El posfranquismo que puede cogobernar España

Actualidad - Internacional 15 de julio de 2023
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La Transición no ha sido capaz de cuidar debidamente a la Nación española. No tanto por su Constitución (1978), sino por el clima cultural que ha dejado crecer en su seno, cada vez más dominado según Vox por los enemigos de España (“rojos”, separatistas, feministas, multiculturalistas) y acomplejadamente aceptado por el Partido Popular. En efecto, la “derechita cobarde” –así llama Vox al PP– es cómplice del “consenso progre”, según el novedoso lenguaje de Vox.

Este diagnóstico permite entender por qué Vox surge en diciembre de 2013 y, tras unos años sin éxito ni visibilidad, es en la práctica refundado en 2018, cuando Santiago Abascal –al frente de la dirección desde septiembre de 2014– reformula la línea de acción partidaria, haciendo frente a ese doble desafío de “los enemigos de España”. Desde entonces, va logrando el éxito y el perfil con los que es conocido hoy: Vox es actualmente la tercera fuerza tras el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), con alrededor de un 15% de votos, y se espera que repita esa performance el domingo 23 de julio. 

Aquel momento de surgimiento está marcado políticamente por la crisis económica de 2008, que trae las protestas del 15M en 2011, las cuales se suman a las del independentismo catalán, en auge desde 2009. Para Vox, se trata de un doble avance sobre el orden de 1978: desde el separatismo, por el independentismo catalán, y desde la izquierda, por el 15M y luego Podemos, fundado en enero de 2014.

Crisis de representación

Planteado en síntesis el escenario, veámoslo ahora más en detalle.

La crisis económica mundial de 2008 y la crisis catalana abierta hacia 2010 conmovieron los cimientos del orden político de la Transición española, iniciada en 1977-78.

El crack global de 2008 se resolvió mediante un ajuste ortodoxo que acabó produciendo una crisis de representación, expresada en un alejamiento de la ciudadanía respecto de los dos partidos tradicionales (PP y PSOE), la aparición de partidos nuevos (Podemos, Ciudadanos y Vox, entre otros) y resultó en la caída relativa del hasta entonces dominante bipartidismo imperfecto. A esto se le superpuso la crisis de la relación entre Cataluña y el poder central, provocada por la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que declaraba inconstitucionales artículos clave del Estatuto de Cataluña (la Constitución de la Autonomía) de 2006, aprobado por las Cortes Catalanas, por la ciudadanía de Cataluña en referéndum y, con modificaciones, por el Congreso de los Diputados español. Para ese tribunal, la definición en el Preámbulo del Estatuto de Cataluña como nación era incompatible con la Constitución Nacional, que define en su Artículo 2 a España como “patria común e indivisible de todos los españoles”. Esta crisis condujo a un auge del soberanismo catalán, expresado masivamente en las calles desde 2010, que dio origen al llamado Procés (proceso soberanista) en 2012, con el giro del partido nacionalista catalán Convergència i Unió, hasta entonces garante de la gobernabilidad en España, al independentismo. En octubre de 2017 el gobierno catalán celebró un referéndum ilegal sobre la independencia, duramente reprimido por el Gobierno Nacional. Invocando el resultado de esa consulta, el gobierno de la Generalitat declaró unilateralmente a Cataluña república independiente e inmediatamente suspendió tal proclamación, con el objetivo de abrir negociaciones con el gobierno de España, encabezado por Mariano Rajoy (PP). En ese momento, casi la mitad de los catalanes era favorable a independizarse y el 82% era partidario de tomar decisiones soberanas con relación a España. Rajoy –apoyado por el PSOE– respondió promoviendo la suspensión de la autonomía (octubre 2017-junio 2018) en virtud de la aplicación del Artículo 155 de la Constitución.

