La otra cara del milagro coreano

Actualidad - Internacional12/07/2023
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Es una figura trillada de la vulgata mediática. ¿Un contestatario duda de las virtudes de la democracia liberal occidental? Para dejarlo en ridículo, alcanza con responder: “¡Intente entonces con Corea del Norte!”. La península coreana ofrece al pensamiento dominante un contraste eficaz para demostrar la superioridad de sus opciones. En el Norte, la dictadura, la hambruna y el carretón de mano; en el Sur, la democracia, la abundancia y los semiconductores. Por un lado, lo repelente de la oscuridad comunista; por el otro, un “modelo” a imitar, como sugiere por ejemplo Louis Gallois, uno de los representantes más ilustres del empresariado francés. Es el modelo de un país tan pobre como India en los años 50 pero que desde entonces se convirtió en la duodécima potencia económica mundial y al que Bloomberg otorgó siete veces el título de “País más innovador” entre 2014 y 2021. En pocas palabras, no es un país, sino un “milagro”.

Sin embargo, existen varias Coreas del Sur. La que fascina a los medios de comunicación y puede enorgullecerse al ver ejércitos de colegiales aprender su lengua por fuera de todo programa escolar se parece a una estrella de K-pop, la música pop coreana hoy conocida en el mundo entero: una figura esbelta, una cara andrógina, fama internacional y un teléfono ultra avanzado en la oreja. Y luego está la otra Corea del Sur: un país que su población llama “el infierno Joseon”, por el nombre de la dinastía que reinó en la península de 1392 a 1910.

Sueño

Subte de Seúl, 6:27 hs. De las cinco personas sentadas a nuestra izquierda, tres duermen profundamente, con la cara aplastada en una mano, la cabeza hacia atrás apoyada en la ventana o la nuca caída hacia adelante. Del otro lado del subte, los seis pasajeros también cayeron en los brazos de Morfeo. Ninguna sacudida los altera, ninguna parada en una estación los perturba. Como la mayoría de los trabajadores del país, están agotados. Y es poco probable que eso se deba a una loca noche de diversión: una investigación de 2021 sugería que un seulés de cada tres no había tenido relaciones sexuales en más de un año.

Los coreanos trabajan en promedio 1.910 horas por año. Es una de las cifras más altas entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), donde el promedio está establecido en 1.716, contra 1.490 para Francia y 1.349 para Alemania). Sin embargo, esta cifra global choca con la realidad de los horarios practicados por la mayoría, en un país que creó una palabra para describir la muerte por agotamiento: gwarosa.

Pero todavía se trabaja poco en Corea, según considera su presidente conservador Yoon Seok-yeol, electo por la mínima diferencia en 2022. El mandatario quiere extender la semana de trabajo a 69 horas por semana, contra las 52 actuales. “Los empleados deberían poder trabajar 120 horas por semana, sin perjuicio de descansar después”  explicó durante la campaña presidencial: 120 horas corresponden a 17 horas de trabajo por día en una semana de siete días, y a 20 horas en una semana de seis.

“Las empresas simplemente no tienen los medios para satisfacer la demanda si los trabajadores se niegan a trabajar”, alega Kim Ki-moon, presidente de la Federación de Pequeñas y Medianas Empresas de Corea del Sur. “¿Por qué el gobierno nos privaría del derecho de trabajar más?”, pregunta por su parte el diario conservador Dong-a Ilbo, en un repentino ataque de defensa de la clase obrera.

Pero, en Corea, un mecanismo permite a la mayor parte de las empresas asignar un “pago fijo por horas adicionales” independiente del tiempo de trabajo efectivamente realizado. Los obreros lo saben, y Dong-a Ilbo no puede ignorarlo: es poco probable que un aumento del tiempo de trabajo se traduzca en un crecimiento significativo de los ingresos. En cuanto a las vacaciones, que el gobierno sugiere que podrían convertirse en más largas a medida que las semanas estén más cargadas, pocos creen en ello: el 60% de los empleados coreanos no toman todas sus vacaciones, la mayor parte de las veces por miedo a perder su empleo (8). Entre las reivindicaciones del movimiento obrero coreano, una se expresa frecuentemente: “¡Déjennos dormir!”.

