La “pigmentocracia” latinoamericana

Actualidad 28 de enero de 2023
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Como en otros sitios, en América Latina el capitalismo construyó jerarquías de clase apoyándose sobre diferencias étnico-raciales. La partición inicial desde que se consolidó la conquista en el siglo XVI fue simple: los vencidos (nativos) debían entregar su trabajo y tributos a los vencedores (españoles). La introducción de esclavos añadió pronto una tercera categoría cuyo estatuto jurídico/étnico/de clase difería tanto del de los conquistadores como del de los indios.

La expectativa de los españoles era mantener los tres grupos perfectamente delimitados, pero un imparable proceso de mestización lo volvió inviable. Por ello, en el siglo XVII se fue emplazando un sistema de castas: los que no eran blancos fueron reagrupados en categorías legales según el tipo de mezcla y la proporción de cada componente. La casta definía derechos y oportunidades laborales, de modo tal que los peor situados en la escala del prestigio étnico-racial eran también los más desfavorecidos económicamente.

Color y nación

Las revoluciones de independencia abolieron las castas y los habitantes fueron declarados iguales ante la ley (salvo los esclavos, que debieron soportar su yugo algunas décadas más). Pero eso no acabó con el modo en que la desigualdad de clase se conjugaba con las diferencias de color. Aunque, en general, no hubo sistemas formales de segregación racial, el espacio latinoamericano vio reproducirse una “pigmentocracia” en la que el color de la piel y el tipo de cabello, de maneras más sutiles, seguirían siendo cruciales. Esa jerarquía de clase/étnica se organizó como un gradiente de categorías difusas, un continuum en las tonalidades de color en el que ser “blanco” no era cuestión de pureza de sangre, sino resultado de una definición situacional: dependiendo del contexto y del lugar, la categoría se expandía para incluir a personas de cualquier linaje, y de colores “dudosos” allí donde hubieran adquirido educación o capital. De los indudablemente “blancos” hacia abajo seguía toda una escalera de términos ambiguos, a veces superpuestos: indio, pardo, moreno, morocho, mestizo, mulato, negro, negro mota, preto, café con leche, chino, criollo, cholo y otras decenas de etiquetas aplicadas situacionalmente para construir jerarquías. Era un sistema flexible, cuya lógica era la de organizar una población mezclada y en flujo. La ambigüedad y porosidad fueron sus condiciones de funcionamiento.

Rechazado el dominio del rey español, se suponía que la soberanía quedaba en manos del pueblo. Pero en ese conjunto abigarrado y fragmentado que habitaba los dominios coloniales nadie sabía bien quiénes lo conformaban, ni resultaba obvio que las elites locales –después de todo, descendientes de conquistadores– tuvieran legitimidad para gobernarlo. El cuerpo de las naciones que se estaban tratando de organizar era étnicamente indeterminado, mezclado. Los procesos de formación nacional no presuponían un ethnos: fueron al mismo tiempo procesos de etnogénesis. El término “criollo” reflejaba esa indeterminación: surgió como modo de referir a los negros nacidos en América y, por extensión, para denotar una población mestizada, o simplemente a los nacidos en el continente, del origen que fuese.

Por ello, las elites dirigentes de la mayor parte de América Latina propusieron narrativas nacionales que giraron en torno de la mezcla. Se imaginaron como naciones “mestizas” (México), “democracias raciales” (Brasil), “trigueñas” (Puerto Rico), o “café con leche” (Venezuela). Sólo unas pocas, como las de Argentina, propusieron en cambio visiones del “nosotros” que lo imaginaban blanco y europeo. Pero incluso allí la definición de “blanco” se amplió para incluir básicamente a cualquiera que estuviera culturalmente integrado a la nación (salvo aquellos de piel extremadamente oscura), sin importar su linaje.
De más está decir que “democracia racial” y “nación mestiza” no describen realidades. Son mitos de unificación que con frecuencia sivieron para ocultar la persistencia de las jerarquías raciales y para invisibilizar la presencia de minorías tras un discurso homogeneizador que, además, valoraba la mezcla como camino al emblanquecimiento.

Los antirracismos en situación.

No es casual que en América Latina hayan predominado durante el siglo XX movimientos populares multiétnicos que priorizaron las identidades de clase. Desde la Revolución Mexicana hasta el Partido de los Trabajadores en Brasil, pasando por el APRA en Perú o el peronismo argentino, las apelaciones políticas fundamentales se dirigieron a sujetos definidos por su condición trabajadora o campesina. Estos movimientos prestaron menos atención a las diferencias étnicas. En respuesta a la larga tradición reivindicativa que mantenían algunos de ellos, a veces integraron o reconocieron la problemática de los pueblos originarios. En cambio, en lo que respecta a los afrodescendientes y a las distinciones de color, tendieron a ser bastante ciegos.

