







El peronismo atraviesa, en el invierno argentino de 2025, una situación política paradójica. Por un lado, sufre desde hace tiempo serios problemas para lograr tanto la unidad de acción como la consolidación –o renovación– de liderazgos. A diferencia de otras fuerzas populares de la región, como el Partido de los Trabajadores brasilero, el Frente Amplio uruguayo o la alianza progresista chilena hoy en el gobierno (formada por el Partido Comunista, el Partido Socialista y otros partidos), el peronismo enfrenta recurrentes dificultades para resolver conflictos internos, lo que redundó en vetos cruzados y una gestión deficiente de su último gobierno. Existe un liderazgo –el de Cristina Fernández de Kirchner– con aspiraciones de hegemonía que, en los hechos y desde hace tiempo, no se llega a concretar, y varios grupos, como los que lideran Axel Kiciloff, Sergio Massa o algunos gobernadores, que orbitan en forma más independiente. El hecho de que su principal figura esté presa obtura tanto su consolidación como jefa como su eventual reemplazo por mecanismos más o menos institucionales.


Al mismo tiempo, el peronismo argentino tiene buenas posibilidades de seguir siendo la expresión principal del espacio popular y de centroizquierda. Con un espectro de derecha sobreocupado, no hay lugar para aventuras en ese terreno: si todo sistema político necesita una fuerza igualitarista frente al posible fracaso de las varias derechas de moda, las chances más altas siguen siendo las del fragmentado movimiento peronista.
Pero no se trata sólo del liderazgo. El peronismo tiene un segundo problema, del cual se habla menos: la renovación programática. Es natural que la dimensión interna concentre todos los flashes, ya que de otro modo cualquier proyecto a futuro se torna improbable. Sin embargo, el tacticismo electoral constante (y necesario) no debe ocultar una verdad: las recientes derrotas del peronismo no sólo tienen que ver con las disputas internas y la mala gestión del Frente de Todos sino también con deficiencias programáticas, es decir en el tipo de políticas públicas implementadas (o ignoradas) y con el discurso de ideas frente a la sociedad. En este artículo me concentro en algunas de estas ideas, y argumento por qué el peronismo necesita revisarlas.
La inflación sí importa
El problema más obvio en el discurso (y en la práctica) económico del peronismo es la subestimación de la inflación, uno de los factores insoslayables detrás del ascenso de Javier Milei. Ni siquiera al final del gobierno de Cristina en 2015, cuando la inflación ya se acercaba al 30%, ni, más aun, sobre el final del macrismo, cuando orbitaba en el 50%, se planteó desde el peronismo la idea de atacar frontalmente la suba de precios. Cualquier persona con un mínimo conocimiento de economía política sabe que históricamente los gobiernos progresistas o de base popular que apuestan a estimular la demanda y la actividad suelen ser más inflacionarios. Pero es evidente que al peronismo el problema se le fue de las manos. A tal punto que bajo el gobierno del Frente de Todos la inflación desató un juego que sin dudas erosionó las bases electorales más humildes del movimiento: mientras los sectores populares que contaban con paritarias y determinaciones colectivas del ingreso se protegieron más o menos bien de la inflación, los receptores de la Asignación Universal, los jubilados (especialmente aquellos que no cobraban la jubilación mínima y el bono, que son más del 50% del total) y amplios sectores del trabajo informal, perdieron ingreso real (1). Un partido popular que, por un enfoque errado sobre la inflación, afecta su propia base social (aun cuando desarrolle programas sociales nuevos, como la Tarjeta Alimentar) atenta contra su propia viabilidad.
En suma, el gobierno del Frente de Todos, habiendo heredado un 50% de inflación anual, no planteó seriamente, desde ninguno de sus sectores internos, un plan de estabilización. Ni siquiera después de la pandemia, lo que hizo que la inflación interanual llegara a 160% sobre el final de su mandato (noviembre de 2023). En contraste, partidos populares de otros países, como el PRI en México (1987-88), el laborismo en Israel (1985-6), el PSOE en España (1978), ante regímenes de alta inflación que afectaban sus bases sociales no dudaron en ejecutar planes de estabilización. Probablemente esta verdadera negación del peronismo frente al problema de la inflación tenga explicación en la visión de algunos de sus cuadros técnicos y políticos sobre los orígenes del problema. Por un lado, algunos sectores desprecian el rol de la política monetaria y fiscal en cualquier intento de estabilización inflacionaria. Por otro, haciendo eco en perspectivas estructuralistas de moda en la posguerra del siglo XX, sostienen que la inflación argentina tiene un origen casi exclusivo en los cuellos de botella del sector externo (“falta de dólares”) y el tipo de cambio.
