Milei, el hombre de la política espectáculo

Actualidad - Nacional 13 de agosto de 2023
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¿Se acuerdan de Ricardo Fort? ¡Volvió… en forma de libertario!

La furibunda aparición de Javier Milei en la oferta de la comunicación de masas y la arena expandida de la multipantalla es la derivada de un fenómeno mayor, un fenómeno que –digamos– lo contiene: eso que llamamos la política, su conjunto de representaciones, materiales y simbólicas, su volumen de tráfico, las narrativas urgentes de sus personajes y su ratio de presencia cotidiana en el tejido de la conversación pública ha completado la curva de un relevo, la fenomenología social de una sustitución: la política ha reemplazado al espectáculo de masas argentino. La política es, hoy, el gran espectáculo de masas argentino. Milei, en todo caso, es el personaje que lo corrobora. 

De masas significa que es transmitido por la televisión, cuyas condiciones de acceso están apenas por encima de una alfabetización suficiente, a lo que debemos sumarle que la misma televisión está atravesando un período sísmico provocado por la aparición de postelevisiones: Youtube, Tik Tok… Como sea que queramos llamar a esas nuevas pantallas, la ficción del show en vivo que solía ser organizada bajo una nomenclatura hecha de gerundiar la realidad, casi siempre de manufacturación global (singing, dancing, bailando, patinando, y siempre por un sueño), ahora es un show de lo real, de lo dramáticamente real. Tenemos a un vendedor de copos de azúcar gatillando en vivo en la cara de la vicepresidenta de la Nación, tenemos a un pibe de La Cava construyendo una guillotina para llevarla hasta la puerta de la Casa Rosada y tenemos un nuevo sujeto de la hipérbole y la confiscación de la cólera, un sujeto rabiado que vive bajo un haz de luz de la noche a la mañana, como si siguiera en cámara una vez que se apaga la cámara. Y si Fort era el loco en la pista de Marcelo, el error 404 de aquel viejo show, la falla que le daba vida a las cosas porque hacía que tuvieran sentido las colisiones, hoy Milei es la mismísima colisión. Sujetos distintos pero miméticos actuando en circos distintos pero análogos. Ricardo Fort y Javier Miliei, menemismo al palo, la misma fractura del sosiego público, la misma condición expansiva y el mismo desprecio por el susurro. Las cosas se gritan. La vida se grita. Toda calma es toma de envión.

Pero ¿cuáles serían las procedencias de este presente que explican la partida y el arribo de estos personajes? Bien, historicemos.

Tres actos y una curva

En 2001, el año de doloroso restart argentino, el compuesto que ocupaba el centro del enunciado del espectáculo, lo que conocimos como Showmatch, pero que familiarmente terminamos nombrando como “el programa de Marcelo”, abrió el fuego de la parodia y puso en marcha Gran Cuñado, un experimento audiovisual que le dio sobrevida a la gran tradición nacional del grotesco y la caricatura política.

Bien, Gran Cuñado tenía entre sus participantes al De la Rúa de Freddy Villarreal, una composición formidable, un documento de época que dejó leer mejor que ningún otro paper la desorientación de un equipo de gobierno. En este primer acto, podemos ver a la política ofuscándose con su parodiador, culpándolo de sus tropiezos y asignándole la responsabilidad del desgobierno. El propio Fernando De la Rúa llamó a ese estado de las cosas, lo cito textual: “Tinellización de la cultura”. 

Segundo acto. Año 2009. La política percibe que los dueños de la parodia son, también, los dueños de las cámaras, las luces y, finalmente, los constructores de la representación. Entonces, lo que era enfado se revisa, y ahí lo tenemos a Francisco de Narváez yendo amistosamente hacia su parodiador, convirtiendo la pugna en camaradería, y bebiendo los restos de luz que la pista del espectáculo era capaz de ofrecerle. “Alika, alikate” era el chiste del momento. Ese año, de Narváez le ganó a Néstor Kirchner las legislativas en la provincia de Buenos Aires. La política había comprendido que el espectáculo tenía capitales para entregar.

Tercer acto, 2015. Daniel Scioli cierra su campaña a la presidencia de la República en el piso del mismo Marcelo. Y pierde. No lo supimos en ese momento porque la Historia no habla en presente y, sin fuga, sin perspectiva, es imposible adivinarla, pero esa derrota no solo fue de Scioli, sino también del circo que le había ofrecido estrado. El espectáculo, como lo habíamos conocido hasta acá, ya no garantizaba nada, y empezaba a vaciarse por dentro.

Hay una curva dentro de esta curva: la caída de Marcelo Tinelli, su desvanecimiento como tutor del enunciado del entertainment. Puede contarse así: el 9 de diciembre de 1992 murió Luis Gallego Sánchez, el tipo al que terminamos conociendo como Luisito Rey. Cuatro días después, su hijo, el sol de México, Luis Miguel, estaba presentándose en vivo en Ritmo de la Noche. En 2018, la serie de Netflix que cuenta esta historia estalla en las pantallas de la región. Diego Boneta, el actor que interpreta a Luis Miguel, viaja entonces a la Argentina, parece que por el rodaje de un comercial. Marcelo lo invita a su programa. Boneta le pide 100 mil dólares. Marcelo no los tiene. Boneta no va. El trayecto es contundente: hubo un tiempo en que Tinelli llevaba a Luismi a su piso, no importaba que acabara de enterrar a su padre, y hubo un tiempo en el que ya no pudo llevar ni a su fake. Hay 26 años entre un momento y el otro. Verificado el anuncio del final de su poder en televisión abierta, Marcelo intentó el salto a la política, quiso hacer pie en esa Corea del Centro que fue el peronismo Federal, pero la política lo devolvió como se devuelve un electrodoméstico, no sin antes quedarse con el espectáculo que siempre había gestionado. Para el 2021, el escándalo del año, ese tríptico que nos dio telenovela incandescente, protagonizado por Wanda, Mauro y la China, ni siquiera pasó por la pista de Marcelo, ni por sus productores, ni por sus televidentes. Antes esas historias le pertenecían, pero un día dejaron de ser suyas. Para entonces el programa de Marcelo ya medía menos de dos dígitos. Wanda Nara digitando el culebrón y él no teniendo nada que ver con eso fue su caída de Constantinopla.

Pero setenta años de televisión nos han educado en la necesidad de un cuerpo permanente de personajes y de siluetas que podamos esnifar frente a la tele cuando ya volvimos de nuestro día y estamos disfrutando de nuestra noche. El show no termina, solo se muda de pista. La política es la nueva pista.

Ahora sí, curva completa.

Punkear los bordes

Fui a dos actos de Javier Miliei. Dos actos tradicionales con convocatoria a la militancia, pero también a la gente de a pie que quisiera sumarse. Dos actos políticos donde habla un político y habla de cómo triunfar en la arena política. Dos actos de los miles de actos de todos los partidos a los que hemos concurrido en esta vida. En los dos, Milei avanzó entre un bullicio apretado de gente y euforia que medía los diez metros a la redonda que lo circundaban. En los dos, al otro lado de ese primer cerco, no había más nadie. No me la contó nadie. Yo estuve ahí.

No indica nada que haya o no haya gente en tus convocatorias físicas. Acá lo único que importa es cuántos votos sacás, y Javier Milei sacó tremendos 13,6 puntos porcentuales en las legislativas del 2021, en la Ciudad de Buenos Aires. Pero no estamos revisando el rinde electoral de un candidato ni sus condiciones para atraer el sufragio: estamos viendo su escalada cultural, y es por lo menos curioso, contrasimétrico, inversamente proporcional, que un personaje con el ancho de presencia en pantalla que él tiene, con ese centimetraje de redes, después no tenga emplazamiento físico.

Esos chicos de la Julio Argentino están en edad de rebelarse contra algo. Tienen ganas de putear a los padres, meterle un bife al jefe del call center, tirar al Riachuelo para ver cómo se hunde en la mierda la mochila del Rappi.

La primera de estas experiencias fue en cancha de El Porvenir, la noche del viernes 10 de junio de 2022. Fue un tropiezo táctico, porque una cancha de fútbol te expone fuerte si no poblás el campo de juego, y aquella noche, con el Dipy anunciado como estrella cumbiera de cierre, no había más de 2.000 personas. Si yo hubiera querido, podía correr derecho de arco a arco sin tropezar con nadie en el medio. Fue, de todas formas, un momento clarificador. Ese día lo conocí. O conocí las dinámicas de su discursiva: postureo de rugido bravo, fraseo con espuma en la boca, dos pantallas leds en los bordes con un león hecho en lucecitas que viene desde el fondo y te sacude la melena en la cara, más otra pantalla en el fondo del escenario, mismo león, misma melena.

Cuando finalmente aparece Milei, un gentío módico pero festivo lo rodea para que una cámara en closeup configure la ilusión de la muchedumbre. El timo se desmantelaría fácilmente con un dron, pero se ve que ese día no habían llevado un dron. Suena “Panic show” de La Renga. Pienso en Ricardo Fort con la melena del Rey León, convencido de su propia condición rugiente, viviéndola como la vive un nene que hace pium pium con la boca y siente, en la realidad de su juego, que le salen balas de los dedos.

Entre las personitas había mucho pibe muy pibe, corte 17 años, y casi todos ellos levantando la bandera de su agrupación, la Julio Argentino, que tiene la cara de Roca en un círculo central. Bien mirados, esos chicos no pueden ofrecer más que ternura. Y bien revisada la historia de estos últimos 20 años de poder en la Argentina, esos chicos no pueden ofrecer más que una explicación.