Este panorama sufrió transformaciones importantes desde finales del siglo XX y en las últimas dos décadas. Tres fuerzas concurrentes permitieron que la afirmación de minorías étnicas y la cuestión de las diferencias de color adquirieran, en la política latinoamericana, una presencia que anteriormente no habían tenido. Por un lado, estuvo la continuidad de la militancia de los grupos que promovían, desde mucho antes, reclamos de pueblos originarios o afrodescendientes. En segundo lugar, el neoliberalismo trajo por todas partes el desmantelamiento de los Estados y el deterioro de las condiciones de vida de las clases populares. La promesa de integración social que había animado la política del siglo XX quedó herida de muerte, lo que a su vez condujo al debilitamiento de la efectividad cultural de las identidades nacionales (o de clase) homogeneizantes que Estados y movimientos populares habían sostenido. En las grietas de esas identidades las minorías encontraron un terreno más propicio para afirmarse. Por último, los discursos del multiculturalismo procedentes del Norte y canalizados en América Latina por una miríada de ONG, académicos, políticos y referentes sociales también abonaron el terreno para una política más atenta a la legitimidad de los reclamos de minorías y a las diferencias de color.

Desconocen si descienden de africanos o de un pueblo originario. Son sencillamente los pobres.

En este nuevo escenario, la tramitación de las diferencias étnico-raciales en América Latina entró en una nueva etapa. Por todas partes las agendas de reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios conocieron avances significativos. Varios Estados tuvieron políticas destinadas a afirmar su autonomía cultural y sus derechos a la tierra. En algunos países, como Bolivia o Ecuador, llegaron al poder movimientos populares que redefinieron incluso los ordenamientos constitucionales de sus países, para transformarlos en Estados “plurinacionales”. En menor medida, las comunidades afrodescendientes también consiguieron en varios sitios reconocimientos y nuevos derechos. En Brasil el PT implementó en 2008 un sistema de acción afirmativa con “cuotas raciales” de acceso a las universidades reservadas para negros e indígenas, algo bastante inédito en el contexto regional.

Las perspectivas del multiculturalismo y el mayor reconocimiento a la diversidad étnica y de los colores se vinculó con las identidades y tradiciones políticas latinoamericanas de una manera compleja. En países como Argentina, la fantasía de ser un país blanco y europeo significó una traba. Aunque de tendencia homogeneizante, en general las narrativas del mestizaje o la “democracia racial” hicieron lugar a las novedades sin abandonar su posición hegemónica. En cierto sentido, podían integrarlas como confirmación de que las naciones latinoamericanas surgen de la mezcla y la diversidad. Pero, al mismo tiempo, no faltaron fricciones que demuestran que se trata de visiones que no armonizan automáticamente.

Por un lado, el ascenso al poder de movimientos que canalizaron agendas de este tipo generó reacciones contrarias en las que no cuesta identificar formas de desprecio racista. En el caso del odio a Evo Morales en Bolivia esto ha sido particularmente claro y explícito, pero se las puede encontrar también en las oposiciones al PT en Brasil, al kirchnerismo en Argentina y en otros sitios. Pero también han generado debates legítimos en torno del mejor modo de articular la promoción de las minorías por un lado y las agendas populares de clase más amplias e integrativas, por el otro. En Brasil, por caso, el sistema de cuotas raciales generó un intenso debate en el que voces progresistas manifestaron su preocupación por lo que percibían como la introducción de modos de clasificación racial anglosajones que interfieren indebidamente (y desde arriba) con los modos locales, recortando “razas” discretas en lo que hasta entonces funcionaba como un gradiente de colores sin fronteras claramente delineadas. Y no se trataba de una disquisición puramente teórica: en el debate público, la admisión a las universidades de pronto parecía requerir comisiones de expertos que evitaran el “fraude racial”, determinando quién era “negro” y quién no (1).

El antirracismo más allá de las minorías

Desde los tsotsil en México hasta los mapuches en Chile y Argentina, en América Latina existen cientos de pueblos originarios que viven como minorías en sociedades que las excluyen. Lo mismo vale para decenas de grupos de afrodescendientes que sostienen vida en comunidad, como los raizal en Colombia o los quilombolas en Brasil. Desde esa posición, reclaman por su derecho a la tierra, al reconocimiento y a un trato igualitario. Inevitablemente, sus agendas requieren fortalecer los lazos internos y la identidad grupal, lo que involucra, a veces, trazar fronteras nítidas entre el “nosotros” y los otros.