Ambas crisis tuvieron su efecto más claro en que, a partir de 2015, la formación de gobierno se volvió problemática. Hasta entonces, se resolvía de modo rutinario: o bien PP o PSOE tenían mayoría absoluta, o bien acordaban con los partidos llamados nacionalistas (vascos y/o catalanes). Baste decir que hubo que repetir dos elecciones generales, las de 2015 y 2019. Desde 2015, populares y socialistas pasaron a sumar el 50% de los votos, cuando antes su piso había sido 65%. Esto hizo que en 2020 naciera el primer gobierno de coalición desde la Transición, el del PSOE y Unidas Podemos (UP).

Esta doble crisis acabó favoreciendo no tanto a los partidos que encarnaron inicialmente con fuerza la llamada “nueva política”, como Podemos –actualmente en fuerte declinación– y Ciudadanos –actualmente extinguido en la práctica–, sino a Vox. El incremento de la tensión entre Cataluña y el poder central acabó generando un campo propicio al reverdecer del nacionalismo español. Vox consideró tibia la respuesta de Rajoy, emblema para los de Abascal de esa derecha acomplejada ante la izquierda y el separatismo. En efecto, Rajoy representó para Vox el complemento perfecto del Presidente del Gobierno más repudiado por los de Abascal y la derecha en general: José Luis Rodríguez Zapatero, quien avaló con fuerza el Estatut.

Lucha cultural

Lo específico del discurso de Vox es que se propone desde el inicio desafiar ese “consenso progre” tolerado por la derecha y que ha ido carcomiendo, desde la perspectiva de los de Abascal, el orgullo de ser español. Por eso, en su caso lo programático queda subordinado a ese combate cultural, pues le sirve sobre todo para exhibir su voluntad de lucha.

El discurso de la democracia del 78 ofrecerá un flanco a Vox. En efecto, este discurso, en tanto expresión de una Transición sin Memoria, trata el pasado como un todo indistinto que los actores políticos principales se comprometen a no repetir. Nadie pregunta quién hizo qué, ni por las causas, ni se intentan deslindar responsabilidades políticas, ni mucho menos jurídicas. En un país de catolicismo difuso, como si de un examen de conciencia se tratara, se confía en que cada actor sabrá qué hizo mal y en qué no debe reincidir. Pero del tema no se habla. Por eso el discurso de la Transición reúne Guerra Civil y Franquismo, y nombra al orden político de 1931 a 1939 como “la República”, no como democracia (o república democrática, que es lo que fue), pues tal cosa obligaría a vincularlo a la actual. Pero, a la vez, para distanciarse del franquismo, nadie se autodefine como nacionalista español. En España, “nacionalistas” son –sobre todo en el discurso de la Transición– los partidos catalanes y vascos. Es decir, los de los territorios “periféricos”, lo cual indica no sólo un lugar geográfico, sino temporal: una rémora del pasado, alejada del presente modernizante y europeísta de la Transición. En España, los nacionalistas españoles se autodenominan “constitucionalistas”, lo cual cierra el círculo de las equivalencias: Pasado-Nacionalismo-Atraso-Cainismo, de un lado, contra Futuro-Europeísmo-Modernización-Consenso, del otro. En el discurso de la Transición, el Pasado opera como una suerte de estado de naturaleza en el que siempre se puede recaer, porque según este discurso el espíritu cainita del pueblo español está siempre latente. Por eso es bueno mantener el silencio, no agitar las aguas políticas. Consenso es el nombre de la democracia en España.

Esto no significa que el nacionalismo español no modele la realidad política del país, pero lo convierte en algo no decible, no bien visto en clave democrática y europea. De ahí que no casualmente el partido se llame Vox (“voz”, en latín). En efecto, por esa hendidura del discurso dominante se cuela la extrema derecha española para conmover los consensos explícitos e implícitos que todo orden político tiene.

