Desprecio por la democracia: las alarmas que enciende el ataque en Brasil

Actualidad 14 de enero de 2023
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Hace pocos días se vivió en Brasil una nueva expresión de locura política, cuando seguidores del expresidente Jair Bolsonaro tomaron los principales edificios gubernamentales de Brasilia, en una manifestación que busca mantener vigentes las denuncias -ridículas- de fraude electoral y convocar a las fuerzas armadas a deponer al recientemente asumido presidente Lula Da Silva. Es una clara analogía con lo que hicieron militantes de Donald Trump en el Capitolio de Washington, Estados Unidos, hace exactamente dos años -con la no tan sutil diferencia de que en el caso estadounidense el presidente derrotado estaba aún en funciones-. Afortunadamente, la reacción del gobierno brasileño fue rápida e, incluso, gobernadores y legisladores aliados a Bolsonaro condenaron los hechos y llamaron a defender las instituciones democráticas. Hasta el propio exmandatario, desde Estados Unidos, tuvo que salir a marcar sus diferencias con los manifestantes.

A criterio de quien suscribe, más allá de algunas connivencias de las fuerzas de seguridad de la capital del país y del apoyo más expreso que tácito de su gobernador Ibaneis Rocha, sería exagerado calificar estas manifestaciones como “golpistas”, no solo por su ineficacia a la hora de promover cambios políticos sino, sobre todo, por su organización. No parece tratarse de una movilización destinada concienzudamente a remover a Lula y formar un gobierno propio, sino una manifestación política muy similar a las que nos tiene acostumbrados la extrema derecha durante la última década: irracionalidad, enemigos imaginarios (el llamado anticomunismo sin comunismo), “conspiranoias” diversas contra la ciencia, las “agendas globalistas”,  construcción de una dicotomía nosotros-ellos atravesada por supuestos vicios y virtudes irrefrenables y algunos elementos del pensamiento mágico y mesiánico. Nada demasiado distinto de lo que fueron las movilizaciones anticuarentena durante 2020 en gran parte del mundo, incluyendo a nuestro país. Los intentos de golpe de Estado, o incluso las insurrecciones que desafían a las autoridades gubernamentales al menos durante un tiempo, necesariamente tienen otra estructura, lo cual no quiere decir que entre quienes ocuparon los edificios públicos no hubiera personas deseantes de tal cosa.

En este sentido, podemos afirmar que, si bien no se trató de un intento fallido de golpe de Estado, con lo que el calificativo “golpistas” podría ser exagerado, sí fue un avance violento sobre las principales instituciones públicas alimentado por un profundo desprecio por la democracia, que no hace otra cosa que sumar elementos de preocupación por el deterioro de las legitimidades democráticas en cabeza de estos grupos de extrema derecha, que han dejado de ser minoritarios.

Dirigentes de todo el mundo se hicieron eco de los sucesos de Brasil y, muy rápida y eficazmente, salieron a manifestarse a favor de las instituciones democráticas. Lo mismo sucedió en Argentina con todos los dirigentes políticos, con la excepción de Javier Milei y Patricia Bullrich. Curiosamente se trata de los mismos que no repudiaron el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner a principios de septiembre del año pasado. Y al igual que en aquel suceso el resto de los dirigentes de la oposición por derecha, principalmente de Juntos por el Cambio, quienes sí manifestaron su repudio, lo hicieron intentando sacar provecho político de la situación.

La bajada oficial, expresada, entre otros, por Mauricio Macri, María Eugenia Vidal u Horacio Rodríguez Larreta, consistió en repudiar todos los autoritarismos y los intentos de desestabilización de gobiernos democráticos, tanto en Brasil por parte de los seguidores de Bolsonaro como en Argentina por el kirchnerismo, seleccionando en este segundo caso dos hechos puntuales: las protestas contra la reforma previsional que proponía el gobierno de Macri en diciembre de 2017 y el actual pedido de juicio político a los miembros de la Corte Suprema de Justicia.