Al mismo tiempo, existen muchas otras víctimas del racismo que no viven en comunidad ni se reconocen como parte de un grupo étnico particular. Son esas personas de tez amarronada que conforman el grueso de las clases populares. No son minoría: acaso no hay grupo demográfico más presente. A veces conservan alguna débil memoria de pertenencia étnica (que pueden reactivar situacionalmente si el contexto es favorable). Pero, con frecuencia, desconocen completamente si descienden de africanos, de algún pueblo originario o de qué mezcla remota entre ellos. Son sencillamente los pobres. Pero saben que hay relación entre el color de su piel y la suerte que les tocó.

Para este conjunto no es posible una política antirracista que involucre recortarse como un grupo bien delimitado y trazar fronteras nítidas con los otros. En algunos países, como Brasil, el activismo afrodescendiente intenta que se incorporen, identitariamente, a la minoría que representan. Pero esto no siempre es posible o deseable. El gradiente de los matices del color no permite deslindes evidentes y muchas veces no tienen una etnicidad particular para reclamar. La única comunidad a la que pertenecen (además de la nación) es la de los barrios pobres en los que viven. Acceder a un trato igualitario, para los sin grupo, involucra poner en discusión nada menos que las relaciones de clase, un horizonte que no necesariamente tiene una minoría oprimida.

Aunque nada impide que se articulen de alguna manera virtuosa, esas diferencias involucran puntos de fricción que conviene discutir. Se notan, por ejemplo, en los usos y sentidos de la apropiación cultural. Las clases populares latinoamericanas también tienen una larga tradición de apropiaciones y sincretismos étnicos que han sido fundamentales en sus propios procesos de etnogénesis e, incluso, en su lucha contra el racismo. En Argentina, por caso, las clases populares se apropiaron en las últimas décadas de la palabra “negro” como modo de autodesignarse, invirtiendo la carga de un término que desde hace mucho se usa para insultarlas. Junto con ello, se apropiaron también de otros signos culturales generados por afrodescendientes, como el fraseo o las vestimentas del hip hop, adoptados por conjuntos de cumbia locales. Esas performances de negritud están a su vez asociadas a contenidos antirracistas, por ejemplo, en letras de cumbia que se quejan de la discriminación que sufren los “negros/pobres” por parte de los “rubios/ricos”. Y conectan, de manera compleja, con la reivindicación del “cabecita negra” que desde antes planteaba el peronismo.

Ahora bien, gracias a los estudios de ancestría genética, sabemos que una pequeña parte de los sujetos que hoy dan cuerpo a ese orgullo negro son afrodescendientes. Muchos son de tez blanca, aunque se digan “negros”. Los que sí tienen pieles amarronadas las deben más bien a un mestizaje con pueblos originarios. Se trata sin dudas de un fenómeno de apropiación étnica típico de los procesos de etnogénesis latinoamericanos: al retomar y readaptar signos culturales de origen afro o indígena, las clases populares crean sus propias visiones de la nación mestiza y construyen así sentidos de unidad a partir del mosaico fragmentado, heterogéneo y abigarrado que nos dejó la Colonia. En el camino, a veces pasan por alto la persistencia de minorías que desean mantener su especificidad étnica.

Al mismo tiempo, las asociaciones de afrodescendientes en Argentina, como en todas partes, luchan para ser reconocidas como representantes de la negritud, lo que a veces involucra la condena a toda forma de apropiación étnica. Las políticas del multiculturalismo, frente a las que el Estado argentino tuvo cierta receptividad, han dado lugar a algunas tímidas medidas oficiales de reconocimiento de la presencia y de la dignidad de los afroargentinos lo que, a su vez, implicó aceptar a sus organizaciones como interlocutores. Pero nada de eso sucedió en referencia a la “negritud popular” (2), aquella que no se reivindica como grupo discreto ni tiene organizaciones que la representen, incluso si la integran un conjunto de víctimas de racismo bastante más numeroso. Por el contrario, los debates públicos sobre el racismo, que antes se centraban sobre todo en ese grupo, han tendido a reorientarse hacia la situación de las minorías de pueblos originarios y afrodescendientes, que son las que tienen entidades que las representen. En fin, el reconocimiento de unos corre el riesgo de traducirse en una menor visibilidad de otros. La necesidad de dar representación a ese conjunto dio lugar en 2019 a la aparición de Identidad Marrón, un colectivo activista enfocado en la problemática de los sin grupo, los “marrones” genéricos, término que aportó la propia entidad, justamente, para recortar un lugar de legitimidad propio y diferente al que reclaman las organizaciones de afrodescendientes/“negros” (3). La estrategia es interesante, pero, por el momento, no ha sido retomada por las clases populares, que por el contrario insisten en el “negro” como color-emblema relacionado a su identidad de clase.

Por Ezequiel Adamovsky * Le Monde Diplomatique

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