Monetarismo. La religión no se los permite

Actualidad 19 de mayo de 2023
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Sofoca y angustia a la ciudadanía, al compás del estropicio en el nivel de vida, lo que está sucediendo aquí y ahora con la inflación en la Argentina. A nadie se le escapa que los rasgos que la definen es la de valores realmente muy altos, contrastados contra cualquier tipo de parámetro pertinente. El voluminoso calibre torna indudable su singularidad. Es verdad que siempre que llovió, paró, sin dejar de considerar como posibilidad real que “del fuego vino el diluvio”. Antes, mucho antes de que se logre un nivel de precios que suba en magnitudes anualizadas equivalentes a dos quintas partes de las tasas mensuales de estos días –a las que malamente nos está acostumbrando el IPC (Índice de Precios al Consumidor)–, las circunstancias sugieren que esto va en trances de empeorar. ¿Cuáles circunstancias? Dos en particular: la ideología monetarista –predominante entre la clase dirigente argentina– y las perspectivas alcistas en los costos de la economía-mundo.

El desasosegado agüero quizás le esté haciendo precio al comportamiento de amplios sectores de la clase dirigente nacional, de acuerdo al presente como historia que condena y las coordenadas del porvenir de la economía global. El sentido común de esos sectores mayoritarios en términos de inflación es signado por el más crudo y ramplón monetarismo. Ese evangelio alega que la inflación es un fenómeno monetario, con lo que quieren significar que en toda sociedad –digamos, en términos anuales– hay una determinada cantidad de dinero que es la adecuada si no hay inflación. Si la inflación se fue a las nubes, como es nuestro caso actual, es porque estamos emitiendo dinero largamente más de la cuenta. Es lo que cree a pie juntillas esta muchachada y una parte considerable de la sociedad civil.

El diagnóstico monetarista no resuelve nada. La inflación es generada por el alza de los costos (el dinero se acomoda a eso) y la estanflación se origina porque los precios –por diversas razones– no suben lo suficiente como para dinamizar la actividad. Hay una serie de indicios que apuntan a que los costos internos en el futuro cercano se verán acicateados por los costos de la economía internacional debido a que estos, dado el cese del protagonismo de la baratura de China, están para irse para arriba más allá de la coyuntura, arrastrando y siendo arrastrados por otros factores alcistas. En esa dinámica, los monetaristas, con los cinco sentidos puestos en que el empuje al alza de los precios no se detiene, creerán –debido a su religión– que no fueron los suficientemente lejos en frenar el nivel de actividad para cortar la cantidad de dinero circulante. Con más corte y menos economías de escala (más costos de escala) y los precios internacionales que suben, y el endeudamiento externo y la cotización del dólar que presionan, los precios internos siguen corcoveando. Al monetarista de turno se le acaba la cebita, y pasa él o la que sigue para convencer a todo el mundo de que no se fue para abajo lo suficiente, que la tierra es plana y es el centro del universo. Hay una serie de razonamientos intermedios –que ni de cerca ni de lejos conviene pasar por alto– para evaluar la falsa escuadra en la que está asentado el monetarismo. Así es como se agravan todos los problemas, esos que estamos padeciendo.

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Represión y liberación financiera

En una economía internacional que, tras el shock del petróleo, desde 1973 hasta 1990 no mostraba signos de sosegar los precios, entre junio de 1975 y abril de 1991 –o sea, desde el Rodrigazo hasta el inicio de la Convertibilidad–, lo que sucedió en la Argentina en materia de política económica vino dado por: paquetes puestos en práctica para bajar el gasto y el déficit fiscal, apertura de la economía, estropicio a los salarios, mucha deuda externa. El resultado fue que la inflación, en vez de bajar, siempre terminaba siendo tan o más alta que la actual. Es una gran paradoja –al borde del milagro– que la inconsecuencia monetarista aún tenga un público tan, pero tan numeroso. No es que antes de 1975 los monetaristas –que desde la devaluación de Federico Pinedo en abril de 1962, no dejaron de meter la pata en materia de política económica, impulsando el estatuto del subdesarrollo– hubieran sido menos nocivos. Pero el orden de Bretton Woods les obstaculizaba seriamente impulsar los costos en vez de frenarlos y de ahí espolear los precios, con una política que, en el colmo del absurdo, se ponía en práctica proclamando que lograría el efecto inverso: abatiendo el despilfarro populista.