Ataque de ira

Park Chang-jin se esfuerza por sonreír al contarnos su historia. Pero, más de ocho años después de los hechos, el dolor sigue vivo, con toda evidencia. En diciembre de 2014, era jefe de cabina en un vuelo de Korean Air de Nueva York a Seúl. Mientras el avión se dirigía hacia la pista de despegue, escuchó gritos. Una de las pasajeras de primera clase estaba recriminando a una azafata: las nueces que le acababa de servir deberían haber sido presentadas en un plato, no en su bolsita.

Park fue al rescate de la azafata, explicó que la legislación obliga a las compañías aéreas a servir los aperitivos previos al despegue embalados, e intentó apaciguar a la pasajera. Pero la indignada no quiso saber nada. Revelando ser la hija del presidente del conglomerado que controla a Korean Air, presumió de su estatus para exigir a Park y a la azafata que se arrodillaran para presentarle sus disculpas. Lo hicieron; no fue suficiente. Cho Hyun-ah, la pasajera, logró que el avión diera media vuelta para que Park fuera reemplazado por otro jefe de cabina.

Cho cumplirá una pena de prisión de cinco meses, por violación de las leyes de seguridad aérea. Park, por su parte, será objeto de una campaña de hostigamiento en el seno de su empresa. Al cabo de varios años, terminará renunciando. “Mi historia revela algo de la sociedad coreana, de la manera en que se comporta la elite económica de este país –concluye Park en el inglés de auxiliar de vuelo que conservó–. Porque, si bien mi relato es hoy conocido por el público en general, ¿cuántas personas viven lo mismo acá sin que nunca escuchemos hablar de ello?”

“Los empleados deberían poder trabajar 120 horas por semana, sin perjuicio de descansar después”, explicó Yoon Seok-yeol durante la campaña presidencial: 120 horas corresponden a 17 horas de trabajo por día en una semana de siete días, y a 20 horas en una semana de seis.

94,9

Es una manifestación como podríamos ver en cualquier lado. Salvo que aquí los participantes procuran no detenerse en los pasos peatonales, para no interrumpir el flujo de los transeúntes: una atención inusual en otras partes del mundo. La concentración fue organizada para protestar en contra del proyecto de extensión de la semana de trabajo a 69 horas. Al lado del escenario sobre el cual se suceden los oradores, un camión de policía atrae la mirada. Detrás de la cabina de conducción, una inmensa pantalla exhibe cifras: 85,9; 81,2; 92,7…

Desconcertados, preguntamos: el dispositivo mide los decibeles producidos por el sistema de sonido. Aquí, las manifestaciones no son toleradas más que hasta 95 decibeles, es decir, el zumbido de un secador de pelo. Los contraventores se exponen a penas de prisión que pueden alcanzar los seis meses.

Laberinto

En junio de 2022, una parte de los subcontratistas de un astillero naval de Daewoo, uno de los mayores conglomerados coreanos, entró en huelga para protestar contra un recorte del salario del 30% durante la pandemia. En Corea, más de la mitad de los trabajadores son llamados “irregulares”. La categoría abarca a los precarios, a los pseudo “autoemprendedores”, a los indocumentados (particularmente numerosos en los astilleros navales) e incluso a las personas sometidas a una cadena de subcontratación que los priva de los derechos y de la protección social otorgados por los grandes grupos. “No obstante, la mayoría de las veces son formados por la gran empresa que los hace trabajar”, subraya Chong Hye-won, del Sindicato de la Metalurgia (KMWU).

