En la mira

Actualidad 15 de febrero de 2023
Mira

La persecución mediático-judicial a la que es sometida Cristina Fernández de Kirchner desde que dejó la presidencia en 2015, con intenciones –hasta ahora, exitosas– de lograr su proscripción en el inminente proceso electoral, escenifica los mecanismos de lo que globalmente se conoce como lawfare o guerra jurídica. El concepto es, en palabras de la Vicepresidenta de la Nación, una “ingenuidad teorizante” para lo que de manera menos rimbombante se puede caracterizar como mafia o Estado paralelo. En resumidas cuentas, se trata del uso de herramientas legales para cometer actos de coacción o incluso suprimir los derechos cívicos de un adversario, con el consecuente disciplinamiento o amedrentamiento del resto del campo político. Para el logro de sus objetivos, no se requiere que el proceso legal sea “debido”, ni siquiera que se resuelva. La condena pretendida –y aquí la razón por la cual se necesita de la participación activa de las corporaciones mediáticas– es de carácter moral. Está escrita en las tapas.

Esta cruzada de aniquilamiento simbólico pareciera, a primera vista, encauzarse contra un dirigente o un sector político que se quiere desgastar o desterrar del juego democrático. Pero su influencia en la vida cotidiana de los argentinos no se reduce a limitar las opciones electorales de toda la ciudadanía, porque es con el mismo modus operandi que se criminaliza a grupos sociales enteros y que se demarca una línea entre sujetos deseables y parias. Al final, quieren que todos demos la patita.

La domesticación de la Argentina
La construcción de un “otro peligroso” es una destreza ampliamente cultivada por las derechas para aislar a quienes identifican como causantes del deterioro general, a modo de células que sólo cabría extirpar para sanar el cuerpo societal. El imaginario se completa con una alusión a una supuesta “paz social”, como un estado pre-político –sin conflicto–, que se recobraría al anular a los enemigos del orden.

Las campañas de estigmatización han tenido diversos blancos a lo largo de nuestra historia reciente. El ejemplo más aberrante es la construcción del enemigo “subversivo”, que extremó la negación del otro hasta el exterminio físico y su posterior dilución simbólica en la figura del desaparecido. Daniel Feierstein se refiere al genocidio como una “tecnología de poder”, que es capaz de “estructurar –sea a través de la creación, destrucción o reorganización– relaciones sociales en una sociedad determinada, los modos en que los grupos se vinculan entre sí y consigo mismos, y aquellos a través de los cuales construyen su propia identidad, la identidad de sus semejantes y la alteridad de sus ‘otros’” [1]. El proyecto de la última dictadura cívico-militar, como práctica social reorganizadora, no podía llevarse a cabo sin la anterior prefiguración de un otro amenazante. Ese quehacer discursivo creó las condiciones de posibilidad para normalizar la violencia en nombre del “bien común”.

Es insoslayable que los medios dominantes tienen un rol privilegiado en la construcción del sentido común y, en consecuencia, una responsabilidad primaria en la demarcación de las imágenes estereotipadas del malestar. No hay ningún trasfondo maquineo en aseverar que el periodismo es una profesión dedicada a la modelación del sentido. Es simplemente la materia prima con la que las industrias mediáticas trabajan. El quid de la cuestión es que, en este rubro, la híper-concentración empresarial se traduce en la producción en serie de estigmas.

El target de la construcción de la otredad negativa en la Argentina democrática son los varones jóvenes de sectores populares. A partir de la imagen tipificada del “pibe chorro” se ha ocultado y promovido la aceptación de centenares de crímenes anuales a manos de las fuerzas de seguridad. Dice Raúl Zaffaroni: “Los ellos de la criminología mediática molestan, impiden dormir con puertas y ventanas abiertas, perturban las vacaciones, amenazan a los niños, ensucian en todos lados y por eso deben ser separados de la sociedad, para dejarnos vivir tranquilos, sin miedos, para resolver todos nuestros problemas. Para eso es necesario que la policía nos proteja de sus acechanzas perversas sin ningún obstáculo ni límite, porque nosotros somos limpios, puros, inmaculados” [2]. El bien preciado a defender de los villanos de esta narrativa no es ya la vida de la población, sino la propiedad privada.

A continuación, un esbozo de dos figuras paradigmáticas sobre las que se ha direccionado el hostigamiento mediático en los últimos años.

Los «planeros»
No hay que tener un ojo muy avezado para decodificar cuál es la dicotomía amigo/enemigo que propugna La Nación. En su edición del 28 de enero, el diario publicó una columna de Marcelo Gioffré, intelectual orgánico a Patricia Bullrich, anunciando que la contradicción principal de su modelo civilizatorio es entre “los vagabundos” y “los que se sacrifican”. El ilustrador Alfredo Sábat terminó de correr el velo de la corrección política racializando el binomio: un negro cabeza de choripán versus un blanco cabeza de sushi, grieta patriótica mediante. Siempre es oportuno abrir un paréntesis para hacer un poco de etimología: el calificativo “burdo” significa “cosa tosca y de mala calidad” y proviene del latín burdus, que se traduce como “bastardo”, término utilizado a su vez como sinónimo de vil, infame, bajo.