Ambas visiones están equivocadas, especialmente cuando se plantean en forma radicalizada. Por supuesto que la forma de combatir la inflación no puede ser la misma desde un partido popular que desde la ortodoxia liberal. Una visión progresista va a apostar más a controlar la inflación vía costos, es decir proyectando trayectorias previsibles para el tipo de cambio, las tarifas y los salarios de la manera más consensuada posible, que a un ajuste violento (y regresivo) de la política monetaria y fiscal, como el que implementó Milei. Pero eso no significa que sea viable implementar una política fiscal de déficit permanente o una política monetaria de tasas siempre negativas (por debajo de la inflación). Del mismo modo, es simplemente falso que la inflación se deba sólo a que “faltan dólares”. Los otros componentes mencionados –política monetaria, fiscal, costos– también son claves. Esta visión heterodoxa y multi-causal (pero que a la vez considera a la inflación un problema serio e ineludible) está en la base de muchos partidos populares de Europa y América Latina. Sin embargo, no ha permeado en el peronismo.
Repensar la política laboral y social
La otra dimensión en la que el peronismo necesita una renovación urgente es la política social y laboral, especialmente en su mirada sobre las regulaciones del mercado de trabajo, la negociación salarial y la política jubilatoria. Como en materia de inflación, en este aspecto también la derecha, tanto el PRO como la visión ultra de Milei, tiene propuestas más o menos claras: desregulación del mercado de trabajo, reducción de las protecciones individuales (despido, accidentes, multas por no registración, etc.), descentralización de la negociación colectiva (idealmente llevándola a una relación individual empleador-empleado), recorte en las prestaciones jubilatorias y pensiones no contributivas mínimas para quienes quedan fuera del sistema o no cumplen con los aportes requeridos.
Frente a estas propuestas, desde 2015 a esta parte el peronismo suele proponer más o menos lo mismo: statu quo. Es un error. De nuevo aclaremos: por supuesto que el peronismo no puede hacer suyas las propuestas neoliberales, que defienden las mismas recetas desde hace 30 años y que, en cuanto a mejorar el empleo y la equidad, siempre fracasaron. Pero lo que no tiene sentido es defender los derechos sociales y laborales en el mercado de trabajo del siglo XXI exclusivamente con la legislación y las políticas públicas del siglo XX.
El Frente de Todos no planteó desde ninguno de sus sectores internos un plan de estabilización.
La idea de reforma o modernización laboral no debería ser (como de hecho opera el concepto en Argentina) sinónimo de suprimir derechos. Es posible pensar en regímenes permanentes de contribuciones patronales y accidentes de trabajo de menor costo sin afectar derechos laborales en determinados segmentos de la micro y la pequeña empresas. Imitar los procedimientos de crisis para sostener empresas de España o Alemania, en los cuales se permite la flexibilización del convenio y la rebaja de costos mientras dure la crisis sectorial o de la empresa. En los países en que se aplica, esa suspensión de beneficios es evaluada y monitoreada en mesas tripartitas con sindicatos, empresarios y Estado, con el objetivo de sostener la viabilidad de las compañías. Estas políticas anti-crisis suelen incluir subsidios al salario, acotados en el tiempo y mientras dure la emergencia, como fue el programa ATP (Asistencia al Trabajo y la Producción) implementado por el Frente de Todos durante la pandemia.
Finalmente, hoy Argentina se ubica detrás de países como Chile o Uruguay, que históricamente contaron con legislaciones laborales más restrictivas, en aspectos como la subcontratación, la regulación del trabajo de plataforma, el sistema de cuidados o las licencias parentales, todos temas que el gobierno del Frente de Todos no abordó (en Argentina, la licencia por nacimiento para el padre es aún de ¡dos días!). En otras palabras, se trata de innovar con una reforma laboral que a la vez atienda los costos de las empresas vulnerables, reactualice viejos beneficios y cree derechos para las nuevas formas de trabajo en el siglo XXI.
