¿Qué es el grupo Wagner?

Actualidad - Internacional29/06/2023
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Llegaron a apenas unos pocos cientos de kilómetros de Moscú. La información era cruzada y los rumores se expandían. Ni las hipótesis más descabelladas podían descartarse mientras los vehículos militares ocupaban parte de la capital rusa y de Rostov del Don, la ciudad más importante al sur de Rusia y la más cercana a la frontera con Ucrania. Se repitieron una y otra vez las expresiones –incluso de deseo– de una eventual guerra civil, un golpe de Estado, el final del poder de Vladimir Putin. Y, finalmente, nada. Como si el caos informativo hubiera sido en vano o como si el resto del planeta, todos esos seres humanos incapaces de leer la mente de los jefes políticos y militares rusos, fuera obligado a caer en la irresponsabilidad de aventurar todo tipo de conjeturas. Al fin y al cabo, ya lo decía Winston Churchill en 1939: Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Adivinar es casi siempre la regla general.

Debilidades del Kremlin

Evgueni Prigojine es un oligarca ruso, un empresario de 62 años que, entre otras actividades, se dedica a la cocina: tiene una empresa de catering que sirve al Kremlin. Por eso suele ser apodado “el chef de Putin”. Pero lo relevante es que fue el fundador de Wagner, un grupo paramilitar que ha operado en Siria, Sudán, la República Centroafricana, Malí, Mozambique y, claro, Ucrania. Hasta 2022, oficialmente ni siquiera existía. Era una suerte de organización fantasma que representaba los intereses de Moscú y actuaba en su favor, pero sin que el Estado ruso cargase con la responsabilidad legal o política de las atrocidades que pudieran cometer sus miembros. Una herramienta útil.

Hasta 2022 era una suerte de organización fantasma que representaba los intereses de Moscú sin que el Estado ruso cargase con la responsabilidad legal o política de sus acciones.

Con el inicio de la guerra en Ucrania, Wagner pasó a ocupar un lugar preponderante. Es que, guste o no, una guerra en Europa siempre tendrá más prensa que cualquier conflicto armado en África. Wagner puede ocultarse en Mali, pero no a pasos de la Unión Europea, no en un país vecino de la OTAN, y definitivamente no en la guerra más visibilizada de la historia. En noviembre pasado, el que fuera alguna vez un grupo fantasma abrió sus oficinas centrales en San Petersburgo: un edificio moderno con un gran letrero sobre su entrada que anuncia el nombre de la organización. Ningún secreto.

La invasión a Ucrania fue la más clara presentación de Wagner. Más allá de que el Kremlin anunciara una y otra vez que la “operación especial” estaba saliendo según lo planeado, la imposibilidad de avanzar, los repliegues y las batallas cada vez más extensas dejaron a uno de los mayores ejércitos del mundo en una situación difícil. El protagonismo que tomó el grupo de Prigojine y, por lo tanto, el propio chef de Putin, fue la prueba más contundente de una debilidad estatal con la que Rusia históricamente no sabe ni puede lidiar. Nada peor para un líder ruso que mostrarse débil. Nada más imperdonable. Basta con recordar los antecedentes de Nikita Kruschev, sucesor de Joseph Stalin; Mijail Gorbachov, último líder soviético, o Boris Yeltsin, primer presidente de la Federación de Rusia tras la disolución de la URSS: los tres terminaron olvidados y sin poder ni influencia.

Putin conoce bien esta necesidad histórica, más aún en un Estado fuerte y orgulloso que, claro, necesita un líder fuerte y orgulloso. Mejor aún si ese líder es deportista y responde a todos los estereotipos de la virilidad eslava. Así ha sido y así se ha mostrado Putin a lo largo de los últimos veintitrés años en los que gobernó el país más grande del planeta. Pero el verse obligado a cederle potestad estatal a un grupo paramilitar, privado, es una forma de admitir la vulnerabilidad de ese Estado y de ese presidente. Sin acceso a datos realmente fidedignos, sólo puede considerarse como fuente al Ministerio de Defensa británico, que afirma que han combatido en Ucrania unos 50 mil miembros de la agrupación. Desde el gobierno estadounidense repiten esa cifra, pero le suman un segundo dato: son 10 mil mercenarios y 40 mil ex convictos liberados para actuar en Ucrania, en el marco de la llamada “operación especial”.

Son 10 mil mercenarios y 40 mil ex convictos liberados para actuar en Ucrania, en el marco de la llamada “operación especial”.

La pregunta lógica es qué tanto puede confiar Putin en una organización que no lo representa, responde, ni avala por completo. Y de la cual depende en buena medida, aunque no lo admitirá jamás. Antes del fin de semana que quizás haya cambiado el curso de la guerra y del propio gobierno de Putin, Prigojine llevaba demasiados meses criticando las decisiones del Kremlin. Reclamaba más armas, más municiones, más apoyo, más soldados, más decisión, más agresividad. Las respuestas no llegaban. O sí, pero no en la medida en que reclamaba el chef. Como si una y otra vez, en forma quizás sorprendentemente explícita, preguntara por qué Rusia no estaba apretando el acelerador. La extensa batalla de Bajmut terminó con victoria rusa, pero fue Wagner el principal responsable de todo lo que sucedió en una ciudad hoy casi completamente arrasada. ¿Y las Fuerzas Armadas rusas? Prigojine hizo de esa victoria su herramienta de chantaje para pasar de la fuerza de choque en las sombras al poder real.

