Justificación de la pedagogía del oprimido

Actualidad 23 de febrero de 2023
Nota La Clave De La Opresion 2 (1)

Una vez más los hombres, desafiados por la dramaticidad de la hora actual, se proponen a sí mismos como problema. Descubren qué poco saben de sí, de su “puesto en el cosmos”, y se preocupan por saber más. Por lo demás, en el reconocimiento de su poco saber de sí radica una de las razones de esa búsqueda. Instalándose en el trágico descubrimiento de su poco saber de sí hacen de sí mismos un problema. Indagan. Responden y sus respuestas los conducen a nuevas preguntas.

El problema de su humanización, a pesar de haber sido siempre, desde un punto de vista axiológico, su problema central, asume hoy el carácter de preocupación ineludible (1). 

Comprobar esta preocupación implica reconocer la deshumanización no sólo como viabilidad ontológica, sino como realidad histórica. Es también, y quizá básicamente, a partir de esta comprobación dolorosa, que los hombres se preguntan sobre la otra viabilidad, la desuhumanización. Ambas, en la raíz de su inconclusión, se inscriben en un permanente movimiento de búsqueda. Humanización y deshumanización, dentro de la historia, en un contexto real, concreto, objetivo, son posibilidades de los hombres como seres inconclusos y conscientes de su inconclusión.

Sin embargo, si ambas son posibilidades, nos parece que sólo la primera responde a lo que denominamos “vocación de los hombres”. Vocación negada, mas afirmada también en la propia negación. Vocación negada en la injusticia, en la explotación, en la opresión, en la violencia de los opresores. Afirmada en el ansia de libertad, de justicia, de lucha de los oprimidos por la recuperación de su humanidad despojada.

La deshumanización, que no se verifica sólo en aquellos que son despojados de su humanidad, sino también, aunque de manera diferente, en los que a ellos despojan, es distorsión de la vocación de ser más. Es distorsión posible en la historia, pero no es vocación histórica (2). De hecho, si admitiésemos la deshumanización y la vocación histórica de los hombres, nada más podríamos hacer, sino sólo adoptar una actitud cínica o de total desesperación. La lucha por la humanización, por el trabajo libre, por la desalienación, por la afirmación de los hombres como personas, como “seres para sí”, no tendría ningún significado. Esta sólo es posible porque la deshumanización, como un hecho concreto en la historia, aún no es un destino dado, sino el resultado de una “orden” injusta que genera la violencia de los opresores.

La contradicción opresores-oprimidos, su superación

 
La violencia de los opresores, deshumanizándolos también, no instaura otra vocación, aquella de ser menos. Como distorsión del ser más, el ser menos conduce a los oprimidos, tarde o temprano, a luchar contra quien los minimizó. Lucha que sólo tiene sentido cuando los oprimidos, en la búsqueda por la recuperación de su humanidad, que deviene una forma de crearla, no se sienten idealistamente opresores de los opresores, ni se transforman, de hecho, en opresores de los opresores, sino en restauradores de la humanidad de ambos. Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los oprimidos: liberarse a sí mismos y liberar a los opresores.

Estos, que oprimen, explotan y violentan en razón de su poder, no pueden tener en dicho poder la fuerza de la liberación de los oprimidos ni de sí mismos. Sólo el poder que renace de la debilidad de los oprimidos será lo suficientemente fuerte para liberar a ambos. Es por esto por lo que el poder de los opresores, cuando pretende suavizarse ante la debilidad de los oprimidos, no sólo se expresa, casi siempre, en una falsa generosidad, sino que jamás la sobrepasa. Los opresores, falsamente generosos, tienen necesidad de que la situación de injusticia permanezca a fin de que su “generosidad” continúe teniendo la posibilidad de realizarse. El “orden” social injusto es la fuente generadora, permanente, de esta “generosidad” que se nutre de la muerte, del de saliento y de la miseria.

De ahí la desesperación de esta generosidad ante cualquier amenaza que atente contra su fuente. Jamás puede entender este tipo de “generosidad” que la verdadera generosidad radica en la lucha por la desaparición de las razones que alimentan el falso amor. La falsa caridad, de la cual resulta la mano extendida del “abandonado de la vida”, miedoso e inseguro, aplastado y vencido. Mano extendida y trémula de los desharrapados del mundo, de los “condenados de la tierra”. La gran generosidad sólo se entiende en la lucha para que estas manos, sean de hombres o de pueblos, se extiendan cada vez menos en gestos de súplica. Súplica de humildes a poderosos. Y se vayan haciendo así cada vez más manos humanas que trabajen y transformen el mundo. Esta enseñanza y este aprendizaje tienen que partir, sin embargo, de los “condenados de la tierra”, de los oprimidos, de los desharrapados del mundo y de los que con ellos realmente se solidaricen. Luchando por la restauración de su humanidad estarán, sean hombres o pueblos, intentando la restauración de la verdadera generosidad.

Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los oprimidos: liberarse a sí mismos y liberar a los opresores

¿Quién mejor que los oprimidos se encontrará preparado para entender el significado terrible de una sociedad opresora? ¿Quién sentirá mejor que ellos los efectos de la opresión? ¿Quién más que ellos para ir comprendiendo la necesidad de la liberación? Liberación a la que no llegarán por casualidad, sino por la praxis de su búsqueda; por el conocimiento y el reconocimiento de la necesidad de luchar por ella. Lucha que, por la finalidad que le darán los oprimidos, será un acto de amor, con el cual se opondrán al de samor contenido en la violencia de los opresores, incluso cuando esta se revista de la falsa generosidad a que nos hemos referido. 

Nuestra preocupación aquí es sólo presentar algunos aspectos de lo que nos parece constituye lo que venimos llamando “la pedagogía del oprimido”, aquella que debe ser elaborada con él y no para él, en cuanto hombres o pueblos en la lucha permanente de recuperación de su humanidad. Pedagogía que haga de la opresión y sus causas el objeto de reflexión de los oprimidos, de lo que resultará el compromiso necesario para su lucha por la liberación, en la cual esta pedagogía se hará y rehará.

El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres duales, inauténticos, que “alojan” al opresor en sí, participar de la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que descubran que “alojan” al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los opresores por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización.

Sin embargo, hay algo que es necesario considerar en este descubrimiento, que está directamente ligado a la pedagogía liberadora. Es que, casi siempre, en un primer momento de este descubrimiento, los oprimidos, en vez de buscar la liberación en la lucha y a través de ella, tienden a ser opresores también o subopresores. La estructura de su pensamiento se encuentra condicionada por la contradicción vivida en la situación concreta, existencial, en que se forman. Su ideal es, en realidad, ser hombres, pero ser hombres para ellos, en la contradicción en que siempre estuvieron y cuya superación no tienen clara, equivale a ser opresores. Estos son sus testimonios de humanidad.

Esto deriva, tal como analizaremos más adelante con más amplitud, del hecho de que, en cierto momento de su experiencia existencial, los oprimidos asumen una postura que llamamos de “adherencia” al opresor. En estas circunstancias, no llegan a “admirarlo”, lo que los llevaría a objetivarlo, a descubrirlo fuera de sí.

Al hacer esta afirmación, no queremos decir que los oprimidos, en este caso, no se sepan oprimidos. Su conocimiento de sí mismos, como oprimidos, sin embargo, se encuentra perjudicado por su inmersión en la realidad opresora. “Reconocerse” en antagonismo con el opresor, en aquella forma, no significa aún luchar por la superación de la contradicción. De ahí esta casi aberración: uno de los polos de la contradicción pretende, en vez de la liberación, la identificación con su contrario.

En este caso, el “hombre nuevo” para los oprimidos no es el hombre que debe nacer con la superación de la contradicción, con la transformación de la antigua situación, concretamente opresora, que cede su lugar a una nueva, la de la liberación. Para ellos, el hombre nuevo son ellos mismos transformándose en opresores de otros. Su visión del hombre nuevo es una visión individualista. Su adherencia al opresor no les posibilita la conciencia de sí como personas, ni su conciencia como clase oprimida.

En un caso específico, quieren la reforma agraria, no para liberarse, sino para poseer tierras y, con estas, transformarse en propietarios o, en forma más precisa, en patrones de nuevos empleados.

Son raros los casos de campesinos que, al ser “promovidos” a capataces, no se transforman en opresores, más rudos con sus antiguos compañeros que el propio patrón. Podría decirse –y con razón– que esto se debe al hecho de que la situación concreta, vigente, de opresión, no fue transformada. Y que, en esta hipótesis, el capataz, a fin de asegurar su puesto, debe encarnar, con más dureza aún, la dureza del patrón. Tal afirmación no niega la nuestra, la de que, en estas circunstancias, los oprimidos tienen en el opresor su testimonio de “hombre”.