¿Qué es España para Vox? Siguiendo a Maurice Barrès, Abascal sostiene que “la nación es la suma de los muertos, de los vivos y de los que nacerán en ella”. “La patria –continúa– es la tierra de mis padres, de mi niñez, de mi adolescencia”. La patria es un patrimonio heredado, tangible, esencial, que pertenece a alguien y que se lega. Una manera de ser (personalidad) y de estar (costumbres) en el mundo, diferente de algunas y opuesta a otras. “Me gusta la nación como algo lineal, no como proyecto”, concluía Abascal. En efecto: “proyecto” sugiere una cierta apertura, un pacto o construcción, así como la posibilidad de incluir no sólo a los herederos directos, sino a otros nuevos (inmigración). Este rechazo del contractualismo muestra el perfil de Vox contrario al liberalismo político.

Aspira a realizar buena parte de los fines franquistas por vías formalmente democráticas.

Aquí damos con la clave ideológica de Vox. La vida comunitaria y, con ella, la democracia quedan subordinadas a esa esencia de lo nacional español, pues ésta no es cambiable ni decidible: esto es, votable. De ahí que el independentismo (catalán, vasco o cualquier otro) sea para Vox no sólo inaceptable, sino “un robo, un latrocinio, un expolio”. En principio, podría parecer que el neoliberalismo de Vox es contradictorio con su patriotismo, pues vendría a corroer los lazos comunitarios. Pero hay un punto en el que pueden converger: el llamado a la rebelión individual (emprendedorismo) contra el colectivismo estatista del neoliberalismo es análogo al que hace Vox contra un poder tomado por los colectivos antiespañoles (“rojos”, “separatistas”, feministas, etc.). Además, su tradicionalismo le impide a Vox hablar de “pueblo” para referirse a los españoles cabales, sino que más bien éstos quedan incluidos en la apelación a “España”. Vox es una formación posfascista, en términos de Enzo Traverso. Es decir, posfranquista: aspira a realizar buena parte de los fines franquistas por vías formalmente democráticas.

Los enemigos de España

Vox no se concibe como un partido político, sino como “un instrumento al servicio de España”, sostiene Abascal. Sus enemigos son, por tanto, los enemigos de España. Veamos quiénes son.

En primer término, el “nacionalismo periférico” en general, y el independentista en particular, porque persiguen la disolución de España. Para Vox, al fin, todos ellos contribuyen al separatismo. Vox propone disolver el Estado de las Autonomías y devolver sus competencias “federalistas” al centralismo de Madrid.

Su otro gran enemigo es la izquierda, “los rojos” en la jerga guerracivilista. Ante todo, por su clasismo, envidioso y resentido, que enfrenta a los españoles. También por no ser suficientemente patriota, lo cual explica su condescendencia con los nacionalismos periféricos. Vox acusa a la izquierda de elitista debido a sus gustos culturales urbanitas y cosmopolitas, y la superioridad moral que rezuma. Para Vox, la izquierda habla en nombre de los sectores populares, pero éstos le dan la espalda, pues son consecuentemente españoles: sobrios, trabajadores y reacios a toda demagogia. Según Vox, sólo alguien acomodado puede darse el lujo de no tener patria, por eso llama a los de izquierda “pijo-progres”.

Un enemigo clave para Vox son las feministas, a quienes acusa de querer imponer autoritariamente, a través de la “ideología de género”, una suerte de ingeniería social antinatural, contraria al humanismo cristiano. Esta posición contra el feminismo es la que quizá más ha servido a Vox para ir cotidianamente, al calor de cada femicidio, contra los nuevos consensos que se han ido forjando en la democracia española. No sólo porque el feminismo es el movimiento que más ha permeado la sociedad española, sino porque en él Vox ve la condensación de todas las amenazas contra su tradicionalismo españolista: el feminismo es el Caballo de Troya de ideas izquierdistas como igualdad, relativismo, internacionalismo, anticapitalismo y rechazo de la familia tradicional. Además, su creciente legitimidad social le abre la puerta a la currícula escolar, rompiendo el derecho de los padres a educar a sus hijos. Para Vox, no hay violencia de género, sino “violencia intrafamiliar”. En definitiva, el feminismo aparece para Vox como un veneno imperceptible que carcome la sociedad tradicional. Además, como el “nacionalismo periférico”, el feminismo quiere hacer sentir vergüenza a los españoles por su condición de tales. Esto, junto con el acomplejamiento de la derecha, da por resultado que en España nadie explicita su orgullo de ser español. Lo “políticamente correcto” es, en verdad, una “dictadura progre”.