La dirección de Daewoo organizó una represión violenta de los huelguistas, que ocupaban el sitio. El presidente Yoon, que considera que “las personas que hacen huelga son tan peligrosas como las ojivas nucleares norcoreanas”, amenazó con enviar a la policía antidisturbios para desalojar a los protestantes. “Se preguntó en voz alta –recuerda Chong–: ‘¿Pero es esta huelga realmente legal?’”.

En Corea, mil y una trampas limitan el derecho de huelga. Además de la prohibición de las “obstaculizaciones de los negocios”, pasibles de prisión, no está permitido hacer huelga en contra de otro empleador más que del suyo: es una disposición que transforma el sistema de subcontratación en un escudo que protege a los grandes grupos contra cualquier interrupción del trabajo. De suerte que “ser un dirigente sindical implica, en algún momento, pasar por la celda de una prisión”, resume Yang Kyeung-soo, presidente de la Confederación Coreana de Sindicatos (KCTU), él mismo condenado a un año de detención por haber organizado una huelga durante la pandemia. Desde la creación de su sindicato, en 1995, la totalidad de sus doce predecesores también fueron encarcelados.

En esas condiciones, el vicepresidente del Sindicato de Trabajadores Irregulares de la planta de Daewoo asumió la responsabilidad de otro modo de protesta: soldó una jaula de un metro cúbico, en cuyo interior se encerró en el fondo del casco de un superpetrolero para denunciar la manera en que los trabajadores son tratados, alineándose con una larga tradición coreana de sacrificio de los cuerpos para denunciar la violencia patronal.

Como siempre, la empresa ejerció presión sobre los empleados “regulares”, con el fin de que se apartaran de los precarios, cuyas exigencias “amenazarían” a la empresa. El argumento pesa aun más por el hecho de que el Banco Coreano de Desarrollo, una institución pública, anunció por su lado que exigiría de Daewoo el reembolso de todas sus líneas de crédito si la huelga continuaba –el equivalente de una condena a muerte–.

Los empleados pedían inicialmente la recuperación del 30% del salario que habían perdido, y aceptaron finalmente un aumento del 4,5% de sus remuneraciones, con la promesa de una “conversación venidera” sobre las cadenas de subcontratación. Por su parte, la empresa denunció a cinco dirigentes sindicales, exigiendo que devolvieran –de sus bolsillos– las pérdidas vinculadas con varios retrasos de producción: 47.000 millones de wones, es decir, aproximadamente 33 millones de euros. Las personas a las que apuntan perciben el salario mínimo, es decir, cerca de 2 millones de wones, o 1.400 euros, por mes… La ley aún debe zanjar la admisibilidad del reclamo de la empresa. “Lo más probable es que nuestros compañeros tengan que pagar”, considera Chong…

Incomprensión

La pregunta siempre sorprende. No obstante, vuelve regularmente, incluso en boca de los militantes sindicales: “¿Pero por qué los franceses se quieren jubilar antes? Acá, los trabajadores querrían, por el contrario, posponer la edad de la jubilación. Idealmente, hasta los 73 años”. Primero pensamos en un problema de traducción, antes de entender que el problema no reside en las palabras, sino en las instituciones. Es que la jubilación tal como fue ideada aquí difiere considerablemente del proyecto que defiende la mayoría de los franceses.

En Corea, la edad oficial de jubilación es de 60 años. Pero hay que alcanzar los 65 años para percibir la pensión pagada por el Estado. A tasa plena, esta equivale a cerca del 30% de los últimos salarios percibidos. La mayoría de las veces, hunde a los beneficiarios en la pobreza. Por lo tanto, casi todos los coreanos deben trabajar después de la edad legal de jubilación, en empleos tan precarios y mal pagos que la expresión coreana que traduce mejor “laburo de mierda” es “trabajo de viejos”.

