Todas las guerras son imperiales

Actualidad - Internacional 30 de junio de 2022
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La operación militar en Ucrania es parte de un conflicto que comienza mucho tiempo antes entre la Federación Rusa y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por el control de Eurasia. El avance de Unión Europea (UE) hacia el Este lleva varias décadas, pero lo realmente sensible de este proceso de integración es que incluye una franquicia de seguridad colectiva: su incorporación como miembro de la OTAN. Desde la caída de la Unión Soviética en 1991 hasta la actualidad, una decena de países se ha sumado a la alianza atlántica. Aun cuando su misión y objetivos son defensivos, ninguna potencia regional vería con agrado que sus viejos vecinos se asocien a un imperio rival.

En este contexto, la guerra es solo una de las dimensiones que toma el ejercicio del poder. La decisión del presidente ruso, Vladimir Putin, cuenta con el aval de China. En las actuales condiciones históricas sería impensado marcar una estrategia para controlar el Este europeo sin el respaldo de Pekín, cuya Ruta de la Seda pretende reconstruir los milenarios lazos en la Región y fortalecer un corredor comercial con Europa. La reunión previa a la operación militar entre Putin y Xi Jinping revela un acuerdo tácito en el tránsito del conflicto al campo militar. 

EE.UU., China, la UE, el Reino Unido y Rusia son los principales protagonistas del presente reordenamiento global; todas las guerras son entre imperios, aunque se desarrollen fuera de su territorio. Así, el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, definió a su país como la “frontera de Occidente”, justamente el tema que perturba la geopolítica eurasiática de Putin. Ucrania significa precisamente “tierra de frontera”, los antiguos límites de la “Gran Rusia”.

Eurasia es un término poco utilizado, en especial a partir de la división establecida en el marco de la Guerra Fría entre Oriente y Occidente. Sin embargo, en la visión del geógrafo y político Halford Mackinder (1904), ese espacio geográfico, donde confluyen los continentes europeo y asiático, conforma el “Heartland” (“corazón de la tierra”). Según Mackinder, uno de los fundadores de la geopolítica moderna, el control de ese territorio era vital para conquistar el mundo. El presente conflicto en el corazón de Eurasia parece destinado a darle la razón; ni la Europa de la OTAN ni la Rusia de Putin ignoran su importancia estratégica.

Los cuatro ataques

Primero, comenzó la “guerra de monedas”, cuando las potencias disputaban territorio a través de devaluaciones “competitivas” o pretendían imponer su divisa como patrón de intercambio comercial. Segundo, la “guerra comercial”, que marcaba el tono de la competencia entre la potencia emergente, China, y la potencia declinante, EE.UU. Tercera, la “carrera tecnológica”, cuya competencia por la suscripción al 5G habría sido uno de los temas centrales de la disputa entre ambas. La cuarta fue por las vacunas, cuando en medio de la pandemia, se dispuso una fenomenal carrera por la tecnología para salvar vidas. Una vez más, solo las grandes potencias, Rusia, China, EE.UU., el Reino Unido y Europa habían alcanzado la vacuna contra el COVID-19, para luego disputarse los mercados globales. Finalmente, la historia nos enseña que esta secuela termina inevitablemente en un enfrentamiento militar: la guerra, ese instrumento de poder que destruye vidas y ocupa territorios.

Si la hegemonía se define por la capacidad efectiva de brindar asistencia de “última instancia” al sistema internacional, EE.UU. ha abandonado esa condición. Desde las reiteradas advertencias de Donald Trump acerca de los gastos en defensa para sostener la OTAN hasta la vergonzosa retirada de Afganistán o la ambigua reacción inicial frente a la invasión rusa, EE.UU. deja muchas dudas acerca de su nuevo espacio de interés como potencia global.

La acción represiva suele ser el último recurso. Aunque muy eficaz en el logro de objetivos, los costos económicos y propagandísticos suelen ser muy altos. Como explica el historiador Paul Kennedy (1987), la caída de las grandes potencias está íntimamente relacionada con la incapacidad de financiar sus operaciones militares para sostener su hegemonía. El Departamento de Estado de los EE.UU. ha comprendido perfectamente las enseñanzas de la historia. Algunas administraciones, en especial la del polémico Trump, desistieron del espíritu de cruzada que supone sostener la defensa de Occidente y su modelo hegemónico global. Las disputas con sus socios europeos por el financiamiento de la OTAN lo han dejado claramente expuesto. Ahora, la UE se encuentra en una encrucijada bélica con la amenaza de Rusia, por lo que deberá echar mano a sus propios bolsillos para fortalecer su defensa, tal y como Trump les había sugerido.

Como se sabe, la señal que marca el fin de un orden global y la emergencia del próximo está sujeto al resultado de la guerra que lo precede. La escalada del conflicto en Ucrania parece convalidar las leyes propias de la política internacional, pero también pone a prueba la estatura de los liderazgos. Si se ha aprendido algo de la historia, sería imperdonable cometer los mismos errores.

El sistema internacional se enfrenta una vez más al dilema de la seguridad; un mercado global cuyas características anárquicas llevan a la inevitable confrontación de intereses entre las élites de las grandes potencias. Finalmente, como en el ajedrez o el Go, toda guerra es entre imperios. 

Por Francisco Lavolpe para Página 12

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