En materia de negociación colectiva, es preciso desarrollar mecanismos para coordinar la negociación salarial entre sindicatos, empresarios y Estado, de manera que el ajuste fiscal y monetario no se convierta en la herramienta excluyente de control de la inflación. Un latiguillo común en el peronismo y sectores del sindicalismo es la reivindicación de las “paritarias libres” sin más, aludiendo a la no intervención del Estado. Pero si algo demostraron las experiencias del macrismo, y ahora la de Milei, es que se pueden implementar políticas económicas ortodoxas y regresivas y a la vez mantener paritarias libres, sin intervención formal, dejando que la inflación erosione al salario. El punto, entonces, no es sólo que las paritarias sean libres sino que se coordinen con una política económica pro crecimiento y a la vez no inflacionaria, práctica que es común, por ejemplo, en el Frente Amplio uruguayo y en partidos progresistas europeos.
En materia previsional, el recurso constante a la moratoria para superar los déficits recurrentes de cobertura tiene sus límites. El sistema previsional argentino, más allá de su imprescindible renacionalización bajo el kirchnerismo, opera con parámetros de los años 90. Es necesario discutir un nuevo marco institucional previsional para el mercado de trabajo fragmentado del siglo XXI, que incluya desde el porcentaje de aportes (el Chile de Gabriel Boric acaba de subir los aportes de las empresas) hasta la cantidad de años necesarios y el mecanismo para jubilarse, pasando por los derechos que implican las pensiones universales sin aportes (hoy muy restringidos).
Por último, un comentario sobre la política industrial. Se trata de un área que logró interesantes innovaciones durante el gobierno del Frente de Todos, aunque quedó opacada por la crisis inflacionaria. Sin embargo, hoy sectores importantes del peronismo –incluyendo los que expresa Guillermo Moreno, cuya representación electoral es ínfima pero que suele ser muy convocado– formulan un elogio de los aranceles impuestos por Trump. “Es lo que siempre hicimos”, argumentan. Apelar al trumpismo como modelo es absurdo. Para empezar, y más allá de su eficacia, las políticas de aranceles horizontales a varios países, sin distinguir sectores ni flujos de comercio, sólo se las puede permitir un país con el poder de Estados Unidos. En segundo término, pretender proteger al mercado interno sólo con aranceles es un concepto viejo, del siglo XX. Por supuesto que los aranceles pueden ser parte de una estrategia general de desarrollo, especialmente cuando se detectan sectores débiles que crean mucho empleo. Pero la política industrial moderna –como la que de hecho instrumentó Joe Biden– consiste en priorizar sectores estratégicos, como las tecnologías del conocimiento, las energías limpias o los autos eléctricos, y potenciar la capacidad local con una variedad de instrumentos combinados con objetivos de producción: protecciones arancelarias con plazo, provisión de tecnología, subsidios, compromisos de exportación y de provisión de insumos domésticos. Volver a la idea de subas generalizadas de aranceles, junto con controles administrativos a la importación, como instrumento general de protección, no va a contribuir a la adaptación de los sectores productivos argentinos a la economía del siglo XXI.
Un nuevo peronismo
En el ciclo 2003-2015, el peronismo fue claramente innovador en materia institucional y programática. Como en los años 40 y 50 del siglo pasado, fortaleció la institucionalidad laboral y recreó el Estado de Bienestar, esencialmente vía la ampliación jubilatoria y las políticas no discrecionales de transferencias al sector informal, como la Asignación Universal por Hijo. Sin embargo, no supo o no pudo atacar el problema inflacionario. Así, desde 2015 no sólo carece de un discurso y un plan articulado para enfrentar la inflación, sino que ha congelado en gran medida sus propuestas de innovación en materia socio-laboral, recostándose en la defensa del statu quo (que es, por supuesto, muchas veces necesaria). La esclerosis en ambas cuestiones es una de las (varias) razones que explican el ascenso de la política de la crueldad de la ultraderecha y la moda de desprecio al Estado. Frente a ello, visiones como “terminó el tiempo de la autocrítica” o “hay que concentrarse en la resistencia” resultan autocomplacientes e inefectivas. No hay que pararse desde ningún púlpito, hay que abrir debates. Claro que siempre es más fácil pensar desde la academia o el mundo de las ideas que hacer política en serio. Pero la lucha contra la versión neofascista que encarna Milei no puede obstruir una renovación programática que es vital para el futuro del movimiento popular.
1. Sebastián Etchemendy, Federico Pastrana, Joan Vezzato, “Ingresos Populares en un Régimen de Alta Inflación”, Fundar, 2023. https://fund.ar/publicacion/ingresos-populares-en-un-regimen-de-alta-inflacion/
Por Sebastián Etchemendy * Profesor de Política Comprada Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales, Universidad Torcuato Di Tella. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur







