







Sin encender una sola turbina ni emitir un gramo de dióxido de carbono adicional, la red californiana recibió la tarde del 29 de julio unos 535 MW de potencia procedentes de más de cien mil baterías domésticas que se coordinaron durante dos horas como si fuesen una única central eléctrica, constituyendo lo que se denomina una virtual power plant o VPP.


El experimento, orquestado por la CEC, por CAISO y por las tres grandes eléctricas del estado, la producción fue suficiente para cubrir más de medio San Francisco justo en el momento de mayor demanda, y demostrar con total fiabilidad que la agregación distribuida ha dejado de ser una curiosidad para convertirse en una auténtica infraestructura crítica.
El análisis independiente de The Brattle Group confirma que el 100% de esa energía fue producción adicional: si no se hubiese convocado al evento, esas baterías habrían permanecido en reposo. Además, la curva de salida fue estable, sin caídas ni fatiga, y coincidió milimétricamente con el «pico neto» que tanto preocupa a los operadores por la caída simultánea de la solar vespertina. En términos de ingeniería de sistemas, la flota doméstica actuó como un generador convencional, pero con la flexibilidad instantánea de la electrónica de potencia.
El concepto no es nuevo: agregar recursos distribuidos. Pero la escala, obviamente, marca un antes y un después. El DOE calcula que desplegar entre 80 y 160 GW de estas «centrales virtuales» antes de 2030 podría evitar el gasto en centrales dedicadas a cubrir esos picos, y reducir los costes de red en 10,000 millones de dólares anuales. Esa cifra se vuelve plausible cuando recordamos que la caída de precios de las baterías y la proliferación del autoconsumo convierten cada garaje en un activo gestionable: NREL recuerda que una VPP no es más que software que coordina baterías, vehículos, calentadores o climatización.
La eficiencia no es solo técnica, también es económica. Sunrun compensa a los hogares con hasta $150 por temporada y batería, un ingreso que antes se llevaba la compañía de gas que operaba las turbinas de respaldo. PG&E subraya, además, que una parte sustancial de los participantes procede de comunidades rurales o vulnerables, demostrando que la transición energética puede ser, al mismo tiempo, una política de equidad.
El espejo internacional más interesante está en el sur de Australia. Allí, un programa iniciado en 2018 y ahora operado por AGL agrupa 7,460 Powerwalls y 25 MW de solar en tejado, ofrece tarifas significativamente rebajadas a viviendas sociales y ha alcanzado 37 MW de capacidad total despachable. Cuando el plan se presentó, el gobierno estatal estimó ahorros del 30% en la factura eléctrica de los participantes. No es casualidad que el proyecto naciese para abaratar la electricidad en la región con los precios mayoristas más volátiles del país.
Todo apunta a que estas cifras son el preludio de una expansión acelerada. Wood Mackenzie prevé que la capacidad residencial en los Estados Unidos se multiplique por cuatro entre 2022 y 2027, con California acaparando casi la mitad del mercado. Cuanto más se popularicen los vehículos eléctricos y los sistemas fotovoltaicos con batería integrada, más grande será el repositorio total de kilovatios-hora flexibles disponibles para el operador del sistema.
Todo indica que la central eléctrica del siglo XXI ya no va a ser necesariamente un bloque de hormigón junto a un río, sino una aplicación que vive en la nube y habla con miles de dispositivos domésticos. Su huella de carbono es nula en el margen, su capacidad de respuesta es instantánea y sus beneficios se reparten entre la red y el ciudadano. Frente a un contexto político adverso a la descarbonización, la mejor estrategia posiblemente consista en hacer irrelevante ese adversario: transformar cada hogar en un nodo activo que, como en el caso californiano, demuestra que la inteligencia distribuida puede más que la inercia de las viejas chimeneas.
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