Desde ya, si los sucesos de Brasil no califican como intentos de golpes de Estado, pero sí como avasallamientos violentos contra las instituciones, mucho menos lo son los dos episodios que forzadamente han incluido a modo de analogía los dirigentes de la oposición. Lo que sucedió en diciembre de 2017 fue una manifestación de la oposición de ese momento -no solo el kirchnerismo- contra una ley que el oficialismo pretendía aprobar. La violencia estuvo fogoneada por servicios de inteligencia y por la policía que encabezó la represión, incluso contra jubilados y jubiladas que se estaban manifestando contra una ley que los perjudicaba. Es más: la ley se aprobó, pero fue tal el descontento que el gobierno no pudo avanzar el año siguiente con su esperada reforma laboral y con una modificación más sustancial del régimen previsional, las cuales estaban en la agenda del Ministerio de Trabajo.

Poco después, los dirigentes y comunicadores cercanos al macrismo empezaron a hablar de las catorce toneladas de piedras y a achacarle a ese episodio la responsabilidad por su fracaso futuro, como si los inversores extranjeros -piezas clave del armado económico del gobierno de Macri- hubieran decidido abandonar el país ante la violencia kirchnerista. Todo lo contrario: la bicicleta financiera se empezó a pinchar en marzo de 2018 y en abril se recurrió al Fondo Monetario. Las protestas de fines de 2017 lo que hicieron fue poner de manifiesto la capacidad de resistencia de la oposición de aquel momento y de muchos sectores sociales y sindicales y, por consiguiente, la debilidad política del gobierno. La crisis posterior puso en evidencia la debilidad económica, y ambas se conjugaron en la estrepitosa derrota de la aventura reelectoral de Macri. Pero absolutamente todo, de parte de la oposición y del oficialismo de entonces, se dirimió en el marco de la más absoluta democracia.

El pedido de juicio político a la Corte Suprema ni siquiera entra en el terreno de la violencia. Es un procedimiento constitucional absolutamente legítimo. Es más, dirigentes del macrismo han iniciado pedidos de juicio político contra jueces de la Corte en el pasado y reiteradamente contra miembros del Poder Ejecutivo. Calificar ello de autoritario, antidemocrático o violento es una aberración conceptual.

Lo que sí es comparable con lo sucedido en Brasil en términos de violencia, pero muchísimo peor respecto de las instituciones democráticas, fue precisamente el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia a fines de 2019, el cual fue apoyado logísticamente por el gobierno de Mauricio Macri cuando este estaba a punto de finalizar. Macri no solo fue el primero en reconocer al ilegítimo gobierno de Jeaninne Áñez sino que colaboró con él. Pero además Macri fue el primero en reconocer la legitimidad del gobierno de Michel Temer, quien asumió luego de un muy cuestionado impeachment contra Dilma Rousseff, que marcó a fuego la era del lawfare en América Latina y se consolidó precisamente con el encarcelamiento de Lula.

En este sentido, el repudio de los dirigentes de Juntos por el Cambio a las violentas manifestaciones de bolsonaristas en Brasil ha de ser entendido, ante todo, como un cambio en las correlaciones de fuerzas. Quizás la feroz interna de la coalición ha dejado de girar cada vez más a la derecha, como venía sucediendo desde el inicio de la presidencia de Alberto Fernández. La derrota electoral de Bolsonaro a fines del año pasado parece haber marcado un hito en la región y los partidos de derecha están empezando a moderarse. De hecho, las últimas encuestas de opinión en Argentina -muy prematuras y siempre cuestionables, desde ya- dan cuenta de una significativa caída en la imagen de los dirigentes de extrema derecha. El macrismo ha dejado de referenciarse en Bolsonaro, intenta despegarse y construir similitudes entre este y el kirchnerismo, lo que nos hace recordar cuando intentaron hacerlo en 2016 luego de que Trump ganara la presidencia de Estados Unidos y todo el gabinete de Macri apostaba por un triunfo de Hillary Clinton.

Por Nicolas Dvoskin * El Destape

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