En efecto, era la época a la que el canadiense Ronald McKinnon (inspirador de la reforma financiera de José Alfredo Martínez de Hoz) llamó de “represión financiera”. Como por Bretton Woods estaba inhibida la financiación privada de los déficits de la balanza de pagos (en la práctica, esto impedía la timba financiera) y los tasas de cambio eran fijas, en acuerdo con el FMI (con el que había que negociar una eventual devaluación, como hicieron en su momento Pinedo y posteriormente Adalbert Krieger Vasena), los bancos centrales podían reglar la tasa de interés por debajo de la inflación, sin que el tipo de cambio jodiera (como jode ahora) porque no había movimiento internacional de capitales financieros privados. Esa época de “represión financiera” coincide con los treinta gloriosos años de crecimiento del capitalismo global. ¿Casualidad o causalidad? La liberación de esos mercados reprimidos que llevó adelante Martínez de Hoz, a consecuencia de que Bretton Woods hacía unos años que no corría más, trajo los desastres mayúsculos que aún padecemos.

Versión Rosatti de la historia

Pero por lo visto nadie está dispuesto a olvidar ni a aprender nada, si se atiende lo que manifestó el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Horacio Rosatti, el martes de la semana pasada en la cumbre anual (summit) de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en la Argentina (AmCham), llevada a cabo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El encuentro contó con la asistencia de millar y medio de personas (el doble que el año pasado) y con un abanico de disertantes, entre los que se encontraban –con alguna excepción– los candidatos a Presidente de la Nación con más posibilidades.

A modo de corolario de su charla, centrada en temas específicos de su área, Rosatti emprendió una perorata sobre economía y la marcha general del país. El juez señaló que “el artículo 75, inciso 19 de la Constitución manda a defender el valor de la moneda, lo cual tiene que llamarnos la atención respecto de la expansión incontrolada (sic) de la emisión monetaria, porque eso implica no defender el valor de la moneda y traicionar consecuentemente el mandato de la Constitución”.

En 32 incisos del artículo 75 de la Constitución Nacional se establecen las tareas que le son atribuidas al Congreso. El 19 dice: “Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento”. La en extrema recortada idea de traición al mandato constitucional del juez Rosatti se enreda en una obligación de imposible cumplimiento. No se puede defender el valor de la moneda (mandato que el espíritu de la época estampó también como apotegma en el frontispicio del Banco Central, inspirado en la ley que lo regía), porque la moneda no tiene valor. El valor es precio por cantidad. La moneda no tiene precio, entonces no tiene valor. 10, 50, 1.000 pesos, “compran” (por así expresarlo) 10, 50, 1.000 pesos. La moneda tiene paridad 1 o unitaria. En el diccionario de la Real Academia Española, la voz “valor” tiene 13 acepciones. Ninguna habla del valor de la moneda, naturalmente. Justamente, la número 13 es la única que se refiere a la economía y dice: “Títulos representativos o anotaciones en cuenta de participación en sociedades, de cantidades prestadas, de mercaderías, de depósitos y de fondos monetarios, futuros, opciones, etc., que son objeto de operaciones mercantiles. Los valores están en alza, en baja, en calma”. Si el sesgo prevaricador que le reprochan ciertos legisladores al juez Rosatti genera dudas acerca del comportamiento ajustado a derecho de su señoría, su ignorancia sobre temas económicos es del campo de las certezas.