La operación fundamental del kirchnerismo fue convertir los progresismos, que pedían pista después de diez años de menemato, en una opción de poder real y asentarla en el centro del sistema de gobierno: no del gobierno, del sistema de gobierno. Por esa razón, desde el 2003 para acá, pasando incluso por los cuatro años de textura verde de Juntos por el Cambio, el progresismo es, los progresismos son, poder en la Argentina. Esos chicos de la Julio Argentino están en edad de rebelarse contra algo. Tienen ganas de putear a los padres, meterle un bife al jefe del call center, tirar al Riachuelo para ver cómo se hunde en la mierda la mochila del Rappi. Son pibes que andan con la SUBE, hijos de padres que andan con la SUBE. Ojo, el público de Milei no es cheto, se nutre más bien de lo que ahora se conoce como la Argentina marrón.

En política, nada que ocupe el centro puede esperar la empatía de las periferias, así que lo que esos chicos hacen –y lo que corresponda que hagan– es rebelarse por derecha, punkear los bordes, y si el centro es progre, los bordes no van a serlo también, no tenemos derecho a esperar que lo sean. Por si necesitaran otro argumento que no sea el naturalmente generacional, el empobrecimiento estructural de la Argentina viene a entregarles algo que ellos, los pibes de Milei, perciben como un tipo de razón suficiente. El dato que cierra esta comprensión es que en Argentina, según la ley 26.774, conocida como la ley del voto joven, una persona de 16 años está en condiciones de ingresar su decisión en las urnas.

Fui a un segundo acto de Milei, la presentación de la candidatura de David Adrián Martínez, El Dipy, a la intendencia de La Matanza. La cita era al mediodía en la esquina de Merlo y Berón de Astrada, dos callecitas interiores, apretadas, a 100 metros de avenida Crovara, corazón de La Tablada, donde nació el Dipy hace 45 años. Fue imposible acercarse a Milei porque lo que lo rodea, otra vez, es una circunstancia de gente que, o lo milita, o quiere una foto con él, o lo reconoce de la tele como podría reconocer a Viky Xipolitakis y quiere una foto con él, o lo detesta y quiere una foto con él para después subirla al grupo de Whatsapp de sus amigos de fútbol 5, o ninguna de estas cosas, o todas estas cosas juntas pero igual quiere una foto con él. La marabunta de gente avanzó 100 metros, eso duró media hora, rompimos el espejito de algún auto estacionado, nos subimos al banquito de una heladería de barrio para ver un poco mejor, llegamos a divisar el pelucón fantástico, inflado como los pectorales de Fort, lo perdimos antes de la esquina, lo volvimos a ver, después Milei se subió a un auto y se fue.

Acá no había pantallas, pero sí un señor disfrazado de león, un poco pobremente, de confección caserita, como para una troupe de fiesta infantil, como si tuviera que irse cagando a dar la vuelta en un trencito de la alegría.

Si no fuera porque vivimos dentro de él, el espectáculo de la política argentina es entretenidísimo. Grotesco, trashero, escandalógico, un charco de bizarría mal curada, pero entretenidísimo. La reculada célebre de Franco Rinaldi después de picantear la pantalla de su streaming y siendo corrido por un progresismo de fuego amigo. Lila Lemoine asegurándole a su tropa que sí, que claro, que por supuesto, cómo no se le va a poder decir tanque australiano de medialunas a Ofelia Fernández, si es un clásico. La renuncia de un ministro de Economía en el exacto momento en el que la jefa política de su espacio está dando un discurso, y los teléfonos que se enteran y los asesores que se enteran con sus teléfonos, vos le ves las caras a los tipos que ya saben lo que ella todavía no, mientras ella dice y dice… Hasta ahora no teníamos un Macri blanco. Tuvo que aparecer un Macri Negro para que lo tuviéramos, por contraste. Y Canosa pasando en vivo los audios que se deja con Milei. Y el Pelado de A24 haciendo la encuesta de la Fanta Naranja. Y Wado candidato, pero no porque Massa candidato. Y Twitter haciendo los mejores chistes con la resaca de la fiesta de la pobreza. Tenemos más espectáculo que nunca. Es más real que nunca. Es más peligroso que nunca. Es más adictivo que nunca.

O tal vez haya que decir que tenemos espectáculo porque tenemos escándalo. “Escándalo y repercusión pública se implican”, escribe Beatriz Sarlo en La intimidad pública, el texto donde examina la era del trashtalking y la basura massmedia, y luego agrega: “el escándalo organiza las desinteligencias (…) El escándalo vive del presente. El presente es su tiempo de vida. La muerte del escándalo está anotada en su fecha de nacimiento”.

Javier Milei está hecho, en buena medida, de la capacidad que tuvo para escandalizar la trama política argentina, fracturar su apoltronado eje bifronte de oficialismo y oposición, y fundar un nuevo tiempo, el del grito y la rabia, significantes emocionales que sintonizan perfectamente con el presente puro de la indignación, el hating y la nueva razón emocional, que lo pone a Alfredo Casero a reventar un puño sobre la estremecida mesa de Luis Majul y a todos nosotros a creer que por algo lo hace.

Ahora bien, el presente es eso nomás: presente. Y unas elecciones primarias lo que vienen a responder es la pregunta por el futuro. De cómo le vaya a Javier Milei en ellas, sabremos si es algo más que puro hoy, que puro ahora.

Por Alejandro Seselovsky / Le Monde Diplomatique

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