La felicidad, ¿un asunto de Estado?

Actualidad - Internacional 31 de mayo de 2023
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Hace quince años, en enero de 2008, el presidente francés Nicolas Sarkozy les encomendó a reputados economistas, entre ellos Joseph Stiglitz, la tarea de reflexionar acerca de la medición de los rendimientos económicos y el progreso social. Su ambicioso informe recomendaba reorientar las políticas públicas hacia el bienestar y la sustentabilidad medioambiental sin descuidar el nivel de vida de las poblaciones. Una de las medidas consistía en tener en cuenta los ingresos medianos (el nivel por debajo del cual se sitúa la mitad de la población) en lugar del sacrosanto Producto Interno Bruto (PIB), que mide la riqueza producida en un año, independientemente de su efecto beneficioso o perjudicial para las sociedades.

Como podía esperarse, esta “revolución” estadística no se produjo, y los dirigentes siguen con la mirada fija en el agregado estrella de sus cuentas nacionales. Aunque el informe Stiglitz tuvo escasa repercusión política, contribuyó al éxito de una disciplina: la economía de la felicidad. Su indicador se obtiene de manera muy sencilla, ya que cada encuestado determina en un cuestionario su nivel de satisfacción con la vida en una escala que suele ir del 0 al 10. De este modo se pueden clasificar países, regiones o ciudades, pero también grupos sociodemográficos, y correlacionar el resultado obtenido con numerosos factores, sobre todo socioeconómicos.

El “Informe Mundial sobre la Felicidad”, que simboliza este enfoque al más alto nivel, proviene de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas y de socios privados como la fundación Izly. Se basa en una encuesta realizada anualmente desde 2012 en 135 países por el Gallup World Poll. Cada año, se publica el 20 de marzo, fecha del “Día Internacional de la Felicidad”, proclamado en 2012 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sus promotores, los académicos Richard Layard y Jeffrey Sachs, dirigen una vasta red mundial de economistas, que recurren tanto a la econometría –con la ecuación de la felicidad, que permite determinar el “peso” relativo de los diferentes factores– como a la neurociencia y a la psicología experimental. Los medios de comunicación se centran en el liderazgo mundial de Finlandia, pero la evolución detallada y las conclusiones científicas, aunque a menudo instructivas, pasan a un segundo plano.

Por ejemplo, entre 2012 y 2023, el nivel medio de satisfacción bajó de 7,3 a 7 en América del Norte, Australia y Nueva Zelanda, mientras que tanto en Europa Occidental como en América Latina y el Caribe se mantuvieron estables en 6,9 y 6, respectivamente. En Europa Central y Oriental, así como en Asia Oriental, hubo un aumento de 5,4 a 6,1 y 5,9 respectivamente, comparable al aumento más sorprendente de la Comunidad de Estados Independientes (incluidos Rusia y Ucrania) de 5,1 a 5,6. Mientras que el África subsahariana sube ligeramente, el Sur de Asia baja, al igual que Medio Oriente y Asia Central. Francia, por su parte, lleva muchos años rondando el 6,7 y el vigésimo puesto mundial.

China está feliz

Aunque la prosperidad compartida no conduce a la satisfacción subjetiva, sí contribuye significativamente a ella: los países más ricos e igualitarios muestran los mejores rendimientos globales, mientras que los países en crisis y con desigualdad muestran los peores. De todos modos, los discursos triunfalistas occidentales sobre las virtudes de su modelo no encajan bien con las variaciones abismales que se observan de una región a otra y a lo largo del tiempo.

Como una felicidad nunca viene sola, al mismo tiempo que se publicaba el “Informe Mundial sobre la Felicidad”, el instituto Ipsos publicaba los resultados de un “Informe Global sobre la Felicidad”, basado en una encuesta más reducida realizada a 22.508 individuos de 32 países. La pregunta era aun más directa: se preguntaba a los encuestados si eran felices, en una escala con menos niveles. Más allá del auge de felicidad pospandémico, lo que llama la atención es la clasificación de los países: con un 91% de individuos que se definen como muy o bastante felices, China domina la clasificación por delante de Arabia Saudita y Países Bajos. Sobre todo, se observa que la felicidad en los países con ingresos medios “ha aumentado más que en los de ingresos altos”, y supera actualmente a la que se siente en los países más ricos. Se acelera, pues, un fenómeno de “recuperación” entre los países emergentes y los desarrollados.

