







Mi columna de esta semana en Invertia se titula «Cuando ya no creemos lo que vemos: la era de la sospecha visual» (pdf), y trata sobre un episodio aparentemente anecdótico, pero enormemente revelador: la polémica generada en torno a un vídeo de Will Smith en uno de sus conciertos, en el que aparecía rodeado de multitudes y que muchos interpretaron como manipulado mediante inteligencia artificial. La historia, relatada con detalle y explicada en varios medios, se resolvió con la constatación de que la multitud era completamente real. Pero eso, en realidad, importa poco. Lo verdaderamente relevante es la sospecha automática que surge ya cada vez que vemos una imagen demasiado perfecta, y que nos sitúa en un escenario cultural completamente distinto.


Lo que planteo en mi columna de hoy es que estamos entrando en una era en la que la confianza en las imágenes se ha roto de manera definitiva. La fotografía y el vídeo, que desde sus orígenes funcionaban como testimonios privilegiados de la realidad, han perdido completamente su valor probatorio. A partir de ahora, cada vez que contemplemos una multitud, un paisaje, un animal o una cara como la que acompaña a este artículo, nos acompañará la duda de si aquello fue real o si alguien lo fabricó con un algoritmo. Y esa duda, aunque pueda parecer un matiz, lo cambia todo.
La reflexión me vino reforzada por una visita reciente con mi nieto al Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, donde se exhibía, entre otras cosas, una magnífica colección de fotografías de animales en poses divertidas o con expresiones inesperadas. Mi mujer comentó algo muy acertado: «somos de los últimos que podemos disfrutar de una exposición así sin pensar que las fotos han sido generadas por inteligencia artificial». Y tiene razón (como siempre): dentro de poco, cuando veamos una imagen así, nos costará mucho no sospechar que no hubo detrás un fotógrafo paciente y apasionado esperando horas para captar ese momento mágico, sino simplemente un sistema generativo capaz de inventar escenas con una calidad completamente verosímil. La consecuencia es la pérdida de esa inocencia visual que asociábamos con la fotografía: ya no basta con mirar, ahora tenemos que preguntarnos si creemos lo que vemos.
Este cambio tiene implicaciones culturales, sociales y políticas. Si cualquier imagen puede ser cuestionada, su valor como prueba o como documento se reduce drásticamente. Y en paralelo, aparecen nuevas tensiones generacionales: un buen ejemplo lo recogía hace unos días el Washington Post en un buen artículo sobre el pánico moral con la Generación Z y la inteligencia artificial, donde se analizaba cómo los jóvenes son sistemáticamente percibidos como tramposos por sus profesores en un mundo en el que la línea entre lo auténtico y lo artificial se difumina de manera constante. El trasfondo es siempre el mismo: la sospecha, la dificultad creciente para establecer qué es real y qué no. Al final, la verdadera utilidad de esos algoritmos que intentan averiguar si un texto está escrito por una persona o por un algoritmo va a ser que los alumnos puedan utilizarlo para ir modificando lo que les sale de sus algoritmos, hasta que el resultado del test resulte aceptable.
De ahí que el caso de Will Smith, sin necesidad de engaño intencional alguno, funcione como metáfora perfecta de un cambio de época. No se trata de si la multitud estaba allí o no, sino del hecho de que ya nadie está dispuesto a creerlo sin más. Hemos entrado en una era en la que la autenticidad se convierte en un bien escaso y muy valioso, mientras la sospecha se convierte en nuestro modo habitual de mirar.
Nota: https://www.enriquedans.com/