Pero si bien la edad en que las empresas pueden deshacerse de sus empleados es oficialmente de 60 años, el poder desde mediados de los años 2010 implementó un sistema que complica aun más la vida de los más ancianos. Tradicionalmente, el modelo jerárquico coreano, heredado del confucianismo, prevé que las remuneraciones evolucionan con la antigüedad del empleado. No obstante, desde hace unos diez años el Estado autorizó a las empresas a reducir las remuneraciones de los trabajadores de mayor edad (en general, alrededor de los 56 años), con el pretexto de favorecer el empleo de los jóvenes. Así, los últimos años de trabajo –los que cuentan para el cálculo de la jubilación– están caracterizados por un desplome de los salarios, a veces recortados en un tercio. Mientras las personas con más de 65 años representan la mitad de la población pobre, Corea del Sur exhibe una tasa de suicidios vertiginosa de 61,3 cada 100.000 entre los mayores de 80 años.

Al frente del Ayuntamiento de Seong-buk, en Seúl, pusieron un cartel en el marco de una campaña de lucha contra el suicidio de las personas mayores sin trabajo, particularmente preocupante entre los hombres: “Si conoce a un hombre solo de más de 50 años, avísele a su municipio”.

Duda

Kim Sung-han, asesor de Seguridad Nacional del presidente Yoon hasta marzo de 2023, obtuvo un doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de Texas; su primer adjunto en Seguridad Nacional, Kim Tae-hyo, obtuvo un doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago; su secretario de Seguridad Económica, Wang Yun-jong, obtuvo un doctorado en Economía en Yale, y su ministro de la Unificación, Kwon Young-se, obtuvo una maestría en Administración Pública en la Kennedy School de Harvard.

En el aeropuerto de Seúl, los ciudadanos estadounidenses gozan de un corredor de aduanas distinto. Una vez en la ciudad, pueden conectarse a una radio estadounidense: “The Eagle”, la de la base estadounidense de Itaewon, ubicada en pleno corazón de la capital. Pero la mayoría sigue su viaje un poco más al sur. Tras una hora y media en auto, llegan… a California, el Estado estadounidense al cual remite el domicilio oficial de “Camp Humphreys”, la mayor base estadounidense fuera de Estados Unidos, no obstante situada en la muy coreana ciudad de Pyeongtaek.

Más de 28.000 soldados viven aquí. Esta “ciudad dentro de la ciudad” –que cuenta con varias escuelas, un secundario, una universidad, una inmensa pileta con toboganes, un cine, un supermercado, una cancha de golf…– alcanza los 43.000 habitantes contando a las familias de los soldados y a los trabajadores coreanos. “Corea del Sur paga el equivalente a mil millones de dólares por año para contribuir al funcionamiento de la base –nos explica Hyun Pilkyung, director del Instituto de Reapropiación de las Bases Militares Estadounidenses–. Los precios de la electricidad, del agua y del gas de los que gozan los militares estadounidenses son los más baratos del país. Y cuando un soldado estadounidense comete un delito, es beneficiado con una justicia específica: la de la base.” Esta última albergaría a 45 estrellas de generales.

Siendo la zona estadounidense más cercana a China, Camp Humphreys aloja una serie de misiles Patriot, escuadrones de helicópteros Apache, radares superpotentes… Cuando un avión de vigilancia U2 despega desde una base gemela, a un puñado de kilómetros al norte, el ruido de sus reactores desgarra el cielo. “Cada vez, las paredes tiemblan varios kilómetros a la redonda”, nos cuenta Hyun. Sin embargo, no hay ningún camión de policía para medir los decibeles. Es que la base es un recurso clave para el Ejército estadounidense: de hecho, su existencia justifica que Estados Unidos esté pendiente de que el conflicto con Corea del Norte no se extinga, temiendo que la paz los obligue a armar las valijas.

Otro vestigio del conflicto con el Norte: en caso de conflicto armado, el mando del Ejército coreano le corresponde al jefe de Estado Mayor estadounidense. De modo que algunos coreanos se preguntan: ¿es Corea del Sur un país con una base estadounidense en el medio, o una base estadounidense con un país alrededor?

