





A treinta años de los Acuerdos de Oslo solo queda desolación. El proceso de paz lleva décadas en punto muerto. No hay duda de que los últimos trece años, signados por la conducción casi ininterrumpida de Benjamin Netanyahu, contrario a los acuerdos de paz entre israelíes y palestinos de los años noventa, han sido los peores en la relación entre estos dos actores. Ahora, con su poder cimentado en una coalición de extrema derecha que reúne a partidos clericales y ultranacionalistas, la posibilidad de un diálogo que implique compromisos y concesiones parece imposible.


Mientras tanto, los palestinos atraviesan un camino que va de la disgregación política a la marginación regional, guiados por una conducción envejecida y deslegitimada. La persistencia de la ocupación es, indudablemente, el problema estructural más grave para los palestinos, y no es posible entender los conflictos actuales sin incorporarla en el marco referencial. Sin embargo, junto a ella, emergen dos situaciones de gran complejidad que deben resolver. Por un lado, a nivel doméstico, la falta de estrategias que permitan construir mínimos acuerdos de convivencia y demandas comunes, enfrentando con contundencia al ocupante. Por otro lado, a nivel externo, se manifiesta la necesidad de recuperar la centralidad de la causa palestina en una agenda regional en proceso de mutación.
Una casa dividida contra sí misma
En 1858, en el contexto de la Guerra de Secesión estadounidense, el presidente Abraham Lincoln dio un famoso discurso fundado en una cita evangélica, donde mencionaba que “una casa dividida contra sí misma no puede subsistir”. La debilidad de los palestinos para enfrentar este momento particularmente adverso se explica, en parte, por eso: la división entre sus dos movimientos más convocantes, Fatah y Hamas. La grieta que esto genera es una herida abierta que le impide al país denunciar con mayor firmeza la situación que atraviesa en manos del país ocupante, con el cual, en la actualidad, el diálogo es prácticamente nulo. En otras palabras, se trata de un quiebre que pone de manifiesto la fragilidad de su estructura político-institucional y el desgaste de la representación de los partidos tradicionales.
Los principales partidos políticos, Hamas y Fatah, están enemistados desde las elecciones de 2006. Las legislativas de ese año significaron una importante victoria para el primero. Su agenda se caracteriza por un rechazo a los Acuerdos de Oslo de 1993, a través de los cuales la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) renunció a la lucha armada y reconoció la existencia del Estado de Israel. El giro radical de la población palestina descolocó a Fatah, el partido de Yasser Arafat, que hasta entonces controlaba los resortes institucionales de poder en la OLP y en la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Además, era el interlocutor privilegiado del gobierno israelí y las naciones occidentales. Sin poder lograr un acuerdo que permitiera gobernar en conjunto, se desató una espiral de violencia que generó un enfrentamiento armado entre ambas facciones. En 2007, Hamas se hizo con el control de la Franja de Gaza, expulsando a la policía que respondía a la ANP, comandada por el presidente Mahmud Abbas (Abu Mazen); Fatah, por su parte, siguió controlando la Ribera Occidental (Cisjordania), monopolizando las instituciones del gobierno palestino. El Consejo Legislativo Palestino, de 132 miembros, dejó de sesionar ese año; las elecciones, que debían realizarse entre 2009 y 2010, se aplazaron definitivamente. Esta situación de parálisis no solo resulta dañina para la joven república; además, erosiona el vínculo de representación que se generó cuando fueron electos esos legisladores hace casi veinte años, dañando de manera irreversible su legitimidad. Los mecanismos de autogobierno que fueron creados en 1994 para canalizar las demandas de los palestinos han sido inutilizados por esta división. El último intento de acercamiento fue el acuerdo de 2019; sin embargo, pocos meses antes de la elección, prevista para mayo de 2021, el presidente Abbas la suspendió de manera indefinida al no poder garantizar la participación de los habitantes de la parte oriental de Jerusalén, ocupada por las fuerzas israelíes. Cabe mencionar que, próximo a cumplir 88 años y en su condición de segundo jefe de Estado más anciano del mundo, sería un buen momento para que el entorno de Abu Mazen reflexione sobre la necesidad de contar con un sucesor.
Previsiblemente, la percepción de mutua amenaza entre Hamas y Fatah ha resultado en la imposibilidad de lograr acuerdos que permitan defender y custodiar los derechos de los palestinos frente a un gobierno israelí que, cuanto menos, se niega (y se negará, en la medida en que permanezca el mismo signo político) a realizar concesiones. Los intentos de mediación regional, promovidos en diferentes ocasiones por Arabia Saudita, Qatar y Egipto, no dieron resultado. La dinámica se ha vuelto conocida. Hamas denuncia la falta de representatividad con la que cuenta la ANP, dominada por Fatah, quien, por su lado, usa los mecanismos políticos que administra para marginar a su rival de los procesos de toma de decisiones. En otras palabras, el primero ha hecho uso de su potencia de bloqueo, mientras el segundo ha abusado de su poder institucional.