Pero eso no es gratuito, menos aun cuando se trata de un hombre demasiado crítico y ambicioso para la fortaleza que pretende (y que necesita) mostrar el Kremlin en medio de una guerra. La tensión se acumuló durante meses y el reemplazo de las victoriosas fuerzas de Wagner en Bajmut por soldados del ejército regular a comienzos de junio precipitó una situación ya de por sí endeble. Por si fuera poco, el Ministerio de Defensa, al mando de Serguei Shoigu desde hace más de una década, ordenó incorporar a los miembros de Wagner a la estructura de las Fuerzas Armadas, reduciendo así la influencia y el poder de un Prigojine que se veía como ganador. El oligarca se negó a terminar con esta suerte de doble comando.

El quiebre

Entonces, un viernes cualquiera, llegó el quiebre. Tan anunciado como inesperado. Prigojine dijo que las Fuerzas Armadas rusas habían atacado un campamento de Wagner, que las justificaciones del gobierno para invadir Ucrania estaban basadas en mentiras, que el Ministerio de Defensa estaba engañando a los ciudadanos, que se ocultaban números de soldados muertos. Todo era responsabilidad de un clan oligárquico, por no decir “de la casta política”. Como era de esperar, el Ministerio de Defensa negó la acusación. El líder de Wagner anunció el inicio de una “marcha por la justicia” hacia Moscú acompañado por 25 mil hombres. Insistió en que no se trataba de un intento de golpe de Estado, pero a las pocas horas sus fuerzas supuestamente controlaban los edificios militares de Rostov del Don, llamaban al ejército regular ruso a no presentar oposición y continuaban su avance hacia la capital rusa con el objetivo de ser recibidos por la cúpula del poder y de que se escucharan sus demandas.

Por si fuera poco, Ramzán Kadirov, el todopoderoso líder de Chechenia y gran aliado de Putin, anunció que enviaría tropas a Rostov para enfrentarse a Wagner. La estabilidad rusa parecía pender de un hilo. Pero no. A unos 300 kilómetros de Moscú, Prigojine detuvo su avance. Putin se negó a hablar con él y, para esta altura, la poca y sumamente opaca información disponible puso a Alexander Lukashenko, presidente de Bielorrusia, en el foco principal. Aparentemente fue él quien habló con el oligarca y llegó a un acuerdo. Los cargos contra Prigojine y sus hombres, a los que el mismo Putin acusó de insurgencia y de intentar una rebelión armada en su contra, serían levantados. Los combatientes de Wagner no serían procesados y aquellos que no participaron en los levantamientos tendrían la opción de firmar contratos con el Ministerio de Defensa. Prigojine se iría a Bielorrusia. Quién sabe a qué o por cuánto tiempo. Otros miembros de la organización seguirían activos en Mali y en la República Centroafricana, pero ya no en Ucrania. Del posible golpe de Estado o la supuesta pronta guerra civil, nada. Y lo que queda son muchas más preguntas que respuestas.

Es difícil saber si Prigojine realmente contaba con los suficientes hombres, armas y apoyo como para enfrascarse en la mayor amenaza contra la presidencia de Putin en casi un cuarto de siglo. Pero la lógica indica que nadie se lanzaría a una misión suicida contra un Estado tan fuerte sin algún tipo de respaldo. A menos que actuara bajo una real y absoluta desesperación al sentirse cada vez más solo y abandonado a su suerte en Ucrania, tanto en términos materiales-económicos, como políticos. Se vio acorralado y actuó en consecuencia. Pero se topó con una pared y tomó la salida menos kamikaze: el exilio. Putin no habló con él, decidió no mostrar esa debilidad. Aun así, la vulnerabilidad es evidente: la organización que había cobrado tanta relevancia hoy queda disuelta, aunque no tanto, porque seguirá operando en otro continente. Su líder, que buscaba imponer demandas, quizás haya salvado su vida gracias a aquella victoria en Bajmut. Cuentas saldadas. Aunque, considerando los antecedentes de otros oligarcas ricos e influyentes que se atrevieron a cuestionar a Putin, no es descabellado pensar que Prigojine podría sufrir algún tipo de accidente.

Lo que es seguro es que este levantamiento no puede terminar tan pronto. Sus consecuencias se verán en los próximos días. Quizás Putin utilice estos eventos como excusa para fortalecerse y endurecerse. Quizás convoque a una nueva movilización de tropas. Porque la guerra en Ucrania continúa. Y nadie quiere mostrarse débil en medio de una guerra.

Por Ignacio Hutin / Periodista. Su último libro se titula Ucrania. Una crónica desde el frente, Indie Libros * Le Monde Diplomatique

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