Lejos de Gangnam

“El milagro coreano está ante sus ojos.” Yoon Yong-ju (sin ningún vínculo familiar con el Presidente del país) acaba de recibirnos en su casa: una única habitación de alrededor de tres metros por tres, a la cual se entra por una puerta de cerca de un metro treinta de altura. No es un problema para Yoon: sus dos piernas fueron amputadas. “Tengo la suerte de vivir en una de las viviendas más agradables del barrio: tengo luz y un cuarto bastante grande”.

Estamos a dos pasos de la estación de Seúl, un barrio donde los alquileres están entre los más altos de la capital. Pero no en la manzana en la que nos encontramos, una villa miseria adonde fueron a parar los sobrevivientes del prodigio económico coreano.

Primero cuesta creerlo, pero Yoon dice la verdad: su vivienda parece lujosa comparada con las que los propietarios que viven en Gangnam, uno de los barrios más acomodados de Seúl, alquilan acá por 190.000 wones (cerca de 130 euros), es decir, un cuarto del subsidio pagado por el Estado coreano a los más necesitados: cuartos de un metro y medio por dos, sin ventanas, en edificios en ruinas y, la mayoría de las veces, sin calefacción. 

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“Yo era conductor de excavadoras cuando explotó la crisis asiática de 1997”, cuenta Yoon Yong-ju. En esa época, el Fondo Monetario Internacional (FMI) impuso una severa terapia de austeridad en Corea. Por su lado, las empresas aprovecharon la debacle para despedir, antes de contratar sobre la base de contratos precarios. “Fui despedido por mi empresa. Rápidamente caí en la miseria y en el alcohol”. Es diabético, y su adicción pronto condujo a la amputación de sus miembros inferiores. “Llegué a este barrio pensando que no me quedaría más que unos meses, el tiempo suficiente para recuperarme… Ya pasaron dieciocho años.”

Aproximadamente mil habitantes viven aquí. “Todos se parecen a mí –continúa Yoon Yong-ju–. No son marginales: son personas que trabajaron mucho para levantar al país después de la guerra. Personas que se sacrificaron y a las que el Estado dejó sin nada. Ninguno de nosotros recibe jubilación, porque ninguno contribuyó lo suficiente.” Hoy, Yoon pinta, gracias a la ayuda de un amigo fotógrafo. Por lo demás, se convirtió en presidente de la asociación del barrio: “Tratamos de mantener los intercambios, los contactos entre los habitantes, para que las personas conserven las ganas de vivir. Hay mucha depresión acá.”

Durante su mandato, el presidente Moon Jae-in aumentó el subsidio pagado a los coreanos más pobres. “Inmediatamente, los propietarios de nuestras viviendas aumentaron otro tanto el alquiler que teníamos que pagarles.”

Elegancia

“¡Realmente no parecía contento!” La traductora que desde hace unos días nos acompaña está alterada por el mensaje que acaba de recibir. Unos minutos antes, un diputado del partido en el poder, el Partido del Poder del Pueblo (PPP), con el cual teníamos una cita al día siguiente, le había escrito para indicarle que el punto de encuentro no sería finalmente en el centro de Seúl, sino a una hora de transporte de ahí. Para nosotros, eso era imposible de organizar, y educadamente sugerimos una entrevista por correo electrónico. El nuevo llamado era para manifestar el rechazo de Lee Jae-young: nos dio cita para el lunes siguiente, a las 15 hs.

Los ojos de la traductora se abrieron aun más cuando le indicamos que esa nueva cita no nos resultaba conveniente porque teníamos compromisos prioritarios. “¿Podría agradecerle cordialmente por su disponibilidad e indicarle que iré a verlo en mi próximo viaje a Corea?”. La joven procedió al llamado, antes de que su teléfono volviera a sonar. La conversación fue breve: “Odio tener que decirles esto, pero Lee Jae-young llamó al director general del Departamento de Asuntos Internacionales del PPP para decirle que usted canceló la entrevista y que tal vez usted sea malintencionado u hostil al PPP. Es el director general quien acaba de llamarme. Dice que usted debe enviar una carta en inglés a Lee Jae-young para presentarle sus disculpas”.

