





Google nació como el símbolo de una web abierta. Su éxito se basó en un ideal simple pero potente: hacer accesible a todo el mundo toda la información del mundo.
Dos décadas después, aquel lema fundacional que se resumía en su lema «Don’t be evil« suena cada día más a chiste. La compañía que defendía la apertura, hoy parece más interesada en proteger su control que en preservar el ecosistema que la hizo grande.
La nueva política de verificación de desarrolladores, que obliga a cualquier creador de aplicaciones para Android, incluso fuera de la Play Store, a registrarse y revelar su identidad, marca otro paso hacia un ecosistema más cerrado. Google argumenta que la medida busca proteger a los usuarios del malware y el fraude, pero en la práctica supone una restricción profunda al derecho a desarrollar y distribuir software sin intermediarios. Y además, a cambio de algo que no mejora la situación, porque cualquier desarrollador malintencionado puede darse de alta las veces que quiera.
El movimiento ha generado una reacción coordinada. La campaña Keep Android Open, apoyada por desarrolladores, usuarios y organizaciones de activismo digital, alerta de que la verificación obligatoria es el primer paso hacia el cierre total del sistema: una capa más de burocracia y vigilancia que margina a los creadores independientes y consolida el poder de Google. Básicamente, que lo que se presenta como una mejora de seguridad es en realidad una simple estrategia de control.
El problema no es que Google quiera hacer más segura su plataforma, sino el modo en que redefine la seguridad como sinónimo de dominio. La apertura siempre puede conllevar algunos riesgos, pero cerrarla en nombre de la seguridad equivale a renunciar a la libertad. Android, que nació como alternativa abierta frente al ecosistema cerrado de Apple, está repitiendo el mismo patrón. La diferencia es que Apple nunca fingió ser otra cosa: Google sí.
Como explica Cory Doctorow en su muy recomendable libro sobre la enshittificación, el ciclo es siempre el mismo: las plataformas comienzan optimizando para el usuario, luego para sus socios comerciales, y finalmente para sí mismas. La evolución de Android es un ejemplo perfecto de esa deriva: donde antes había libertad para instalar aplicaciones, ahora hay capas de permisos, verificaciones y bloqueos. Donde antes Google presumía de «no ser malvado», hoy actúa con la lógica de cualquier monopolio maduro: maximizar el control, minimizar la autonomía.
Defender un ecosistema abierto es difícil: implica aceptar que algunos actores actuarán de mala fe, que habrá errores o incluso abusos. Pero sin esa apertura no hay innovación genuina: solo jardines vallados. La historia de la tecnología demuestra que los entornos cerrados producen rentas, no progreso. En lugar de reforzar la comunidad de desarrolladores, promover una cultura de ciberseguridad entre los usuarios y buscar la transparencia, Google parece más interesado en recuperar el valor que antes dejaba distribuirse libremente.
El riesgo es evidente: si Android deja de ser un espacio abierto, su atractivo disminuirá. Los usuarios perderán opciones, los desarrolladores perderán libertad y el ecosistema entero se volverá dependiente de las decisiones de una sola empresa. Convertir Android en una réplica de iOS puede ser rentable a corto plazo, pero a medio y largo plazo es simplemente suicida.
La apertura fue la esencia de internet y el motor de la innovación digital. Si Google decide abandonarla para proteger su imperio publicitario y su cuota de mercado, habrá traicionado no solo su propio lema, sino la promesa original de la red: un entorno donde cualquiera podía crear, compartir y aprender sin tener que pedir permiso.
Aún estamos a tiempo de exigir lo contrario. Mantener Android abierto no es un capricho ni una causa romántica, es la defensa de un principio básico fundamental: que la tecnología debe servir a las personas, no encerrarlas en un ecosistema de cristal. Lo difícil no es construir un sistema abierto: lo difícil es estar dispuesto a seguir trabajando para mantenerlo así incluso aunque implique renunciar a ciertas cosas por ello.
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