Sobre Horacio Rodríguez Larreta
Por origen político e inclinación personal, Horacio Rodríguez Larreta viene huyendo metódicamente de los grandes debates ideológicos para concentrarse en la gestión concreta de las personas y las cosas. Últimamente, sin embargo, la conveniencia táctica lo había llevado a asumir posiciones más duras, como las que exhibió en la discusión por las vallas frente al edificio de Cristina, la denuncia penal contra funcionarios nacionales por el fallo de la Corte o los reclamos docentes. Cuentan sus íntimos que cuando se enteró del intento de atentado contra la ex presidenta su primera reacción fue visitarla en su departamento de Recoleta. Son reflejos, reacciones del momento que se concretan rápido. En lugar de eso escribió un tuit de ocasión y se sentó a esperar. Terminó criticando a Alberto por declarar el feriado.
La semana pasada Rodríguez Larreta lanzó formalmente su candidatura presidencial con un nítido mensaje anti-polarización: los que se benefician con la grieta –dijo– son unos estafadores (y no cuesta imaginar las discusiones de su equipo antes de dar con la palabra correcta: ladrones, tramposos, inmorales… estafadores). Si logra sostener esta línea argumental durante el resto de la campaña, estará ofreciendo una propuesta que sintoniza con su personalidad y su trayectoria. Prototípica paloma en la eterna guerra de plumajes de la oposición, sus momentos de halconización lo habían puesto en un lugar exótico.
No será fácil, porque la grieta no es una creación artificial de un grupo de dirigentes egoístas sino una realidad social concreta –en palabras de Luis Alberto Quevedo e Ignacio Ramírez, la ley de gravedad de la política contemporánea– (1), de modo que la tarea de cerrarla es titánica: implica dialogar con el otro, ceder posiciones y, sobre todo, enfrentarse a los propios. La reacción de Macri, que al día siguiente del lanzamiento se reunió con Bullrich, es en este sentido ilustrativa. Y también lo es la estrategia de Javier Milei, que será rústico pero no es tonto y que eligió al jefe de gobierno porteño, más que al kirchnerismo o la izquierda, como objeto principal de sus críticas.
Por otro lado, ¿será esto lo que busca el electorado opositor? Las encuestas resultan contradictorias: muestran un rechazo social a la polarización y al mismo tiempo el crecimiento de los ultras, sobre todo en el universo de la derecha. Como explica Ernesto Semán (2), la polarización es asimétrica: el espacio opositor se ha radicalizado en mucha mayor medida que el universo peronista, que desde el fin del gobierno de Cristina, por el contrario, se modera (que esa moderación haya dado pésimos resultados económicos es otra historia, que merece un análisis aparte).
El fenómeno excede a Argentina. El progresismo se entibia en todos lados. Así como Alberto es más moderado que Cristina, Luis Arce es más moderado que Evo Morales, el Lula de hoy es más moderado que el de hace una década y Joe Biden es más moderado que Barack Obama. En general, los progresismos asumen posiciones menos confrontativas precisamente porque la derecha se mueve al extremo. Es un hecho que los candidatos a presidente de derecha (en Brasil, Estados Unidos, Bolivia, Chile, Colombia…) se parecen más a Bullrich que a Rodríguez Larreta, que debe lidiar no sólo con la competencia interna sino también con la externa, con un Milei en peligroso ascenso (el giro al centro de los progresismos se explica en parte porque no surgió una alternativa equivalente que dispute su lugar por izquierda: no hay un Milei peronista). La pregunta entonces sería si el votante opositor quiere terminar con la grieta o quiere terminar… con el peronismo.
Rodríguez Larreta es un liberal-pragmático en un contexto de reemergencia de las ideologías. Se ha escrito mucho sobre el tema: la actual etapa histórica, signada por el fin de la hegemonía estadounidense y de la ilusión de un orden liberal planetario, dio paso a una era caracterizada por la negación del otro, la confrontación y los gritos (la notable serie sobre Roger Ailes, el creador de Fox News, se llama precisamente “The Loudest Voice”, la voz más alta). Con la fe globalista en retroceso, la pandemia y la guerra en Ucrania terminaron de crear el espacio para una guerra cultural abierta, un choque de civilizaciones, por citar el título del viejo libro de Samuel Huntington; una época de “valores fuertes” y de reacción conservadora frente a los avances progresistas en materia de género, diversidad y pluralismo.
Cada país tramita esta intensidad a su modo. El hinduismo anti-musulmán de Narendra Modi, el giro identitario israelí, la impronta evangélica de la derecha bolsonarista o el fenómeno trumpista son ejemplos particularmente extremos. En otros lugares, los rayos llegan atenuados por el filtro UV de la cultura política, la historia y la conciliación de las elites. Pero llegan. La creciente polarización en países como Colombia, Chile y Brasil revela que América Latina no es ajena a este fenómeno.
Rodríguez Larreta es un liberal-pragmático en un contexto de reemergencia de las ideologías.
Hay que remontarse al origen del neoliberalismo en los 80 para encontrar un momento de semejante intensidad histórica. En aquellos años, bajo la apariencia de una disputa entre modelos económicos se escondía una confrontación político-filosófica más profunda entre formas opuestas de concebir a las personas, al Estado y a la historia. La derrota de la izquierda fue absoluta, y la hegemonía neoliberal se impuso, por unos años, como el sentido común del momento: cuando le preguntaron a Margaret Thatcher cuál había sido su mayor triunfo, respondió… Tony Blair (una izquierda plegada a sus coordenadas ideológicas). La batalla era diferente pero no menos cruenta que la actual. Recordemos, por ejemplo, “Margaret on the guillotine”, la canción de Morrisey, maestro de la provocación poética, incluida en Viva Hate, su disco solista de 1988, en donde jugaba directamente con la idea de asesinar a Thatcher.