A falta de un correo de disculpas, Lee recibió unos días más tarde un correo electrónico agradeciéndole sus valiosos puntos de vista sobre las relaciones entre los medios de comunicación y la política en Corea.

Anticomunismo

A fines del año 1945, la izquierda coreana comenzó a sentar las bases de un Estado soberano y democrático. La capitulación de Japón, que ocupaba el país desde 1910, la puso en una posición de poder. El proceso de industrialización iniciado aquí por Tokio condujo al surgimiento de una clase obrera que no disociaba las cuestiones sociales del antiimperialismo; sin embargo, “los esfuerzos de Japón por asociar toda agitación obrera a un complot comunista… aumentaron el prestigio de los comunistas y contribuyeron a dar nacimiento a un movimiento obrero particularmente politizado”, como observa el académico Kevin Gray. A partir de 1945, se estableció un comité para la preparación de la independencia coreana, principalmente conducido por los militantes obreros encarcelados por Japón, que acababan de ser liberados.

Tras la Conferencia de Moscú que, todavía en 1945, organizaba la división del país, Estados Unidos se autorizó una brutal reacción al sur del Paralelo 38. El gobierno militar del Ejército de Estados Unidos en Corea (USAMGIK), que tomó el control del país, disolvió las organizaciones populares, reprimió las huelgas y llamó a ex colaboradores del ocupante japonés a tomar las riendas del Estado. Desde entonces, el anticomunismo –un anticomunismo moldeado por Washington– se convirtió en “el principio central de legitimación ideológica del Estado surcoreano”, como explica el historiador Jang Jip Choi.

Entre las reivindicaciones del movimiento obrero coreano, una reclama frecuentemente: “¡Déjennos dormir!”.

Entre 1948 y 1949, en la isla de Jeju, la represión de un levantamiento popular, que las autoridades estadounidenses (y luego el dictador Rhee Syngman que Washington puso en el poder) acusaron de ser “comunista”, generó más de 30.000 víctimas. Es decir, aproximadamente el 10% de la población de la isla. Durante años, las cárceles del país rebosaron de ex “partidarios”, involucrados en la lucha por la liberación nacional durante la guerra de Corea (1950-1953). Se los sometió a tortura para que “renunciaran” a sus convicciones de antaño. “Yo debía firmar una declaración en la cual me comprometía a estar en la primera línea de la lucha para la erradicación del comunismo –nos cuenta Ahn Hak-sop, de 94 años, cerca de 43 de ellos en prisión–. En cada sesión de tortura, me desmayaba. Lo primero que veía, al despertarme, eran mis manos: ¿tenían tinta?, ¿habían intentado poner mis huellas en una falsa declaración de conversión? Lo hubiera perdido todo.” En los años 1980, la dictadura estructuró una red de campos de “reeducación” donde serían internadas más de 40.000 personas, la mayor parte de ellas sospechadas de comunismo.

A partir de 1987, la transición hacia la democracia transformó los métodos, pero no el proyecto: “En mi escuela primaria –relata Seo, un militante de unos veinte años que quiere permanecer anónimo– recibíamos regularmente a representantes del gobierno, de los servicios de inteligencia, incluso a personas que se habían escapado de Corea del Norte. Todos venían para explicarnos que el comunismo era una amenaza y que debíamos hacer todo para erradicarlo”. “Ppalgaengi”, literalmente “rojito”, sigue siendo un insulto, que se refiere a toda persona que rechace el orden socioeconómico establecido en Corea del Sur. Tras el giro neoliberal impuesto al país inmediatamente después de la crisis asiática de 1997, es suficiente con defender una organización de la sociedad que no dependa completamente del mercado –una forma de Estado de Bienestar, por ejemplo– para merecer esa etiqueta, que puede conducir a prisión.