La prosperidad compartida no conduce a la satisfacción subjetiva, pero contribuye significativamente a ella.

La situación no ha escapado a la atención de la prensa china. “China se ha convertido en el primer país del mundo con la mayor proporción de ciudadanos felices”, presume el diario China Daily (4 de abril de 2023). De hecho, el presidente chino, Xi Jinping, lleva varios años haciendo del “bienestar del pueblo” uno de los objetivos oficiales del Partido Comunista. En esta ocasión, se han adaptado los componentes de la beatitud: la noción incluye la confianza en las instituciones, la democracia y el Estado de Derecho (al estilo chino). La felicidad ocupa ahora un lugar central en el discurso universalista difundido por las autoridades chinas en todo el mundo, junto con la globalización, el libre comercio, el crecimiento ecológico y la confianza en los gobernantes. Frente a los universalismos estadounidense y europeo, la República Popular ofrece al resto del mundo un tercer polo de atracción ideológica, que niega –también– cualquier forma de imperialismo.

Antes de China, el pequeño reino de Bután había protagonizado un enfrentamiento ideológico muy desigual con los criterios occidentales de felicidad, en forma de promoción de la “Felicidad Nacional Bruta”, establecida en 1972 en torno a la preservación de la naturaleza y el patrimonio cultural budista del reino. Un poco más tarde, la creación en 1990 del Índice de Desarrollo Humano (IDH) por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), bajo el impulso del economista indio Amartya Sen, permitió modificar la medición de los rendimientos sociales de los países introduciendo la salud y la educación, lo que hizo algo más compleja la visión de las dinámicas y jerarquías mundiales. Actualizado tras el informe de Stiglitz, con la inclusión de datos adicionales sobre las desigualdades, el IDH muestra claramente la ruptura de 2020: en promedio, la pandemia ha calmado la alegría del mismo modo en que ha reducido la esperanza de vida y los ingresos. Pero sus curvas también confirman la fortísima progresión de China y de varios países asiáticos desde 1990. Sin embargo, los países más “desarrollados humanamente” siguen siendo los países capitalistas dominantes, sobre todo cuando han corregido mucho más las desigualdades económicas, como en Escandinavia.

La vida bursátil

Estos índices, indicadores y gráficos confirman también una tendencia fácilmente observable. Tanto en los países occidentales como en los emergentes, la búsqueda de la felicidad está omnipresente en las organizaciones, en las redes sociales o en las librerías. Adopta la forma de una oferta a menudo comercializada, que va desde el yoga globalizado hasta diversas formas de psicología positiva promovidas por profesionales del desarrollo personal. Sin embargo, el bienestar sigue estando principalmente asociado a la comodidad material, al rendimiento individual y al crecimiento económico, incluso en las políticas públicas: la actividad económica lleva al empleo, que a su vez lleva al consumo de mercado, la satisfacción, etcétera. Las cifras del PIB y los índices bursátiles, que siguen subiendo a pesar de las perturbaciones cada vez más frecuentes, siguen marcando el ritmo de la vida cotidiana de los ciudadanos.

Basadas hace cuarenta años en la promesa de un futuro individual radiante, las políticas neoliberales promovidas en el Norte adolecen, sin embargo, de defectos varios: no garantizan unos rendimientos macroeconómicos sostenibles y, por el contrario, debilitan el potencial de crecimiento al aumentar las desigualdades, degradar el medioambiente, las infraestructuras públicas y lo que ellas mismas denominan “capital humano”. Acentúan la polarización interna de las sociedades nacionales, provocando una pérdida relativa de confianza por parte de algunos ciudadanos, por no hablar de conflictos sociales cada vez más acalorados, por ejemplo, sobre el reparto de los “esfuerzos” generados por la lucha contra la deuda pública. Con el declive relativo de Occidente en el sistema económico y político mundial, estas políticas fomentan incluso una lógica bélica o de “Guerra Fría”. Incapaces de contrarrestar el cambio climático y la ansiedad que provoca, especialmente entre los jóvenes, degradan gravemente la calidad de la vida social y afectan el sentido de justicia de las personas, empujándolas hacia la búsqueda interminable de los paliativos que ofrece el mercado del bienestar.

Si el séptimo cielo se ha convertido en un “asunto de Estado”, éste sólo puede atribuirse un verdadero triunfo en este ámbito: la felicidad de los accionistas.

Por Frédéric Lebaron* Sociólogo y profesor de la Universidad de Picardía. * El Diplo


 
 

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