Por lo demás, en el derecho positivo no hay nada que defina qué es “valor de la moneda”. Si lo hubiere, su no-defensa daría lugar a un delito, agravado cuando se hace en forma deliberada. Nada que explicarle a su señoría, salvo quizás reflexionar que si el “progreso económico con justicia social” (mandato al Congreso también del inciso 19) implica sí o sí defender la capacidad pugnaz de los trabajadores –dado que el salario es un precio político, cuyo nivel lo fija la lucha de clases–, esgrimir como óbice de ese derecho la necesaria (y siempre bienvenida) organización legal de los trabajadores no funge de coartada que disminuye la fuerza para disputar, cuando ese estadio no es alcanzado por el colectivo que da la pelea.

En la descripción de Rosatti respecto a “la expansión incontrolada (sic) de la emisión monetaria” hay un connubio que cohonesta un error teórico profundo y una ilusión. Si hay un descontrol es porque hay un parámetro que instituye qué es lo controlado. Ese parámetro no existe. Nadie puede determinar cuál es la cantidad de dinero, porque ese volumen lo asientan los agentes económicos en sus impersonales relaciones entre sí. De ahí que sea una ilusión creer que el Estado puede fijar a su antojo –en más, en menos– la cantidad de dinero. No puede. Pero, ¿de dónde saca el magistrado esa fe? De la teoría cuantitativa de la moneda, que dice que a mayor circulación monetaria, más inflación. En nuestro caso, habría mayor circulación monetaria porque hay déficit fiscal. Ese déficit se financia con dinero emitido por el Banco Central. Como ese dinero es una sobre oferta que en reversa no tiene demanda, entonces el sistema corrige el desequilibrio aumentando los precios, porque los agentes económicos se deshacen de los pesos y compran bienes, que es lo que hace subir los precios. El análisis cierra decretando que los empresarios son tan cretinos que por nada del mundo suben la producción frente a la mayor demanda y precios tan interesantes. La oferta es ultra fija, como quien dice.

Ahí están esos razonamientos intermedios, que se recomienda no pasar de largo. El dinero no tiene ni oferta ni demanda porque sencillamente no tiene precio. Todos los tejes y manejes de la llamada teoría monetaria neoclásica giran en torno a formular modelos en los que se trata de hacer como si tuviera precio. Algunos muy ingeniosos, otros muy abstrusos. Ninguno puede lograr su objetivo por imposible. Fuera de la Argentina, académicamente ya nadie les da mucha pelota o algo de pelota a esa forma de abordar las cuestiones monetarias. Vaya curiosidad criolla. Los banqueros centrales hace años que saben que la prescripción de Milton Friedman de fijar un crecimiento anual de la base monetaria (circulante en poder del público más reservas de los depósitos de los bancos comerciales en el Banco Central) es una ilusión. Ben Bernanke comprobó en carne propia que con subir la base monetaria no alcanza para salir de la malaria. Friedman dice que la crisis del '30 se produjo porque se emitió de menos. Los datos lo desmienten: la Reserva Federal norteamericana (FED) hizo subir mucho la base monetaria en esa época.

Por último, pero no en importancia, un precio se establece sumando al costo la ganancia. El costo se debe antes de vender, la ganancia hay que cobrarla cuando se vende. El sistema crea el dinero que insume remunerar la ganancia mediante la multiplicación del crédito (que es lo que crea los depósitos), lo que no significa que se cuente con un multiplicador exacto, ni mucho menos. ¿Cómo sabe el sistema que crea el dinero de la ganancia que esta proviene de un gasto deficitario del Estado o de uno de una empresa cualquiera? (En cuyo caso, el primero sería inflacionario y el segundo no.) No lo sabe, ni lo puede saber porque es irrelevante. Únicamente le interesa al ramplón y obtuso monetarismo, que sirve para que estemos advertidos de que si hasta un juez de la Corte –que, por lo visto, en materia de teoría económica no la ve ni la siente– se atreve a semejante afirmación y encima es aplaudido por un auditorio que cree que esa es la verdad revelada, nuestro problema de sentido común monetarista es uno de los escollos más serios para frenar a los precios. Ese mismo sentido común es el de Sergio Massa y su equipo.

