







En la jungla del lenguaje público contemporáneo, pocas especies son tan peligrosas como la del adjetivo grandilocuente usado sin freno. Y pocas víctimas son tan recurrentes como las palabras que, alguna vez, tuvieron un significado preciso, cargado de historia y tragedia. Entre ellas, “genocidio” ocupa un pedestal: fue creada para nombrar lo innombrable, el crimen de crímenes. En estos días, para algunos, sirve para condimentar un discurso oficial y combatir a disidencias.


Desde un festival de hipérboles, el genocidio se codea con el déficit, como si la eliminación física de un grupo protegido y el desequilibrio de las cuentas públicas pertenecieran a una misma galaxia moral y jurídica. Es un salto acrobático del sentido común: del aniquilamiento planificado a la idolatría de una planilla Excel. Todo en nombre de la elocuencia, aunque sea a costa de enterrar la dignidad de miles de víctimas masacradas, aquí y en el resto del planeta.
Y no se trata sólo de una torpeza semántica. Es un insulto a quienes cargan con el peso de recuerdos insoportables en cualquier parte del mundo, mientras se trivializa el “Nunca Más”. La categoría genocidio no se acuñó para provocar discusiones en streaming o ganar en el recinto parlamentario, sino para describir lo que ocurrió en Auschwitz, en Srebrenica, en la exESMA. Usarla para acusar de crímenes atroces a quienes opinan políticamente distinto no solo es falso, sino que banaliza una catástrofe real. Todo lo que en nuestro medio continua impune por dolorosa debilidad jurídica.
Pero lo más inquietante es que esta licencia retórica no es inocente. El uso abusivo de la categoría más grave del Derecho penal para descalificar a opositores no sólo deforma el lenguaje, sino que allana el terreno para criminalizar la política misma. Hoy es un adjetivo desmedido; mañana puede ser la justificación para acallar la “incorrección” de quien vote distinto.
Aunque la confusión deliberada entre crímenes contra la humanidad y políticas fiscales no surge de la ignorancia, sino también de la comodidad. Es mucho más fácil agitar un fantasma moral absoluto que debatir con datos, con matices, con complejidad. Pero el precio de esa desidia es alto: se enseña a toda una sociedad que las palabras son maleables al capricho, que el orden jurídico internacional puede ser un mero catálogo de insultos disponibles, usado como moneda sucia.
Por ello la ética pública se resiente cuando el dolor histórico se convierte en herramienta de marketing. No es sólo que se falte el respeto a las víctimas es que también se entrena al público para relativizar el horror. Y en esa inflación semántica, los verdaderos genocidas –los extranjeros y los nuestros– respiran aliviados: ya no están tan solos en la categoría, ya no suenan tan excepcionales.
Como si fuera poco, se agrega a la receta la insinuación de castigar penalmente a quienes voten más gasto. Además de plantear serios problemas constitucionales –división de poderes, inmunidad parlamentaria, libertad de debate–, constituye una fantasía autoritaria que viste ropajes institucionales pero que, en esencia, confunde la deliberación legislativa con un acto criminal. El mensaje es claro: disentir no es sólo errar, es delinquir. El paso siguiente, bien lo conocemos en actualidad, es que la prisión sea la réplica final al opositor.
En este tóxico clima contemporáneo, el lenguaje técnico deja de ser un instrumento de precisión argumental y se convierte en un arma de violencia política. Bien sabemos que la democracia no se mide sólo por la limpieza de sus elecciones o la división formal de poderes, sino –entre otros extremos– por la calidad de sus palabras. Un sistema político en el que las nociones más graves del Derecho penal se convierten en munición de la refriega cotidiana muestra un camino de extinción. Y cuando el significado se derrumba, lo que queda es la fuerza bruta del que más grita.
Preservar el sentido del genocidio no se trata de un ejercicio académico: es una línea roja civilizatoria. Cruzarla, incluso con la excusa del “ingenio” del discurso, es un acto de demolición democrática. Y lo más peligroso es que, una vez dinamitada, esa línea no se reconstruye con facilidad: la historia demuestra que el abuso de las palabras abre la puerta al abuso del poder. Todos, pero más aún las autoridades más encumbradas, guardan el deber de cuidar las palabras con la misma responsabilidad con la que debe custodiar la Constitución Nacional. De contrario, el daño que se le inflige a la conciencia colectiva del país no será fácilmente reparable.
Por Alejandro Slokar * Juez y profesor Titular UBA /UNLP / P12