Palestina no escapa a la condición de “Estado Penetrado” de la que hablaba L. C. Brown en los ochenta: en Medio Oriente, entre los Estados fuertes y los actores subnacionales de aquellos más débiles, aunque de valor estratégico, se establecen mecanismos de cooperación. Tal como sucede en el Líbano, Irak y Yemen, las potencias regionales buscan meterse en las grietas comunitarias para apalancar desde allí sus propios intereses. En los últimos años, Irán ha alentado la polarización entre los partidos palestinos, abrazando a Hamas y acercándolo a Hezbollah. La agrupación palestina se refugia en un socio poderoso, a quien ayuda a poner pie en la zona del Mediterráneo Oriental, muy próxima al corazón del enemigo (mutuo) que inspira su retórica. La Corte de Riad, por su parte, busca reconstruir el vínculo con Hamas, sin descuidar la relación con Abu Mazen.
Los devoran los de afuera
A nivel externo se han presentado otras dificultades que contribuyeron a esta situación de debilidad. La primera de ellas es el rol que Estados Unidos, garante del proceso de paz, jugó en los últimos veinte años, caracterizados por el estancamiento de las negociaciones. Lejos de constituirse en árbitro, Washington más bien se convirtió en representante de los intereses israelíes. El corolario de esa situación fue la propuesta del presidente Donald Trump en 2020, “Paz para la Prosperidad”, que imponía a los palestinos una saga de concesiones humillantes; entre otras, aceptar la ocupación de Jerusalén, renunciar al control de sus fronteras con Jordania y aceptar un Estado con soberanía reducida, limitado a pequeños bantustanes conectados por corredores y rodeados por la presencia militar israelí. Paradoja: el aporte más innovador al proceso de paz en dos décadas, aunque parezca una humorada, se mostró muy acorde a los tiempos de entonces, que son también los de ahora.
El derrumbe de la credibilidad estadounidense en el proceso de paz árabe-israelí coincidió con su retirada hegemónica de Medio Oriente, tras la salida de sus tropas de Siria, Afganistán e Irak y su paulatino desenvolucramiento de la guerra en Yemen. Ahora, la estrategia parece ser otra: el presidente Joe Biden le ha dado lugar a Abdel Fatah Al Sisi para que ocupe un rol más protagónico en las conversaciones. La elección no es casual, ya que el régimen egipcio tiene diálogo con todos los actores involucrados: Hamas, la ANP de Abbas y el gobierno de Netanyahu. China, por su parte, ha demostrado un creciente interés en tomar protagonismo, después de haberse probado el traje de mediador entre Irán y Arabia Saudita, con resultados que presentan una gran expectativa. También Turquía busca su lugar. El presidente Recep Tayyip Erdoğan convocó en julio pasado, en la misma semana, a Netanyahu y a Abbas para dialogar sobre la situación regional.
Los palestinos atraviesan un camino que va de la disgregación política a la marginación regional.
La segunda dificultad que contribuyó al debilitamiento de la posición palestina fue el sistema de Acuerdos de Abraham. Estos tratados bilaterales, firmados en septiembre de 2020, implicaron el reconocimiento y el comienzo de las relaciones diplomáticas entre el Estado de Israel y dos países árabes: los Emiratos Árabes Unidos y el Reino de Bahrein. Luego, se sumaron Sudán en octubre y Marruecos en diciembre. Esta situación constituía un abandono manifiesto a la posición frente al conflicto palestino-israelí que la Liga Árabe había adoptado en la Conferencia de Jartum de 1967, es decir, sus “Tres No”: No a la paz, No a la negociación, No al reconocimiento. Aunque otros países de la organización ya habían reconocido a Israel con anterioridad, las condiciones eran diferentes. Egipto, en 1978, había firmado los Acuerdos de Camp David tras luchar en cuatro guerras contra los israelíes, que por entonces ocupaban dos tercios del Sinaí egipcio. Jordania, en 1994, suscribió el Tratado de Wadi Araba en el contexto de negociaciones públicas y abiertas frente a los palestinos.
Los Acuerdos han logrado, por ahora, resultados moderados o simbólicos: un incremento en el turismo, los negocios bilaterales y diversas áreas de la cooperación, en el caso de los Emiratos Árabes y Bahrein, y concesiones por parte de Estados Unidos en los otros dos. Con Marruecos, el reconocimiento de la soberanía de Rabat sobre el Sahara Occidental. Con Sudán, su eliminación de la lista de países promotores del terrorismo internacional, con la consiguiente quita de sanciones.