Al revés

Entonces, si el diagnóstico monetarista no es, ¿qué es lo que genera inflación en la Argentina?

Es la irresuelta puja distributiva. Desde que Don Juan sugirió que había un camino para que la clase trabajadora vaya al Paraíso, y lo trazó y pavimentó, la dirigencia comprometida con ese objetivo –empezando por el propio General– nunca dio pie con bola para frenar la inflación generada por el necesario aumento de costos, acudiendo a los dos expedientes irremplazables para tal fin. Uno, que si se suben los salarios por encima de lo que era su nivel de equilibrio para que alcancen a uno a un nivel de vida superior, hay que sustituir importaciones porque la canasta familiar se amplía en cantidad y calidad, lo cual hace imprescindible el concurso del capital externo, a través de los agentes modernos de la división internacional del trabajo que son las multinacionales. El otro es que para que se convierta en real el aumento nominal de salarios tiene que estar financiado por el Estado a una tasa y unos plazos que sean la nada misma. Esto último es prácticamente desconocido por la dirigencia argentina.

La excepción fue el gobierno de Arturo Frondizi para todo lo primero y poco para la segundo. Al gobierno desarrollista también lo ayudó el congelamiento de alquileres. En estos días, la renta inmobiliaria está haciendo un desastre y el gobierno bien, gracias: sigue preso de su pobretona ideología de corte liberal, que se pretende compasiva. La frustración de querer subir los salarios y que la inflación arruine la fiesta, porque esos aumentos se pagan subiendo los precios, generó la idea de culpar al almacenero de la esquina antes, o ahora a las grandes superficies y a la concentración económica, lo que no ayuda para nada y, al contrario, es fuente de conflictos políticos que quitan mucho espacio porque visan un problema donde no lo hay. La posibilidad de endeudarse externamente fue un recurso con que se encontró Martínez de Hoz para generar negocios, mientras los arruinaba abriendo la economía. La única excepción a esa práctica, tanto como la de utilizar como excusa la inflación para embocar a los trabajadores, fueron los 12 años que comenzaron en 2003.

Si no se ponen retenciones, se unifica el tipo de cambio y se lo atrasa, se compensa la caída salarial, se cambia la moneda por una de menos ceros, se contiene la renta inmobiliaria, se bajan los costos (porque aumenta la escala, debido a que aumenta el mercado vía salario), la inflación va seguir su curso en un nivel muy alto. Así pasó desde los '60 hasta principios de los '90, máxime en una economía-mundo que, para acomodar a China (o sea, frenar y revertir la ida a ese terruño de las multinacionales norteamericanas y europeas), demanda ampliar su propio mercado; esto es: más salario, más inversión, más costo. Algunos bien intencionados sugieren que esto no se puede hacer porque faltan dólares. Es al revés: faltan dólares porque esto no se puede hacer. Cristina tiene razón: sin acuerdo político de fondo, ¡olvídalo!

Así es como los monetaristas tienen con qué alimentar su adamantina fe. La masa monetaria creciente se le descontrola, pese a todos los esfuerzos y consejos tipo Rosatti; pese a destrozar con ganas al Estado. Encima, la recesión (que al fin llega) dura poco porque los muchachos y muchachas peronistas resisten, y eso que el dólar y la deuda externa es un perro que ladra y muerde. Todo vuelve a empezar con un nuevo elenco para esas encanecidas malas ideas que, sin embargo, son el núcleo del sentido común imperante, el que capitaliza –de paso cañazo– las notables insuficiencias teóricas y prácticas del movimiento nacional.

Por Enrique Aschieri

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