Finalmente, el otro enemigo es el multiculturalismo y su relativismo cultural, que equipara el valor de todas las culturas. Vox niega la herencia musulmana de la cultura española. Para este partido, España no es el resultado de la convivencia de las tres culturas y religiones (cristiana, musulmana y judía), sino de la guerra de los cristianos contra los musulmanes para recuperar su territorio. La esencia de la Nación española es católica, según Vox, aunque su modo de integrar y valorar esta religión no es principalmente a través de la generalización de la misa y la catequesis, sino del ensamble tradicionalista entre cultura católica y nacionalismo español. Esto le lleva, a su vez, a distinguir entre inmigrantes latinoamericanos y el resto (en España, los provenientes de África) por sus respectivas herencias culturales. Le sirve, así, para disimular su racismo y su islamofobia, y para confirmar su colonialismo. Esa diferenciación cuestiona, además, su discurso habitual según el cual el problema no es la inmigración, sino los inmigrantes ilegales. Para Vox, el multiculturalismo –como el feminismo– busca que los españoles sientan vergüenza de la Conquista de América y de su pasado imperial, que debería ser motivo de orgullo por sus efectos civilizatorios.

Dado que para Vox la política es conflicto y, más específicamente, lucha por la hegemonía cultural, la formación de Abascal ve que sus enemigos están ganando esa batalla sin necesidad de alcanzar el poder político formal. Dicho de otro modo, que la derecha española, más allá de haber gobernado, no ha triunfado en el decisivo terreno cultural por su complejo ante la izquierda y las fuerzas separatistas, feministas y multiculturalistas. Por eso la particularidad de Vox es defender el orden nacido con la Transición –encarnado en la Constitución del 78– con un discurso desafiante del poder, porque entiende que el verdadero poder, que es el cultural, no el político formal ni el económico, reside insólitamente en manos de minoritarios grupos antiespañoles. Aunque Vox choca con la Constitución de 1978 en varios puntos como su rechazo del Estado Autonómico, se aferra a ella porque es el último bastión del tesoro más preciado para Vox: la unidad de España, consagrada como vimos en su Artículo 2. Máxime en un contexto tendencialmente favorable al “separatismo”. Por eso Vox no es contrario a la Unión Europea, pues entiende que ésta es el símbolo de la Transición y el horizonte valorativo de los españoles.

Las elecciones generales del 23J le abren a Vox la posibilidad inédita de llegar al gobierno de España, apoyando al candidato del PP, Alberto Núñez Feijóo. Para un partido que entró en política para correr la agenda a la derecha es la mejor situación posible. Si pudiera, Vox elegiría antes el Ministerio de Educación que el de Economía. Y suprimiría, como ya está haciendo en los ayuntamientos y autonomías donde está formando gobierno con el PP tras las elecciones de mayo, las instancias institucionales dedicadas a la lucha contra la violencia de género para sustituirlas por otras dedicadas a “la familia”. Además de negar el cambio climático, privilegiar el automóvil, financiar los toros y combatir la inmigración.

Si la España de la Transición encontró un lugar de confluencia en la aspiración común a que los españoles vivieran como los europeos, es decir, en una democracia social y pluralista modernizante, el probable cogobierno de Vox con el PP vendría a realizar aquella aspiración no sin paradojas: en un tiempo, el actual, en que Europa comienza a retroceder sobre sus pasos.

Por Javier Franzé / Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid * Le Monde Diplomatique

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