Incluso las revoluciones, que transforman la situación concreta de opresión en una nueva en que la liberación se instaura como proceso, enfrentan esta manifestación de la conciencia oprimida. Muchos de los oprimidos que, directa o indirectamente, participaron de la revolución, marcados por los viejos mitos de la estructura anterior, pretenden hacer de la revolución su revolución privada. Perdura en ellos, en cierta manera, la sombra testimonial del antiguo opresor. Este continúa siendo su testimonio de “humanidad”.

El “miedo a la libertad” (3), del cual se hacen objeto los oprimidos, miedo a la libertad que tanto puede conducirlos a pretender ser opresores también cuanto puede mantenerlos atados al estatus del oprimido, es otro aspecto que merece igualmente nuestra reflexión.

Uno de los elementos básicos en la mediación opresores–oprimidos es la prescripción. Toda prescripción es la imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante de las prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos denominado como conciencia que “aloja” la conciencia opresora. Por esto, el comportamiento de los oprimidos es un comportamiento prescrito. Se conforma sobre la base de pautas ajenas a ellos, las pautas de los opresores.

Los oprimidos, que introyectando la “sombra” de los opresores siguen sus pautas, temen a la libertad en la medida en que esta, al implicar la expulsión de la “sombra”, exigiría de ellos que “llenaran” el “vacío” dejado por la expulsión con “contenido” diferente: el de su autonomía. El de su responsabilidad, sin la cual no serían libres. La libertad, que es una conquista y no una donación, exige una búsqueda permanente. Búsqueda que sólo existe en el acto responsable de quien la lleva a cabo. Nadie tiene libertad para ser libre, sino que al no ser libre lucha por conseguir su libertad. Esta tampoco es un punto ideal fuera de los hombres, en el cual, incluso, se alienan. No es idea que se haga mito, sino condición indispensable del movimiento de búsqueda en que se insertan los hombres como seres inconclusos.

De ahí la necesidad que se impone de superar la situación opresora. Esto implica el reconocimiento crítico de la razón de esta situación, a fin de lograr, a través de una acción transformadora que incida sobre la realidad, la instauración de una situación diferente, que posibilite la búsqueda del ser más.

Sin embargo, en el momento en que se inicie la auténtica lucha para crear la situación que nacerá de la superación de la antigua, ya se está luchando por el ser más. Pero como la situación opresora genera una totalidad deshumanizada y deshumanizante, que alcanza a quienes oprimen y a quienes son oprimidos, no será tarea de los primeros, que se encuentran deshumanizados por el solo hecho de oprimir, sino de los segundos, los oprimidos, generar de su ser menos la búsqueda del ser más de todos.

Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla. La temen también en la medida en que luchar por ella significa una amenaza, no sólo para aquellos que la usan para oprimir esgrimiéndose como sus “propietarios” exclusivos, sino para los compañeros oprimidos, que se atemorizan ante mayores represiones.

Cuando descubren en sí el anhelo por liberarse perciben también que este anhelo sólo se hace concreto en la concreción de otros anhelos.

Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla.

En tanto marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros, a escuchar el llamado que se les haga o se hayan hecho a sí mismos, prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica, prefiriendo la adaptación en la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora a que la libertad conduce.

Sufren una dualidad que se instala en la “interioridad” de su ser. Descubren que, al no ser libres, no llegan a ser auténticamente. Quieren ser, mas temen ser. Son ellos y al mismo tiempo son el otro yo introyectado en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre ser ellos mismos o ser duales. Entre expulsar o no al opresor desde “dentro” de sí. Entre de salienarse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o tener opciones. Entre ser espectadores o actores. Entre actuar o tener la ilusión de que actúan en la acción de los opresores. Entre decir la palabra o no tener voz, castrados en su poder de crear y recrear, en su poder de transformar el mundo.

Este es el trágico dilema de los oprimidos, dilema que su pedagogía debe enfrentar.

Por esto, la liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es viable en la superación de la contradicción opresores–oprimidos y por ella, que, en última instancia, es la liberación de todos.

La superación de la contradicción es el parto que trae al mundo a este hombre nuevo, ni opresor ni oprimido, sino un hombre liberándose.

Liberación que no puede darse, sin embargo, en términos meramente idealistas. Se hace indispensable que los oprimidos, en su lucha por la liberación, conciban la realidad concreta de la opresión no como una especie de “mundo cerrado” (en el cual se genera su miedo a la libertad) del que no pueden salir, sino como una situación que sólo los limita y que pueden transformar. Es fundamental entonces que, al reconocer el límite que la realidad opresora les impone, tengan, en este reconocimiento, el motor de su acción liberadora.

