuestro país. Como en Francia, acá también era un derecho reservado a unos pocos y generó el rechazo de la oposición y las asociaciones patronales. Del mismo modo, esa decisión insostenible amplió el derecho al ocio hacia las mayorías que no habían tomado la precaución de nacer ricas y popularizó el turismo, actividad que indignaba a mi abuela, quien al desplazarse cada año junto a mi abuelo a la casa que tenían en Mar del Plata rezongaba: “No estoy en contra de que esa gente se vaya de vacaciones, pero... ¿por qué acá?"

En mayo del 2010, durante el primer gobierno de CFK, se llevaron adelante los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo. Fueron extraordinarios por muchas razones, pero sobre todo por generar un contraste notable con la prédica apocalíptica de los medios serios, que cada día nos alertaban sobre la violencia insostenible que asolaba al país y sobre el rechazo que la Presidenta generaba en la población. Durante varios días, más de dos millones de visitantes recorrieron los stands de las provincias ubicados en la 9 de Julio, vieron caminar por la Avenida de Mayo a CFK y Néstor Kirchner junto a los presidentes Rafael Correa, Evo Morales, Hugo Chávez, Sebastián Piñera, Lula da Silva, Pepe Mujica y Fernando Lugo, sin escolta alguna, y participaron del “Desfile de los 200 años” organizado con brío por la compañía teatral Fuerza Bruta, un espectáculo que recorrió nuestros 200 años de historia. 

Además de la felicidad de miles de ciudadanos que pudieron participar de un gran evento colectivo y gratuito, los festejos del Bicentenario representaron un enorme impulso al turismo, local y regional. Según el suplemento Cash, “en el mes del Bicentenario vinieron visitantes de toda Sudamérica. La mayor parte de los turistas extranjeros llegó de Paraguay, Uruguay, Brasil, Chile, México y Ecuador. En total fueron 250.000 turistas no residentes. Esto demuestra la importancia de la organización de grandes eventos, no sólo por el impacto directo de las visitas, sino también porque toda esa gente vuelve a su país y cuenta lo que vio. Y eso, sin duda, resultará en más turismo en el futuro”. Eso no impidió, por supuesto, que los festejos fueran descriptos por los medios serios, independientes y apolíticos como un gasto colosal que concluyó en un frenesí de desechos a lo largo de las calles.

Desde hace unos días, asistimos a una nueva indignación terraplanista impulsada por los entusiastas de la motosierra. Esta vez, se trata de los espectáculos y festejos organizados con recursos públicos. La mecha fue encendida por el fracaso de la llamada ley Ómnibus en la Cámara de Diputados, lo que impulsó que desde el oficialismo se decidiera castigar a los supuestos mandantes de dichos diputados, es decir a los gobernadores. La furia mesiánica se tradujo en la quita de los subsidios al transporte en el interior del país y la eliminación del incentivo salarial para los docentes. Ante la protesta generalizada, el Presidente de los Pies de Ninfa llamó a los gobernadores a “dejar de hacer recitales a beneficio y pagarles a los docentes”.

Pasando por alto la bobería mayúscula de comparar montos de magnitudes completamente dispares, es interesante comprobar una vez más el odio que genera la ampliación del derecho al ocio en el pensamiento reaccionario. Un odio que impide que los liberales imaginarios que conforman el gobierno nacional perciban las ventajas materiales que generan los espectáculos impulsados desde el Estado.

En una entrevista televisiva, el gobernador de Córdoba –hasta no hace mucho compañero de ruta de los entusiastas de la motosierra– defendió la ley que en su provincia otorga beneficios impositivos para la realización de espectáculos públicos: “Voy a defender a Cosquín, a Jesús María, al Festival de la Papa. Son ejes que acompañan y promocionan el turismo. La ocupación hotelera (en Punilla por el Cosquín Rock) fue casi del 85%. Nosotros medimos el derrame de lo que cada festival de esos produce. Si no entendemos los puestos de trabajo que generan la industria, el arte y la cultura, no estamos entendiendo para dónde va el mundo”.

Para la contabilidad creativa del Presidente, lo que impide que “los niños pobres del Chaco” puedan comer son los espectáculos populares y no, por ejemplo, los 15.000 millones de dólares que, según sus propias palabras, “se fumó” Luis Caputo, el Toto de la Champions, cuando era titular del Banco Central durante el gobierno de Mauricio Macri.

En realidad, la estigmatización de los espectáculos populares impulsados con recursos públicos, esos que permiten que miles de ciudadanos puedan participar junto a sus familias de un placer habitualmente reservado a las clases más pudientes, no tiene nada que ver con algún tipo de preocupación presupuestaria. Hoy, como en 1936, en 1945 o en 2010, el móvil es el odio tenaz que genera la ampliación de derechos, en este caso, al ocio. Lo novedoso es que, ayudado entre otros factores por el apoyo de los medios y de un sector del establishment, el Presidente de los Pies de Ninfa ha conseguido que una parte de los beneficiarios ejerzan ese odio contra sí mismos. En esta primavera de ideas zombies y delirios reaccionarios, escuchamos a ciudadanos de clase media o baja repetir letanías reaccionarias que los perjudican, como la de considerar virtuoso el freno a los espectáculos populares.

El peronismo, hoy circunstancialmente kirchnerismo, enfrenta ese odio con una idea tan elemental como exitosa: las ampliaciones de derechos no sólo no atentan contra el desarrollo económico, sino que lo explican.

Durante las últimas columnas intentamos invitar a desarrollar una pregunta que lanzó la ex legisladora porteña Ofelia Fernández: ¿Cuáles son los puntos del DNU del peronismo, para cuando deba volver y revertir el desastre del gobierno de la motosierra y la licuadora? La Subsecretaría del Ocio podría ser uno de ellos.

 

Por Sebastián Fernández / El Cohete

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