En efecto, las principales disposiciones de la “Ley de Seguridad Nacional” (LSN) implementada por Rhee en 1948 siguen vigentes. Su Artículo 7 castiga “a toda persona que elogia, incita a apoyar o difunde las actividades de organizaciones antigubernamentales”, es decir, Corea del Norte y quienes la apoyan, sabiendo que denunciar el capitalismo equivale en muchos casos a apoyar a Pyongyang, desde el punto de vista de las autoridades del Sur. Los partidos que se declaran comunistas están prohibidos y el marxismo es tolerado únicamente en los laboratorios universitarios. En una forma de pensar que en los estudios de televisión occidentales uno asociaría más fácilmente al “totalitarismo norcoreano” que al “milagro surcoreano”, criticar la LSN puede ser considerado como una violación de la LSN.

Esperanza

Entre octubre de 2016 y marzo de 2017, la población coreana tomó las calles para protestar contra un escándalo de corrupción que afectaba a la presidenta Park Geun-hye. Masivo, el movimiento pronto fue bautizado “Revolución de las Velas”. Las manifestaciones provocaron la destitución de Park, y luego la elección de Moon Jae-in, el 10 de mayo de 2017. Surgido del Partido Demócrata, menos a la derecha que la agrupación conservadora, el hombre encarnaba la esperanza de una profundización de la democracia. Uno de sus compromisos impactó en los ánimos: terminar con la precariedad en la función pública.

“En coreano, existe una expresión que podríamos traducir por ‘tortura de la esperanza’ –nos explica Jin Youngha, militante sindical de la KCTU–. Eso equivale a realizar una promesa que sabemos que no será cumplida. Eso es lo que pasó.”

Justo después de su asunción, Moon fue al aeropuerto de Incheon, cerca de Seúl, para reunirse con trabajadores precarios del sector público y anunciar su intención de cumplir con su palabra. “Como en muchos casos, la mayor parte de las personas eran contratadas por empresas subcontratistas, ellas mismas vinculadas con el Estado por contratos de duración limitada –explica Jin–. Cuando un contrato llegaba a término con el subcontratista A, el Estado firmaba un nuevo contrato con el subcontratista B. Los empleados de A eran despedidos.” Como las compensaciones por despido comienzan a partir del duodécimo mes de trabajo, la mayor parte de los contratos duraban 11 meses. “Durante la visita de Moon, algunos trabajadores lloraron de alegría –recuerda Jin–. Por su parte, Moon prometió ‘secar las lágrimas de los trabajadores precarios’”.

En los hechos, Moon impuso al “subcontratista B” tomar a los empleados de A; las condiciones de trabajo no cambiaron. “La mayoría de las veces los contratos siguen siendo de menos de doce meses, y con cada renovación las personas son consideradas como nuevos empleados: no adquieren ningún derecho –nos explica Jin–. Efectivamente, Moon eliminó una forma de precariedad, pero quebró la esperanza de una mejoría de las condiciones de trabajo de las personas. ¿Es esto un progreso?”.

Paciencia

Ahí están. De día, de noche, ahí están. Llueva, haya viento o nieve, ahí están. La multitud pasa, a veces incrédula, pero ahí están. Delante de la Embajada estadounidense, uno tras otro, los militantes del Partido de la Democracia Popular (PDP) se turnan desde el año 2016 para exigir que Estados Unidos se vaya, “porque, mientras los estadounidenses estén acá, los coreanos no serán libres”. Puede ser que entonces la vida se torne más grata en el “País de la mañana en calma”. Por el momento, Corea del Sur se está muriendo. Exhibe la tasa de natalidad más baja del mundo, con 0,78 niños por mujer.

Por Renaud Lambert * Le Monde Diplomatique

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