The kind people
Have a wonderful dream
Margaret on the guillotine
Cause people like you
Make me feel so tired
When will you die?
Nombres propios
Volvamos a Rodríguez Larreta.
Dueño del tercer presupuesto de Argentina y de la principal vidriera política del país, Rodríguez Larreta era, después del fracaso del gobierno de Macri, el candidato lógico de la oposición. En condiciones normales de presión y temperatura, debería haber sido el postulante natural y único, como en su momento lo fueron Duhalde, De la Rúa o el mismo Macri. Y sin embargo no es así. Patricia Bullrich, desprovista de todo poder territorial y empujada sólo por su discurso ultra, amenaza con arrebatarle la candidatura del PRO. Los radicales, en especial Facundo Manes, se resisten a subordinarse, e incluso María Eugenia Vidal se le anima. Rodríguez Larreta todavía se despierta de madrugada por la pesadilla de que Macri decida lanzarse.
En este contexto, el jefe de gobierno se encuentra frente a una disyuntiva. Puede asimilarse a este tiempo y empezar a tuitear en mayúsculas, o puede intentar otro camino, el que insinuó en el lanzamiento de su candidatura y el que ya transitó con éxito durante la pandemia, cuando en lugar de sumarse a los banderazos libertarios coordinó la gestión de la emergencia con los gobiernos nacional y bonaerense, incluyendo frecuentes encuentros públicos con Alberto Fernández y Axel Kicillof: el hecho de que la cara visible de esa aventura anti-grieta, su ministro de Salud Fernán Quirós, se haya convertido en el funcionario más popular de su gabinete, a punto tal de lanzarse como candidato, sugiere la existencia de un público sensible a este tipo de propuestas.
Para ello será necesario, en primer lugar, dejar de lado la espontaneidad planificada de una campaña que apenas ha comenzado y ya luce excesivamente guionada. La cuidadosa difusión de su vida sentimental, la vestimenta informal, el surf asistido: todo el verano larretista tocó una nota forzada. Y no es que esté mal comunicar la intimidad de un candidato, incluso es necesario. El problema es que otros ya avanzaron por ese camino. Con Juliana y Antonia, Macri lo hizo. Y Rodríguez Larreta no es un empresario de revista del jet-set sino un dirigente político clásico, casi diríamos un cuadro, hijo de padre desarrollista, criado en las entrañas del peronismo, ex funcionario de Palito Ortega y del PAMI.
En cuanto a su mensaje, falta llenarlo de contenido, encarnarlo. Para que no quede en simple promesa, la apelación al diálogo debe avanzar en definiciones más concretas. Como escribió Martín Rodríguez (3), la negociación es el triunfo de las partes. “Si se habla de acuerdo, además hay que decir qué se está dispuesto a perder. El acuerdo que no rompe nada no es acuerdo. El acuerdo que no incomoda no es acuerdo”. En su último libro (4), los sociólogos Gabriel Vommaro y Mariana Gené sostienen que el fracaso del gobierno de Cambiemos se explica básicamente por la sobreestimación del efecto que según estimaban produciría su mera llegada al poder y la paralela subestimación del “país real” que lo esperaba, una “coalición de veto” integrada por sindicatos, movimientos sociales y actores territoriales que puso un límite al afán reformista. Esa coalición sigue en pie y Rodríguez Larreta deberá lidiar con ella.
Pero antes tiene que explicar qué piensa hacer con Milei. Aunque hasta ahora ha omitido referirse al candidato libertario, en algún momento tendrá que establecer una posición, decir algo. Por caso, ¿considera posible un entendimiento (como piensan Bullrich y Macri) o constituye una frontera ética infranqueable? La experiencia internacional enseña que el límite a la extrema derecha recae, más que en la izquierda, en la derecha tradicional, en los Rodríguez Larreta de este mundo, que deben decidir si aceptan aliarse o incluso mimetizarse con los más radicales, como en Estados Unidos, España y Brasil, o si tienden un cordón sanitario para aislarlos, como en Alemania y Francia.
Una digresión breve antes de concluir
La política argentina juega desde siempre con los nombres propios, incluso sutilmente. Muy de moda en los 70, el evitismo consistía en oponer a Eva, supuestamente más popular y plebeya, a la figura del mismísimo Perón, más conservador y pragmático. El vandorismo consistió en la idea de construir un peronismo pactista y sin el líder. Y el peronismo, se sabe, puede ser menemista, duhaldista o kirchnerista, que a su vez se dividirá en nestorista o cristinista. Si Alberto nunca dejó nacer el albertismo, hizo su aporte a la lengua política por vía de la operación semántica de transformar nombres propios en verbos: se ocupó de manzurizar (limar de a poco) a cuanto dirigente asomaba la cabeza.
Así las cosas, Rodríguez Larreta corre el riesgo de albertizarse. En el amanecer de su campaña, que es el atardecer de su vida política, debe decidir si sostiene la línea del diálogo o si se deja vencer por la tentación ultra. La moderación es un sueño eterno.
Por José Natanson * El Diplo