Vale decir que el reconocerse limitados por la situación concreta de opresión, de la cual el falso sujeto, el falso “ser para sí”, es el opresor, no significa aún haber logrado la liberación. Como contradicción del opresor, que en ellos tiene su verdad, como señala Hegel, solamente superan la contradicción en que se encuentran cuando el hecho de reconocerse como oprimidos los compromete en la lucha por liberarse (4).

No basta saberse en una relación dialéctica con el opresor –su contrario antagónico– descubriendo, por ejemplo, que sin ellos el opresor no existiría (Hegel) para estar de hecho liberados. Es preciso, recalquémoslo, que se entreguen a la praxis liberadora.

Lo mismo se puede decir o afirmar en relación con el opresor, considerado en forma individual, como persona. Descubrirse en la posición del opresor aunque ello signifique sufrimiento no equivale aún a solidarizarse con los oprimidos. Solidarizarse con estos es algo más que prestar asistencia a treinta o a cien, manteniéndolos atados a la misma posición de dependencia. Solidarizarse no es tener conciencia de su cualidad de explotador y “racionalizar” su culpa en forma paternalista. La solidaridad, que exige de quien se solidariza que “asuma” la situación de aquel con quien se solidarizó, es una actitud radical.

Si lo que caracteriza a los oprimidos, como “conciencia servil”, en relación con la conciencia del señor, es hacerse “objeto”, es transformarse, como señala Hegel, en “conciencia para otro” (5), la verdadera solidaridad con ellos está en luchar con ellos para la transformación de la realidad objetiva que los hace “ser para otro”.

El opresor sólo se solidariza con los oprimidos cuando su gesto deja de ser un gesto ingenuo y sentimental de carácter individual, y pasa a ser un acto de amor hacia aquellos; cuando, para él, los oprimidos dejan de ser una designación abstracta y devienen hombres concretos, despojados y en una situación de injusticia: despojados de su palabra, y por esto comprados en su trabajo, lo que significa la venta de la persona misma. Sólo en la plenitud de este acto de amar, en su dar vida, en su praxis, se constituye la verdadera solidaridad.

1. Los movimientos de rebelión, en el mundo actual, sobre todo aquellos de los jóvenes, que revelan necesariamente peculiaridades de los espacios donde se dan, manifiestan en su profundidad esta preocupación en torno al hombre y de los hombres como seres en el mundo y con el mundo. En torno a qué y cómo están siendo. Al poner en tela de juicio la civilización de consumo; al denunciar las “burocracias” en todos sus matices; al exigir la transformación de las universidades de lo que resulta, por un lado, la de saparición de la rigidez en las relaciones profesoralumno y, por otro, la inserción de estas en la realidad; al proponer la transformación de la realidad misma para que las universidades puedan renovarse; al rechazar viejas órdenes e instituciones establecidas, buscando la afirmación de los hombres como sujetos de decisión, todos estos movimientos reflejan el sentido más antropológico que antropocéntrico de nuestra época.

2. En verdad, si admitiéramos que la deshumanización es vocación histórica de los hombres, nada nos quedaría por hacer sino adoptar una actitud cínica o de total de sespero. La lucha por la liberación, por el trabajo libre, por la de salienación, por la afirmación de los hombres como personas, como seres “para sí” no tendrían significación alguna. Esta sólo es posible porque la deshumanización, aunque sea un hecho concreto en la historia, no es, sin embargo, un destino dado, sino el resultado de un orden injusto que genera la violencia de los opresores y consecuentemente el ser menos.

3. Este miedo a la libertad también se instaura en los opresores, pero, como es obvio, de manera diferente. En los oprimidos el miedo a la libertad es el miedo de asumirla. En los opresores, es el miedo de perder la “libertad” de oprimir.

4. Discutiendo las relaciones entre la conciencia independiente y la servil, dice Hegel: “la verdad de la conciencia independiente es por lo tanto la conciencia servil”, La fenomenología del espíritu, México, FCE, p. 119.

5. “…Una es la conciencia independiente, que tiene por esencia el ser para sí; otra la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para otro. La primera es el señor, la segunda el siervo”, Hegel, ob. cit., p. 112.

Por Paulo Freire * Le Monde Diplomatique

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