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El relato de Gioffré encarna a un comerciante “típico personaje de la clase media argentina”, que se topa con una chica “joven, sucia y borracha”, a quien reconoce como una “cabecita negra” y a quien denuncia a un oficial de policía, para luego advertir que comparte los rasgos por los que había apuntado a su acusada. Para evitar represalias, lo intenta sobornar con un coñac y –a entender del narrador– ve “su casa invadida por ‘salvajes’”. El autor remata que, al ponerse en el lugar de este comerciante, “hijo de un inmigrante que en sólo una generación logró pasar de la clase baja a la clase media, que se deslomó para ocupar un lugar ventajoso en la sociedad y que de pronto ve cuestionada esa cultura del esfuerzo, ve amenazado su derecho de propiedad, ve vilipendiadas sus posesiones, uno no puede sino sentir empatía con su alarma”. El giro identificatorio de la última frase desenmascara la verdadera preocupación del periodista: lo que esos otros ponen en riesgo es tanto el ser como el tener.

De John Locke a esta parte, el liberalismo concibe, por un lado, que los hombres son racionales en cuanto afirman su derecho inajenable a la propiedad individual y, por otro, que sólo se unen unos con otros para regular y proteger sus intereses privados. Del otro lado de la frontera, entonces, existe un otro barbárico al que Gioffré se esfuerza en caracterizar como irracional: “Podrían ser impermeables a asumir el desafío de la dignidad, la utopía de la movilidad social ascendente, porque desconfían del mercado, del vocablo ‘privado’”.

Cuando el alter ego clasemediero de Gioffré califica a esta parte de la ciudadanía como “vagos irrecuperables”, opera una reedición del tan extendido “son pobres porque quieren”. El trasfondo ideológico de esta sentencia es el mito de la igualdad de oportunidades: se justifica la precarización de una parte de la sociedad a partir de la creencia meritocrática que reza que no se habrán esforzado lo suficiente o que les falta voluntad para progresar (el “algo habrán hecho” del neoliberalismo). Son “impermeables a asumir el desafío de la dignidad”, según el columnista de La Nación.

Indignos, irracionales, inhumanos, parásitos. Una “Argentina subsidiada, empobrecida y parasitaria”, estampa el periodista del aludido matutino, Rogelio Alaniz, en la edición del 17 de enero. “La infección populista avanza, penetra las mentes y va creando votos cautivos, una clase social parasitaria”, alerta Jorge Fernández Díaz en su nota del 11 de diciembre de 2022. “El sistema de dádivas empobrece tanto a las personas que las reciben como la propia miseria. Les resta dignidad”, sintetiza la editorial del 19 de noviembre pasado. “Sus almas han sido secuestradas”, concluía Gioffré. Una verdadera campaña sistemática de demonización.

El enemigo prototípico del modus vivendi capitalista es lo que Zygmunt Bauman ha llamado “vidas desperdiciadas”: “Los consumidores son los principales activos de la sociedad de consumo; los consumidores fallidos son sus más fastidiosos y costosos pasivos” [3].

Los mapuches
“Es inadmisible que grupos que aducen ser mapuches intenten adueñarse, y por la fuerza, de una parte del territorio de nuestra Patria y busquen que nos sea cercenado, para convertirse en Wallmapu, una nación distinta de la República Argentina”, pregona Carlos Ruckauf desde su columna del diario Clarín, el 22 de agosto pasado. En ella tiende un manto de sospecha sobre la identidad del grupo, a la que rotula de falsa y foránea: “En el territorio que nos pretenden robar, con la excusa de los derechos de los pueblos originarios (…) habitan pacíficos y laboriosos ciudadanos argentinos, muchos de ellos descendientes de verdaderos habitantes originarios”. El Vicepresidente menemista continúa con un indecoroso paralelismo entre la acción de grupos mapuches, a quienes cataloga como “usurpadores”, y la ocupación británica en las islas Malvinas.

Si para el poder dominante romper las reglas del sistema capitalista ya constituye un convite al escarnio público, intentar modificarlas es considerada una provocación insoportable. Es el cuestionamiento al carácter individual de la tierra lo que convierte a la comunidad mapuche en blanco de un continuo acorralamiento mediático. Sólo recientemente el Grupo Clarín concedió transmutar a “pseudo-mapuches” el mecanismo de aislamiento de un grupo al que –al menos desde 2017– viene calificando como “extremistas”, a modo de alegoría monstruosa que despoja a un otro negativo de su humanidad. Habrá quien recorrió alguna hemeroteca para recordarles que esta era la palabra clave con la que legitimaron los crímenes de la Junta Militar.

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A decir de Giorgio Agamben, la exclusión de un esquema de reconocimiento convierte a los sujetos en un trozo de materia sin derechos y, como nuda vida, pueden ser abandonados a la muerte sin que ello constituya un crimen [4]. Dos de los principales expositores de la idea de lawfare, Jean y John Comaroff, completan: “La guerra legal puede ser limitada o reducir a la gente a la nuda vida (…) Pero siempre intenta blanquear el poder mediante un lavado de legitimación, al ser desplegada para reforzar los pilares del Estado o ampliar los vasos capilares del capital” [5].

En realidad, el anhelo íntimo de las derechas no se reduce a anular cívicamente a una fuerza política, sino que incluye proscribir todo un modo de pensar y de sentir.

Por Josefina Bolis

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