Para los palestinos, los Acuerdos de Abraham constituyeron la prueba de que su causa había perdido centralidad en la agenda de los países árabes, a los que consideraba sus aliados. Entendieron la nueva realidad como un sustituto a un tratado de paz que los incluyera: con un respaldo regional decreciente, la posibilidad de entablar un diálogo ventajoso con Israel se dificultaría aun más. En Abu Dhabi habían sostenido que el acuerdo permitiría que los Estados firmantes tomaran un nuevo rol en eventuales negociaciones de paz, pero nada de esto sucedió, excepto declaraciones mediáticas sobre las violaciones a los derechos de los palestinos en las incursiones militares israelíes en la zona de Al-Aqsa.
El futuro, en este aspecto, pone a los palestinos en alerta. Nada sucede en el oeste del Golfo a espaldas de la Corte de Riad. Existe la posibilidad de su adhesión a los Acuerdos de Abraham, para volver explícito un vínculo que constituye un secreto a voces entre los aliados más importantes que tiene Washington en Medio Oriente. El escenario, por ahora, se muestra esquivo. El príncipe heredero Mohammed ben Salman niega la posibilidad del reconocimiento diplomático sin la concreción de un Estado Palestino y de otras compensaciones por parte de Estados Unidos en materia de defensa.
Sin lugar para los débiles
La calidad de la política depende de aquello que la mantiene encendida y ese factor, en la actualidad, es el miedo al otro. Por un lado, un discurso sobre la amenaza que representan los palestinos. Por el otro, la persistencia (y en algunos casos, la profundización) de la situación de indefensión de los palestinos. Sin perder la mirada sobre las particularidades, cuando se trata del proceso de paz, tanto Netanyahu como Hamas se alimentan de ese discurso, frente al cual no parece haber alternativas del otro lado. Hay una espiral de violencia y desconfianza que no deja lugar para posiciones intermedias. La fuerza de la radicalidad palestina se acrecienta con cada agresión y la persistencia de condiciones inhumanas que llevan décadas, aunque allí radica una parte del sustento que mantiene vivo políticamente a Netanyahu. La fórmula parece imposible. En el lado palestino, la situación de caos y el desánimo que se vive en su conducción no permiten vislumbrar acuerdos de ningún tipo. Fatah se muestra cauto, teme quedar como un actor débil ante un escenario agresivo. Lo mismo sucede del lado israelí y las necesidades electorales que permitan la supervivencia de su 37o Gobierno.
Sin embargo, se abren algunas posibilidades, muy limitadas, que permitirían revertir la situación de los palestinos. En los últimos años, en el escenario doméstico emergieron nuevas variables. En el proceso de escalada-desescalada, han hecho su aparición dos nuevos actores: por un lado, los árabes-israelíes, es decir, los palestinos que obtuvieron la ciudadanía después de los sucesos de 1948. Este grupo, que constituye poco más del 20% del total de la población israelí, se halla en un proceso de movimentismo creciente tras las abusivas incursiones de las Fuerzas de Defensa en Gaza y Cisjordania en los últimos años, fundamentalmente entre los más jóvenes. Esta porción de la población, a la que Netanyahu llamó alguna vez “bomba demográfica”, constituye una preocupación para el gobierno israelí. Por otro lado, están las agrupaciones radicalizadas que se desmarcaron de la conducción de Hamas. Reacia a cualquier contacto con el gobierno israelí, la conducción de Hamas mantiene, al menos, un trato frecuente con Al Sisi, que ocasionalmente puede servir de puente entre ambos grupos; incluso, aunque con cortocircuitos, también tiene el teléfono abierto con la monarquía saudita. Pero no ocurre así con los nuevos grupos, que atacan objetivos civiles israelíes de manera independiente. Estos elementos podrían alentar el eventual compromiso del gobierno israelí y un acercamiento entre Hamas y Fatah que lleve, finalmente, a la concreción de elecciones y la necesaria renovación política.
Por otro lado, también se abren posibilidades en el escenario regional. Arabia Saudita ha demostrado su interés creciente por cooperar con los palestinos, especialmente tras el acuerdo con Irán, buscando guiar a los países árabes, donde busca consolidar un nuevo liderazgo. Esa situación alienta la competencia regional por parte de otros países que también aspiran al liderazgo, por ejemplo, Turquía y, con el respaldo estadounidense, también Egipto. Estos factores pueden promover una mayor presión internacional a Israel, de forma tal que motive a generar nuevos compromisos con los palestinos.
En resumen, ambos escenarios se retroalimentan. La amenaza que se les presenta requiere unidad; no se trata de homogeneidad, pero es necesario encontrar al menos ciertos puntos de acuerdo. Este proceso no puede ocurrir de espaldas a la población. De esa forma, podrían aprovechar mejor los nuevos vientos que soplan en la región. La moneda está en el aire.
Por Said Chaya * Analista internacional. Docente-investigador en la Universidad Austral (Argentina). / El Diplo





